El presente trabajo propone una reflexión filosófico-teológica sobre la naturaleza de la Masonería entendida como institución sagrada pero no sacrosanta; a partir del análisis conceptual de ambas nociones —lo sagrado como expresión del vínculo del ser humano con lo trascendente, y lo sacrosanto como forma de absolutización dogmática—, se plantea que la Orden Masónica encarna una espiritualidad simbólica, dinámica y no dogmática, orientada a la transformación interior del individuo y no a la sacralización de una estructura institucional.
Esta
distinción permite comprender que la Masonería no se erige como religión ni
como depositaria exclusiva de la verdad, sino como escuela iniciática en la que
el trabajo ritual, el estudio y la fraternidad son medios de acercamiento al
Gran Arquitecto del Universo. En el contexto contemporáneo, esta comprensión
del carácter sagrado, pero no sacrosanto, invita a preservar la libertad
espiritual que ha sido su esencia desde sus orígenes y a evitar toda tendencia
a la idolatría institucional o al formalismo vacío.
He
llegado a comprender, a través de los símbolos y silencios del templo, que la
Masonería es una institución profundamente sagrada, pero no sacrosanta. Lo
sagrado habita en el corazón de sus ritos, en el gesto que consagra la palabra
y en el silencio que da sentido a la luz. Lo sacrosanto, en cambio, pertenece
al dominio de lo intocable, de lo dogmático y lo autoritario. Y la Masonería,
por esencia, no puede erigirse sobre el dogma sin traicionarse a sí misma.
René
Guénon sostenía que toda iniciación auténtica es una participación en lo
sagrado, no en lo religioso institucionalizado. Lo sagrado, decía, pertenece al
ámbito de la tradición y del conocimiento metafísico, mientras que lo
sacrosanto pertenece al mundo de las formas, de los poderes humanos que
pretenden custodiar lo divino. La Masonería se sitúa en esa frontera viva: no
como una iglesia, sino como un camino de regeneración espiritual que conduce al
hombre hacia la contemplación del Gran Arquitecto del Universo.
Dentro
del templo masónico, lo sagrado no es una abstracción; se experimenta. Se
revela en el sonido del mazo sobre la piedra, en el orden armónico de las
luces, en la cadena de unión que recuerda que todos los hombres son parte de un
mismo espíritu. Allí el obrero se hace sacerdote de su propio templo interior,
y su trabajo cotidiano —pulir la piedra bruta— se transforma en un acto
litúrgico. Como enseñaba W.L. Wilmshurst, el masón no es un adorador de
símbolos, sino un artífice de su propio santuario interior. En esa labor reside
la sacralidad de la Orden.
Sin
embargo, afirmar que la Masonería es sagrada no implica declararla perfecta o
infalible; lo sagrado es vivo y dinámico, mientras que lo sacrosanto es rígido
y autorreferencial. Lo primero invita al hombre a ascender; lo segundo lo
inmoviliza. Por eso la Masonería debe permanecer abierta al diálogo interior y
exterior, capaz de reinterpretarse a la luz del tiempo sin perder su esencia.
Albert Pike lo expresaba con claridad al señalar que los templos masónicos son “laboratorios
del alma humana” y no “catedrales del dogma”.
En
la Logia, el silencio sustituye al credo, y la búsqueda reemplaza al mandato.
No existe en ella una verdad única que deba ser creída, sino un camino
simbólico que cada hermano recorre con su propia antorcha. Allí lo divino no se
impone, sino que se insinúa; no se revela por autoridad, sino por experiencia
interior. Esta dimensión la hace sagrada, porque nos pone en contacto con el
misterio, pero la libra de ser sacrosanta, porque no exige sometimiento.
Oswald
Wirth afirmaba que el templo masónico es un santuario de la conciencia
universal. En ese espacio simbólico, cada piedra tiene voz, cada signo tiene
memoria y cada palabra encarna una idea eterna. Pero el templo no exige
adoración: exige trabajo, estudio, silencio y luz. Esa es la diferencia
esencial entre una institución sagrada y una sacrosanta. La primera orienta al
alma hacia lo trascendente; la segunda se idolatra a sí misma.
La
Masonería, si permanece fiel a su espíritu, no se endiosa ni se absolutiza. Su
autoridad nace del símbolo, no del poder. Su fuerza radica en la discreción y
su verdad en el equilibrio. Lo sagrado que la anima no proviene de su estructura
administrativa, sino del impulso espiritual que la une con la tradición
primordial. Por eso, cuando el masón trabaja en su logia, lo hace sabiendo que
la verdadera consagración no se halla en los títulos ni en los ornamentos, sino
en la pureza de intención y en la claridad del corazón.
Decir
que la Masonería es sagrada más no sacrosanta es reconocer que su luz no busca
imponer, sino inspirar. Es aceptar que su poder no se ejerce sobre los hombres,
sino dentro de ellos. Es comprender que el rito, la palabra y el símbolo no son
instrumentos de dominio, sino medios de elevación. Así, la Orden se convierte
en una fraternidad que consagra la libertad y dignifica el pensamiento, uniendo
lo humano y lo divino en una sola obra de perfeccionamiento interior.
En
lo más profundo de su espíritu, la Masonería no pide fe, sino conciencia; no
impone verdad, sino busca comprensión; no exige obediencia ciega, sino
compromiso lúcido. Es sagrada porque hace visible el misterio del ser y porque
enseña que el verdadero templo está en el corazón del hombre. No es sacrosanta,
porque no pretende sustituir al misterio por una estructura ni a la divinidad
por una jerarquía.
La
Orden será sagrada mientras su propósito sea el de reconciliar al hombre con su
origen y su destino, mientras cada hermano, en silencio, levante su piedra con
amor, sabiendo que edifica no para la gloria de una institución, sino para la
gloria del Gran Arquitecto del Universo, pero dejará de serlo si alguna vez
confunde la santidad del trabajo con la santidad del poder.
La
Masonería no es un trono, es un taller; no es un dogma, es una senda. En ella,
el alma aprende a distinguir entre lo que debe venerar y lo que debe
trascender. Y cuando esa distinción se hace conciencia viva, la logia deja de
ser un recinto humano y se convierte en un espacio consagrado, donde el
espíritu del hombre y la sabiduría eterna se encuentran en un mismo acto de
luz.
Referencias
bibliográficas
Guénon, R.
(1962). Símbolos Fundamentales de la Ciencia Sagrada. Buenos Aires: Kier.
Pike, A.
(1871). Moral y Dogma del Rito Escocés Antiguo y Aceptado. Charleston: Supreme
Council, Southern Jurisdiction.
Wilmshurst,
W. L. (1922). El significado de la Masonería. Londres: Rider & Co.
Wirth, O.
(1931). El libro del Aprendiz. París: Dorbon-Aîné.
Eliade, M.
(1957). Lo sagrado y lo profano. Madrid: Guadarrama.

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