Entre las
múltiples enseñanzas que la vida masónica nos invita a reflexionar, hay una que
adquiere una especial relevancia en la construcción del ser: la conciencia de
que muchas veces el principal obstáculo en nuestro camino hacia la perfección
no es el mundo exterior, ni las circunstancias, ni los otros hombres, sino uno
mismo. Esta afirmación, “yo soy mi peor enemigo”, no es un acto
de autoflagelación ni de culpabilidad estéril, sino el reconocimiento lúcido de
una condición humana fundamental: el conflicto interior.
Desde el
punto de vista filosófico, el ser humano es una criatura bifurcada. Platón
hablaba de la tensión entre el alma racional, el alma irascible y el alma concupiscible;
Kant distinguía entre el deber moral y los impulsos de la naturaleza sensible;
Freud nos mostró el conflicto entre el ello, el yo y el superyó. Todas estas
teorías apuntan a una misma verdad: en el corazón del hombre habita una lucha
interna constante entre lo que somos y lo que podríamos llegar a ser.
La
Masonería, como escuela ética y simbólica, no desconoce esta tensión, al
contrario, la utiliza como motor de trabajo iniciático. Se nos presenta la
piedra bruta como imagen de nuestra imperfección inicial, y se nos invita a
trabajarla no contra un enemigo externo, sino contra las formas internas del
error, de la ignorancia, del orgullo y de la inconsciencia. El enemigo a vencer
no es un “otro”, sino las resistencias internas que se oponen al desarrollo de
la virtud y del conocimiento.
Decir que yo
soy mi peor enemigo implica asumir la responsabilidad plena de mis
actos, pensamientos y decisiones. Significa comprender que nadie puede
impedirme ser mejor salvo yo mismo. Las excusas, las proyecciones, las culpas
asignadas a factores externos son, muchas veces, estrategias del ego para
evitar el esfuerzo de la transformación personal.
El método
masónico es racional en su esencia: observación, reflexión, acción. Cada
símbolo, cada herramienta, cada grado está diseñado para estimular un proceso
introspectivo y autocrítico. No hay transformación sin autoconocimiento, y no
hay autoconocimiento sin honestidad radical. Reconocer nuestras
contradicciones, nuestras pasiones desordenadas, nuestras reacciones
automáticas, nuestros autoengaños, es el primer paso hacia una reforma real del
carácter.
Este enfoque
no pretende eliminar el conflicto, sino aprender a gestionarlo. En lugar de
negar la parte de nosotros que se resiste al cambio, la Masonería nos invita a
reconocerla y a trabajarla con método, voluntad y razón. La lucha del Iniciado
no es contra sus emociones, sino contra el desorden de ellas; no es contra sus
deseos, sino contra su dominio tiránico sobre la razón.
Así
entendido, el “enemigo” interno no es un enemigo en sentido absoluto, sino un
aspecto no integrado de nuestra naturaleza. La superación de este enemigo no
consiste en destruirlo, sino en comprenderlo, educarlo, canalizarlo hacia fines
superiores. Solo mediante este ejercicio constante de reflexión crítica podemos
aspirar a ser libres y dueños de nosotros mismos.
En última
instancia, la frase “yo soy mi peor enemigo” se convierte en un
principio operativo: si yo soy el obstáculo, también soy la solución. Si me
enfrento a mí mismo con honestidad y perseverancia, puedo vencer mis propias
limitaciones. Y si logro conquistarme, entonces estaré en mejores condiciones
de servir a la humanidad y al G••• A••• D••• U••• con sabiduría, justicia y
virtud.
Por eso, cuando
se pronuncia con sinceridad la frase “yo soy mi peor enemigo”, se
rompe un espejo interior. No el espejo que nos devuelve la imagen complaciente
del yo cotidiano, sino aquel que, como el azogue de los antiguos alquimistas,
nos refleja desde lo profundo. Allí donde habita no solo nuestra ignorancia,
sino también nuestro miedo a dejar de ser quienes creemos que somos.
No hay
enemigo más peligroso que aquel que se oculta bajo la máscara del hábito. No
hay adversario más sutil que el yo, que se resiste a morir para que nazca el
ser verdadero. En el arte real, no luchamos contra ejércitos, sino contra una
fortaleza más antigua: la del ego. Y no con armas, sino con luz. Con la luz que
proviene del símbolo, del rito, del silencio, del reconocimiento de nuestras
limitaciones. La iniciación no es otra cosa que el acto consciente de iniciar
esa guerra sagrada.
Yo soy
mi peor enemigo
cuando olvido que la palabra no pronunciada pesa más que el discurso inútil.
Cuando el rito se convierte en repetición sin alma. Cuando la cadena de unión
se cierra en lo exterior, pero por dentro mi mano se retrae. Soy mi peor
enemigo cuando juzgo con severidad al otro y me absuelvo con ligereza.
Cuando la escuadra no rige mis actos y el compás no traza límites a mis
pasiones. Cuando la piedra, lejos de ser trabajada, se endurece por orgullo o
por desidia.
La ética
masónica no es la moral cómoda del mundo profano. Es una disciplina silenciosa
que exige coherencia entre lo que pienso, lo que digo y lo que hago. Me
convierto en mi peor enemigo cuando quiebro esa triple alianza. Porque entonces
la logia exterior se disuelve, y la interior, aún no edificada, se derrumba. No
hay templo sin columnas, ni columnas sin voluntad, ni voluntad sin vigilancia.
El ego es un
falso maestro. Promete ascenso sin trabajo, reconocimiento sin mérito,
autoridad sin sabiduría. Sabe repetir las palabras del ritual, pero desconoce
su espíritu. Es el eco que se escucha en los vacíos del alma. La iniciación
exige que ese eco sea sustituido por la voz serena del Ser, que no grita, pero
permanece. El trabajo del masón consiste en destronar al ego sin odio, en
reconocerlo sin rendirse a él, en mirar de frente al enemigo y decirle: ya no
gobiernas este templo.
Las
tradiciones esotéricas lo sabían: nadie puede penetrar en los misterios
superiores sin antes haber vencido a su sombra. La sombra no es maldad: es
ignorancia. No es pecado: es separación. No es enemigo: es fragmento. El
sendero no exige aniquilar la sombra, sino abrazarla con la luz de la
conciencia. En cada grado que atravesamos, el velo se hace más fino, y el
juicio más severo, porque se espera de nosotros mayor claridad, mayor verdad,
mayor dominio de sí.
Decir “yo
soy mi peor enemigo” no es un acto de desesperanza, sino de valentía.
Es comprender que en mí reside la causa del caos, pero también la semilla de la
armonía. Que no hay caída que no pueda ser levantada por la acción recta. Que
no hay piedra tan tosca que no pueda ser transformada por la paciencia y el
esfuerzo. Que no hay noche que no anuncie un nuevo Oriente.
Somos
enemigos de nosotros mismos mientras no hemos despertado. Pero una vez el alma
toma el mazo y el cincel, y golpea con precisión sobre la ignorancia, entonces
el enemigo se convierte en maestro. Y el masón comienza a caminar no para huir
del combate, sino para habitarlo con dignidad.
Esa es la
diferencia entre el profano y el iniciado: el primera culpa al mundo, el
segundo se reforma a sí mismo. Por eso seguimos reuniéndonos, en silencio, bajo
las bóvedas estrelladas del Templo. No porque seamos perfectos, sino porque ya
no queremos ser esclavos del enemigo interior. Porque, aunque aún no seamos lo
que debemos ser, ya no somos lo que fuimos. Porque hemos visto la Luz, y no
queremos volver a las tinieblas.
Que el G••• A••• D••• U••• nos dé la fuerza para
seguir tallando nuestra piedra. Que el enemigo que fui sea cada día más débil,
y el maestro que seré, más firme. Porque al final, el único combate que
realmente importa es el que se libra en el corazón.