San Juan Bautista, figura venerada en múltiples tradiciones espirituales, ocupa un lugar privilegiado en la cosmovisión masónica, no solo como patrón emblemático, sino como arquetipo del iniciado, del asceta del desierto, el heraldo de la luz. Su figura, muchas veces eclipsada en los relatos dominantes, emerge en la Masonería como símbolo de purificación, renovación y tránsito hacia un conocimiento superior. No es casual que las logias celebren el solsticio de verano bajo su advocación, pues el mismo Juan Bautista señala, en palabras profundamente simbólicas: “Es necesario que Él crezca y que yo disminuya”, aludiendo al ciclo solar que empieza a declinar tras alcanzar su máxima expresión. Esta afirmación encierra una verdad espiritual: el yo profano debe menguar para que el principio crístico –la luz interior– crezca en nosotros.
San Juan Bautista representa la tensión entre la interioridad y la acción, entre la verdad y el poder. No era sacerdote del templo, sino voz en el desierto. No se encontraba en el centro del sistema religioso, sino en su margen. Así también el masón, al ser iniciado, se convierte en un buscador que abandona las estructuras establecidas del dogma y se adentra en los territorios simbólicos del alma para encontrar la verdad que no se impone por la fuerza, sino que se revela en la humildad. San Juan denuncia la corrupción del poder y, al hacerlo, entrega su vida, anticipando así el sacrificio del justo por la verdad. Es la expresión de la conciencia que no se doblega ante el mundo profano. En él se funden el ideal estoico y la ética profética: vivir conforme a una ley superior, incluso a costa del sufrimiento.
Por otra parte, San Juan Bautista personifica el fuego
purificador. No el fuego que destruye, sino el que refina. Su bautismo en las
aguas del río Jordán es el preludio del bautismo de fuego anunciado por él
mismo. Esta dualidad, agua-fuego, marca una transición iniciática. Las aguas,
símbolo de lo emocional y lo pasivo, purifican al profano; el fuego, emblema de
la voluntad espiritual, transforma al iniciado. En muchos ritos masónicos, esta
alquimia del alma se representa mediante el paso por las columnas del templo,
pero también a través de las pruebas elementales. San Juan, en su austeridad,
recuerda al masón que no basta con recibir la luz: es necesario convertirse en
su portador activo, en su testigo. Así, el Bautista es el guardián del umbral,
el que prepara el camino para el logos, la palabra perdida que el masón busca.
Juan representa al precursor, al que no es la luz, pero
da testimonio de ella. Esta es una clave que ilumina la función espiritual del
masón en el mundo: no es él quien debe ser adorado, ni su obra debe convertirse
en ídolo, sino que su vocación es señalar, como Juan, hacia lo trascendente. Su
ética no es de dominio, sino de servicio. Su conocimiento no es de posesión,
sino de iluminación. El masón, como Juan, es llamado a ser voz, no eco; guía,
no caudillo. Esta perspectiva encuentra profundas resonancias en las enseñanzas
iniciáticas que enfatizan la humildad, el desapego y la obediencia a la voluntad
superior. Así como Juan reconoce su papel subsidiario respecto al Cristo, el
masón reconoce que su labor no es glorificarse a sí mismo, sino trabajar en la
edificación del templo interior, reflejo del templo universal del G••• A••• D••• U•••.
El patronazgo de San Juan Bautista en la Masonería
remite también a una antigua tradición solar que entrelaza ciclos cósmicos y
procesos iniciáticos. El solsticio de verano, cuando el día alcanza su plenitud
antes de iniciar su descenso, representa el punto culminante de la
manifestación antes del retorno hacia lo invisible. En este sentido, Juan es
símbolo de madurez espiritual, pero también de entrega. Su vida, truncada por
la injusticia de un poder profano, se convierte en semilla de redención. El
masón, que se reconoce en la logia como hijo de la luz, sabe que todo poder
auténtico proviene del sacrificio, que toda palabra verdadera nace del
silencio, y que toda transformación espiritual implica renuncia. Así, en cada
solsticio, el iniciado recuerda no solo a un profeta del pasado, sino a un
principio viviente que debe actualizar en sí mismo: ser un anunciador del reino
interior.
San Juan Bautista, en su soledad, su firmeza y su
visión, nos entrega un modelo del camino iniciático: retirarse del ruido del
mundo, sumergirse en las aguas de la purificación, ascender por el fuego del
espíritu, y, finalmente, señalar con el gesto de la entrega lo que es más
grande que uno mismo. Por ello, su figura trasciende credos, religiones y épocas.
Es un símbolo universal del despertar de la conciencia, del equilibrio entre el
rigor y la gracia, del tránsito entre las tinieblas de la ignorancia y la
aurora de la verdad. Que él sea el patrono de la Masonería no es un hecho
circunstancial, sino una clave simbólica de profundo alcance espiritual: cada
masón está llamado a ser, como él, un forjador del camino hacia la Luz, un
artesano de la verdad, un servidor del Verbo eterno.
Pero ¿Por
qué San Juan Bautista es forjador del camino hacia la luz?
Porque en el
corazón de la tradición masónica resplandece una paradoja fundamental: solo
quien desciende al silencio del desierto interior puede alzar la voz que clama
por la luz. San Juan Bautista, ese heraldo ascético que renunció a los salones
del poder religioso para vestir un sayal de humildad y alimentarse de lo que
brinda la naturaleza, encarna en lo simbólico el modelo mismo del iniciado: un
hombre que, sin ser la luz, la presiente, la anuncia y la prepara. El masón, en
su propia vía iniciática, está llamado a realizar ese mismo tránsito, ese mismo
ministerio espiritual. San Juan Bautista no es simplemente una figura venerada
por la tradición, sino el eslabón entre lo profano y lo sagrado, entre el
hombre viejo y el hombre regenerado. Es, por excelencia, el forjador del camino
hacia la luz porque representa la etapa indispensable de toda verdadera
iniciación: la preparación.
Desde los
primeros grados de la Masonería se pone en marcha un proceso de muerte y
renacimiento simbólicos. El admitido, velado, rodeado de oscuridad, es imagen
del hombre profano, ciego aún a la verdad, pero anhelante de ella. Antes de
recibir la luz, debe purificarse. Aquí entra la figura de Juan Bautista: él es
el que sumerge en las aguas, el que introduce en el río de la conciencia la
necesidad de cambio. Su bautismo no es mera ceremonia exterior, sino símbolo de
una inmersión interior, un desprendimiento del ego y de las pasiones que
obstaculizan la claridad del alma. Esta purificación, este primer acto de
renuncia y de apertura, es la fragua donde el masón empieza a forjar su camino
hacia la luz. Y Juan, en su rol profético, es el guía que custodia ese umbral.
La tradición
masónica no venera a figuras por su valor dogmático, sino por su poder
simbólico y transformador. San Juan Bautista representa la voz recta, la espada
de la verdad que no teme denunciar el error, aunque le cueste la vida. En él,
el masón reconoce la necesidad de erguirse como columna de justicia en medio de
un mundo corrupto, pero también como humilde servidor de una causa que lo
trasciende. Porque el verdadero iniciado no busca el poder para dominar, sino
la sabiduría para servir. Juan señala al que ha de venir, pero no se adueña del
mensaje. No busca fundar un culto en torno a sí mismo, sino allanar el camino
al Logos, a la Palabra, a la Luz que da sentido a todo símbolo. En este acto de
desprendimiento, de negación de sí, se revela la mayor virtud iniciática: la
conciencia de que somos instrumentos, no autores de la verdad.
El desierto
donde Juan predica no es solo un lugar físico, sino un espacio arquetípico: la
soledad del alma que busca sin distraerse, que escucha en el silencio, que se
vacía de toda vanidad para poder recibir la voz interior. Este desierto es el
mismo en el que el masón medita antes de subir al Oriente. No se trata de un
retiro pasivo, sino de un combate interior. San Juan es el arquetipo del que ha
vencido ese combate, no por fuerza, sino por claridad. En la Masonería, donde
cada símbolo es un espejo del alma, la figura del Bautista enseña que el camino
hacia la luz comienza con la ruptura del ego, con la confesión de nuestra
ceguera, con la aceptación humilde de que estamos llamados a ser algo más que
constructores de templos exteriores: somos templos vivientes, piedras vivas que
deben ser talladas con el cincel de la verdad.
Cuando el
masón, en su progreso iniciático, busca la palabra perdida, lo hace en un viaje
que no es lineal, sino espiral. Cada nuevo grado es una profundización, un
ascenso que pasa por una nueva muerte. Y siempre, en cada umbral, se encuentra
la voz del Bautista: “Enderezad los caminos del Señor.” En otras
palabras, haced rectos los senderos del alma. No puede haber recepción de la luz
si antes no hay purificación, no puede haber revelación si antes no hay
disposición. Por eso San Juan es forjador del camino: porque enseña el arte de
preparar el terreno donde la semilla de la sabiduría puede germinar.
Desde una
perspectiva más profunda, el Bautista representa el tránsito del caos al
cosmos, del desorden a la armonía. Su figura está entre dos mundos: el del antiguo
testamento que declina, y el del nuevo que comienza. Así también, el masón está
siempre entre dos columnas, entre la oscuridad que deja atrás y la claridad que
aún no alcanza. Juan es el mediador, el que permite el paso, como un maestro de
obra que da el primer trazo, sabiendo que él no colocará la última piedra. Su
tarea no es culminar, sino comenzar. Y en esto reside la grandeza del iniciado:
no busca los frutos inmediatos, sino el sentido profundo del proceso.
Celebrar a
San Juan en la Masonería es reconocer que la vía iniciática no comienza con la
gloria sino con la renuncia, no con la posesión sino con la búsqueda, no con la
palabra sino con el silencio. Es aceptar que el verdadero conocimiento no se
impone, se revela; que la luz no se alcanza por el orgullo sino por la
humildad. El Bautista, al señalar al que ha de venir, entrega la lección más
alta del oficio masónico: no somos el fin, somos instrumentos de un fin mayor,
servidores del G••• A••• D••• U•••, obreros en la vasta
construcción del templo invisible de la humanidad.
Por estas
razones, San Juan Bautista no solo es patrono externo, sino principio interno.
No solo figura histórica, sino símbolo vivo. No solo hombre del pasado, sino
modelo eterno. En él, la Masonería reconoce el comienzo del sendero, la voz que
llama al despertar, la fragua en la que se templa el alma antes de recibir la luz.
Y en cada ceremonia, en cada meditación, en cada gesto simbólico del taller, su
eco resuena como un llamado: “Prepara el camino, hermano, porque la Luz no
se impone: se merece.”
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