Se nos enseña, desde el primer contacto con la masonería,
que la fraternidad es uno de sus valores fundamentales. Se proclama en nuestros
rituales, se repite en nuestras planchas y se convierte en fórmula de saludo y
despedida. Sin embargo, cabe preguntarse con sinceridad: ¿Cómo se vive
realmente la fraternidad al interior de nuestras logias? ¿No corremos el riesgo
de convertirla en una palabra decorativa, elegante en el discurso, pero vacía
en la práctica cotidiana?
La fraternidad no es una simpatía superficial ni un
sentimiento espontáneo de afinidad. Es, en esencia, un acto ético radical:
exige reconocer al otro como portador de dignidad, incluso cuando su carácter
nos incomoda, su opinión nos contradice o sus defectos nos resultan evidentes.
En su raíz, la fraternidad es un ejercicio de trascendencia del ego, pues
implica dejar de lado la necesidad de tener siempre la razón, la tendencia a
competir o el impulso a descalificar al diferente.
No obstante, en muchos talleres lo que observamos es un
divorcio entre el discurso fraternal y la práctica efectiva. Se proclama la
fraternidad en las palabras rituales, pero se la niega en actitudes de
indiferencia, en silencios excluyentes o en críticas solapadas. Se habla del
amor fraternal como “cemento” que une nuestras piedras, pero se cultivan
rivalidades personales que terminan por agrietar los muros invisibles del
templo. Se aplauden planchas bellamente redactadas, mientras se ignoran las
necesidades materiales, emocionales o espirituales de los hermanos que las
escriben. Se celebra la unidad en los ágapes, mientras algunos se levantan de
la mesa sin haber sido escuchados ni integrados.
Esta incoherencia no es un asunto menor, vacía de sentido
la iniciación misma; porque si el templo no es un espacio real de fraternidad
vivida, se convierte en un teatro ritual, un lugar donde representamos símbolos
en vez de encarnarlos. Como advierte Oswald Wirth, “el símbolo que no se
vive se convierte en caricatura” -1931-. Una logia que pronuncia la palabra
de fraternidad, pero no la practica, traiciona el espíritu iniciático y
erosiona la credibilidad de toda la Orden, tanto hacia dentro como hacia la
sociedad profana.
Lo más grave es que esta brecha golpea con fuerza al aprendiz;
el recién iniciado llega con hambre de sentido, con la esperanza de hallar un
espacio distinto al mundo profano, con el corazón abierto para aprender y
transformarse; si lo que encuentra es un ambiente frío, donde los gestos
fraternos son mecánicos y no tocan lo humano, la semilla iniciática corre el
riesgo de secarse antes de germinar. Para el aprendiz, la fraternidad no es un
adorno: es el suelo sobre el cual puede crecer su trabajo interior. Cuando se
siente acogido y escuchado, aprende que la logia es un lugar seguro donde puede
compartir sus dudas y avanzar sin temor. Pero cuando percibe indiferencia o
rivalidades, su iniciación se trivializa y el mandil blanco deja de ser emblema
de pureza para convertirse en un simple uniforme.
El desarrollo masónico del aprendiz implica dimensiones
profundamente relacionadas con la fraternidad. En lo ético, aprende que no
basta con conocerse a sí mismo; debe reconocerse en el otro, ejercitando la
humildad y la empatía. En lo simbólico, descubre que la fraternidad es la
argamasa que une las piedras vivas del templo, que su propio trabajo no tiene
sentido aislado, sino que cobra valor en el entrelazamiento con los trabajos de
sus hermanos. En lo espiritual, la fraternidad le enseña a ver en el otro una
chispa del G••• A••• D••• U•••, comprendiendo que la masonería no es un club ni una academia, sino una
comunidad de sentido que refleja la unidad de la creación.
De ahí que el fracaso en practicar la fraternidad tenga
consecuencias directas: el aprendiz puede caer en la decepción, el escepticismo
o la indiferencia, perdiendo de vista la belleza del camino iniciático. Por el
contrario, una logia que encarna la fraternidad ofrece al aprendiz un laboratorio
vivo donde experimentar, desde el inicio, lo que significa trabajar en la
construcción del templo interior y colectivo. Como dijo Erich Fromm: “La
fraternidad comienza cuando el otro deja de ser una amenaza y se convierte en
parte esencial de mi destino” -1956-. Y es precisamente este aprendizaje
—ver al otro como destino compartido— lo que da sentido al primer grado. Si el aprendiz
no encuentra en la fraternidad una vivencia real, difícilmente podrá ascender
con autenticidad a grados superiores.
La fraternidad auténtica exige más que palabras. Supone
cuidar al hermano que se aísla, tender la mano antes de que sea pedida,
corregir sin humillar, escuchar sin prisa, disentir sin romper. Es estar
presente en el dolor del otro, incomodarse por su sufrimiento, alegrarse de su
progreso como si fuera propio. Pero esto solo es posible si asumimos la
fraternidad como disciplina constante contra nuestro ego. Wilmshurst recordaba
que “la fraternidad masónica no es una sociedad de iguales perfectos, sino
un taller de almas en proceso de perfección mutua” -1922- Así, el aprendiz
entiende que no se le pide encontrar hermanos perfectos, sino aprender a crecer
junto a otros imperfectos, en un ejercicio de paciencia, humildad y
perseverancia. Esa es la verdadera escuela iniciática.
Si no queremos que nuestras logias se conviertan en
clubes sociales con ropaje ritual, debemos atrevernos a mirar de frente esta
incoherencia. La fraternidad no puede ser un lema vacío ni una máscara cómoda;
debe ser la piedra angular sobre la que se edifique todo el trabajo iniciático.
Y esto exige valentía: valentía para reconocer que muchas veces hemos fallado,
valentía para corregir nuestras actitudes y valentía para practicar, en lo
pequeño y lo cotidiano, aquello que proclamamos en lo solemne y ritual.
Al final, el desarrollo masónico del aprendiz no depende
de la cantidad de símbolos que memorice ni de la perfección con que ejecute los
rituales, sino de la experiencia viva de haber encontrado una fraternidad real.
Porque no será juzgado —ni él ni nosotros— por la belleza de nuestros
discursos, sino por la verdad de nuestra fraternidad vivida; por haber hecho
del templo un hogar del espíritu y no un escenario; por haber sido capaces de
ver en cada hermano no un rival ni un extraño, sino una parte esencial de
nuestra propia obra inacabada. Tal vez por eso pueda decirse que la fraternidad
es, para el aprendiz, la verdadera “palabra perdida”: una palabra que no
se busca en los libros ni en los rituales, sino en la vivencia concreta del
vínculo que nos une. Solo cuando la logia se convierte en taller vivo de
fraternidad, el aprendiz comienza a transitar de verdad el camino de la
construcción interior, convirtiéndose no en espectador de un teatro simbólico,
sino en obrero de la Obra eterna.
Referencias bibliográficas
Fromm, Erich. El arte de amar. México: Fondo de Cultura
Económica, 1956.
Wilmshurst, Walter Leslie. El Significado de la
Masonería. Londres: Rider & Co., 1922.
Wirth, Oswald. El simbolismo hermético en sus relaciones
con la alquimia y la masonería. París: Dervy, 1931.
Boucher, Jules. La simbología Masónica. París: Dervy,
1948.