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martes, 4 de noviembre de 2025

LA MASONERÍA COMO INSTITUCIÓN SAGRADA MÁS NO SACROSANTA

 

Imagen generada con I. A.

El presente trabajo propone una reflexión filosófico-teológica sobre la naturaleza de la Masonería entendida como institución sagrada pero no sacrosanta; a partir del análisis conceptual de ambas nociones —lo sagrado como expresión del vínculo del ser humano con lo trascendente, y lo sacrosanto como forma de absolutización dogmática—, se plantea que la Orden Masónica encarna una espiritualidad simbólica, dinámica y no dogmática, orientada a la transformación interior del individuo y no a la sacralización de una estructura institucional.

Esta distinción permite comprender que la Masonería no se erige como religión ni como depositaria exclusiva de la verdad, sino como escuela iniciática en la que el trabajo ritual, el estudio y la fraternidad son medios de acercamiento al Gran Arquitecto del Universo. En el contexto contemporáneo, esta comprensión del carácter sagrado, pero no sacrosanto, invita a preservar la libertad espiritual que ha sido su esencia desde sus orígenes y a evitar toda tendencia a la idolatría institucional o al formalismo vacío.

He llegado a comprender, a través de los símbolos y silencios del templo, que la Masonería es una institución profundamente sagrada, pero no sacrosanta. Lo sagrado habita en el corazón de sus ritos, en el gesto que consagra la palabra y en el silencio que da sentido a la luz. Lo sacrosanto, en cambio, pertenece al dominio de lo intocable, de lo dogmático y lo autoritario. Y la Masonería, por esencia, no puede erigirse sobre el dogma sin traicionarse a sí misma.

René Guénon sostenía que toda iniciación auténtica es una participación en lo sagrado, no en lo religioso institucionalizado. Lo sagrado, decía, pertenece al ámbito de la tradición y del conocimiento metafísico, mientras que lo sacrosanto pertenece al mundo de las formas, de los poderes humanos que pretenden custodiar lo divino. La Masonería se sitúa en esa frontera viva: no como una iglesia, sino como un camino de regeneración espiritual que conduce al hombre hacia la contemplación del Gran Arquitecto del Universo.

Dentro del templo masónico, lo sagrado no es una abstracción; se experimenta. Se revela en el sonido del mazo sobre la piedra, en el orden armónico de las luces, en la cadena de unión que recuerda que todos los hombres son parte de un mismo espíritu. Allí el obrero se hace sacerdote de su propio templo interior, y su trabajo cotidiano —pulir la piedra bruta— se transforma en un acto litúrgico. Como enseñaba W.L. Wilmshurst, el masón no es un adorador de símbolos, sino un artífice de su propio santuario interior. En esa labor reside la sacralidad de la Orden.

Sin embargo, afirmar que la Masonería es sagrada no implica declararla perfecta o infalible; lo sagrado es vivo y dinámico, mientras que lo sacrosanto es rígido y autorreferencial. Lo primero invita al hombre a ascender; lo segundo lo inmoviliza. Por eso la Masonería debe permanecer abierta al diálogo interior y exterior, capaz de reinterpretarse a la luz del tiempo sin perder su esencia. Albert Pike lo expresaba con claridad al señalar que los templos masónicos son “laboratorios del alma humana” y no “catedrales del dogma”.

En la Logia, el silencio sustituye al credo, y la búsqueda reemplaza al mandato. No existe en ella una verdad única que deba ser creída, sino un camino simbólico que cada hermano recorre con su propia antorcha. Allí lo divino no se impone, sino que se insinúa; no se revela por autoridad, sino por experiencia interior. Esta dimensión la hace sagrada, porque nos pone en contacto con el misterio, pero la libra de ser sacrosanta, porque no exige sometimiento.

Oswald Wirth afirmaba que el templo masónico es un santuario de la conciencia universal. En ese espacio simbólico, cada piedra tiene voz, cada signo tiene memoria y cada palabra encarna una idea eterna. Pero el templo no exige adoración: exige trabajo, estudio, silencio y luz. Esa es la diferencia esencial entre una institución sagrada y una sacrosanta. La primera orienta al alma hacia lo trascendente; la segunda se idolatra a sí misma.

La Masonería, si permanece fiel a su espíritu, no se endiosa ni se absolutiza. Su autoridad nace del símbolo, no del poder. Su fuerza radica en la discreción y su verdad en el equilibrio. Lo sagrado que la anima no proviene de su estructura administrativa, sino del impulso espiritual que la une con la tradición primordial. Por eso, cuando el masón trabaja en su logia, lo hace sabiendo que la verdadera consagración no se halla en los títulos ni en los ornamentos, sino en la pureza de intención y en la claridad del corazón.

Decir que la Masonería es sagrada más no sacrosanta es reconocer que su luz no busca imponer, sino inspirar. Es aceptar que su poder no se ejerce sobre los hombres, sino dentro de ellos. Es comprender que el rito, la palabra y el símbolo no son instrumentos de dominio, sino medios de elevación. Así, la Orden se convierte en una fraternidad que consagra la libertad y dignifica el pensamiento, uniendo lo humano y lo divino en una sola obra de perfeccionamiento interior.

En lo más profundo de su espíritu, la Masonería no pide fe, sino conciencia; no impone verdad, sino busca comprensión; no exige obediencia ciega, sino compromiso lúcido. Es sagrada porque hace visible el misterio del ser y porque enseña que el verdadero templo está en el corazón del hombre. No es sacrosanta, porque no pretende sustituir al misterio por una estructura ni a la divinidad por una jerarquía.

La Orden será sagrada mientras su propósito sea el de reconciliar al hombre con su origen y su destino, mientras cada hermano, en silencio, levante su piedra con amor, sabiendo que edifica no para la gloria de una institución, sino para la gloria del Gran Arquitecto del Universo, pero dejará de serlo si alguna vez confunde la santidad del trabajo con la santidad del poder.

La Masonería no es un trono, es un taller; no es un dogma, es una senda. En ella, el alma aprende a distinguir entre lo que debe venerar y lo que debe trascender. Y cuando esa distinción se hace conciencia viva, la logia deja de ser un recinto humano y se convierte en un espacio consagrado, donde el espíritu del hombre y la sabiduría eterna se encuentran en un mismo acto de luz.

 

Referencias bibliográficas

Guénon, R. (1962). Símbolos Fundamentales de la Ciencia Sagrada. Buenos Aires: Kier.

Pike, A. (1871). Moral y Dogma del Rito Escocés Antiguo y Aceptado. Charleston: Supreme Council, Southern Jurisdiction.

Wilmshurst, W. L. (1922). El significado de la Masonería. Londres: Rider & Co.

Wirth, O. (1931). El libro del Aprendiz. París: Dorbon-Aîné.

Eliade, M. (1957). Lo sagrado y lo profano. Madrid: Guadarrama.

 


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