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martes, 16 de septiembre de 2025

LA FRATERNIDAD: ENTRE EL DISCURSO Y LA PRÁCTICA Y SUS IMPLICACIONES EN EL DESARROLLO MASÓNICO DEL APRENDIZ


Se nos enseña, desde el primer contacto con la masonería, que la fraternidad es uno de sus valores fundamentales. Se proclama en nuestros rituales, se repite en nuestras planchas y se convierte en fórmula de saludo y despedida. Sin embargo, cabe preguntarse con sinceridad: ¿Cómo se vive realmente la fraternidad al interior de nuestras logias? ¿No corremos el riesgo de convertirla en una palabra decorativa, elegante en el discurso, pero vacía en la práctica cotidiana?

La fraternidad no es una simpatía superficial ni un sentimiento espontáneo de afinidad. Es, en esencia, un acto ético radical: exige reconocer al otro como portador de dignidad, incluso cuando su carácter nos incomoda, su opinión nos contradice o sus defectos nos resultan evidentes. En su raíz, la fraternidad es un ejercicio de trascendencia del ego, pues implica dejar de lado la necesidad de tener siempre la razón, la tendencia a competir o el impulso a descalificar al diferente.

No obstante, en muchos talleres lo que observamos es un divorcio entre el discurso fraternal y la práctica efectiva. Se proclama la fraternidad en las palabras rituales, pero se la niega en actitudes de indiferencia, en silencios excluyentes o en críticas solapadas. Se habla del amor fraternal como “cemento” que une nuestras piedras, pero se cultivan rivalidades personales que terminan por agrietar los muros invisibles del templo. Se aplauden planchas bellamente redactadas, mientras se ignoran las necesidades materiales, emocionales o espirituales de los hermanos que las escriben. Se celebra la unidad en los ágapes, mientras algunos se levantan de la mesa sin haber sido escuchados ni integrados.

Esta incoherencia no es un asunto menor, vacía de sentido la iniciación misma; porque si el templo no es un espacio real de fraternidad vivida, se convierte en un teatro ritual, un lugar donde representamos símbolos en vez de encarnarlos. Como advierte Oswald Wirth, “el símbolo que no se vive se convierte en caricatura” -1931-. Una logia que pronuncia la palabra de fraternidad, pero no la practica, traiciona el espíritu iniciático y erosiona la credibilidad de toda la Orden, tanto hacia dentro como hacia la sociedad profana.

Lo más grave es que esta brecha golpea con fuerza al aprendiz; el recién iniciado llega con hambre de sentido, con la esperanza de hallar un espacio distinto al mundo profano, con el corazón abierto para aprender y transformarse; si lo que encuentra es un ambiente frío, donde los gestos fraternos son mecánicos y no tocan lo humano, la semilla iniciática corre el riesgo de secarse antes de germinar. Para el aprendiz, la fraternidad no es un adorno: es el suelo sobre el cual puede crecer su trabajo interior. Cuando se siente acogido y escuchado, aprende que la logia es un lugar seguro donde puede compartir sus dudas y avanzar sin temor. Pero cuando percibe indiferencia o rivalidades, su iniciación se trivializa y el mandil blanco deja de ser emblema de pureza para convertirse en un simple uniforme.

El desarrollo masónico del aprendiz implica dimensiones profundamente relacionadas con la fraternidad. En lo ético, aprende que no basta con conocerse a sí mismo; debe reconocerse en el otro, ejercitando la humildad y la empatía. En lo simbólico, descubre que la fraternidad es la argamasa que une las piedras vivas del templo, que su propio trabajo no tiene sentido aislado, sino que cobra valor en el entrelazamiento con los trabajos de sus hermanos. En lo espiritual, la fraternidad le enseña a ver en el otro una chispa del G A D U, comprendiendo que la masonería no es un club ni una academia, sino una comunidad de sentido que refleja la unidad de la creación.

De ahí que el fracaso en practicar la fraternidad tenga consecuencias directas: el aprendiz puede caer en la decepción, el escepticismo o la indiferencia, perdiendo de vista la belleza del camino iniciático. Por el contrario, una logia que encarna la fraternidad ofrece al aprendiz un laboratorio vivo donde experimentar, desde el inicio, lo que significa trabajar en la construcción del templo interior y colectivo. Como dijo Erich Fromm: “La fraternidad comienza cuando el otro deja de ser una amenaza y se convierte en parte esencial de mi destino” -1956-. Y es precisamente este aprendizaje —ver al otro como destino compartido— lo que da sentido al primer grado. Si el aprendiz no encuentra en la fraternidad una vivencia real, difícilmente podrá ascender con autenticidad a grados superiores.

La fraternidad auténtica exige más que palabras. Supone cuidar al hermano que se aísla, tender la mano antes de que sea pedida, corregir sin humillar, escuchar sin prisa, disentir sin romper. Es estar presente en el dolor del otro, incomodarse por su sufrimiento, alegrarse de su progreso como si fuera propio. Pero esto solo es posible si asumimos la fraternidad como disciplina constante contra nuestro ego. Wilmshurst recordaba que “la fraternidad masónica no es una sociedad de iguales perfectos, sino un taller de almas en proceso de perfección mutua” -1922- Así, el aprendiz entiende que no se le pide encontrar hermanos perfectos, sino aprender a crecer junto a otros imperfectos, en un ejercicio de paciencia, humildad y perseverancia. Esa es la verdadera escuela iniciática.

Si no queremos que nuestras logias se conviertan en clubes sociales con ropaje ritual, debemos atrevernos a mirar de frente esta incoherencia. La fraternidad no puede ser un lema vacío ni una máscara cómoda; debe ser la piedra angular sobre la que se edifique todo el trabajo iniciático. Y esto exige valentía: valentía para reconocer que muchas veces hemos fallado, valentía para corregir nuestras actitudes y valentía para practicar, en lo pequeño y lo cotidiano, aquello que proclamamos en lo solemne y ritual.

Al final, el desarrollo masónico del aprendiz no depende de la cantidad de símbolos que memorice ni de la perfección con que ejecute los rituales, sino de la experiencia viva de haber encontrado una fraternidad real. Porque no será juzgado —ni él ni nosotros— por la belleza de nuestros discursos, sino por la verdad de nuestra fraternidad vivida; por haber hecho del templo un hogar del espíritu y no un escenario; por haber sido capaces de ver en cada hermano no un rival ni un extraño, sino una parte esencial de nuestra propia obra inacabada. Tal vez por eso pueda decirse que la fraternidad es, para el aprendiz, la verdadera “palabra perdida”: una palabra que no se busca en los libros ni en los rituales, sino en la vivencia concreta del vínculo que nos une. Solo cuando la logia se convierte en taller vivo de fraternidad, el aprendiz comienza a transitar de verdad el camino de la construcción interior, convirtiéndose no en espectador de un teatro simbólico, sino en obrero de la Obra eterna.

 

 

Referencias bibliográficas

Fromm, Erich. El arte de amar. México: Fondo de Cultura Económica, 1956.

Wilmshurst, Walter Leslie. El Significado de la Masonería. Londres: Rider & Co., 1922.

Wirth, Oswald. El simbolismo hermético en sus relaciones con la alquimia y la masonería. París: Dervy, 1931.

Boucher, Jules. La simbología Masónica. París: Dervy, 1948.


martes, 9 de septiembre de 2025

LA IGUALDAD EN EL MARCO DE LAS DIFERENCIAS SOCIO-POLÍCAS, ECONÓMICAS, Y RELIGIOSAS EN LA LOGIA DE APRENDIZ MASÓN


 Uno de los principios más altos que proclama la masonería es el de la igualdad, se nos dice que en logia todos somos iguales, que no hay rangos profanos, que las distinciones sociales se disuelven al abrigo del mandil blanco, y que las diferencias ideológicas no deben romper la armonía fraterna; sin embargo, afirmar no es realizar, proclamar no es encarnar. ¿somos verdaderamente iguales al interior de la logia o cultivamos, muchas veces de forma sutil, nuevas jerarquías bajo la apariencia del simbolismo?

El templo masónico, en su concepción ideal, es un espacio sagrado donde los hombres y las mujeres se reúnen como obreros de un mismo edificio espiritual, pero cada uno llega con una carga que no desaparece mágicamente al cruzar la puerta del taller: diferencias de clase, de poder adquisitivo, de nivel educativo, de convicciones políticas, de fe religiosa o agnosticismo. Estas diferencias no son obstáculo en sí mismas, el problema comienza cuando, consciente o inconscientemente, se establecen mecanismos simbólicos y sociales que refuerzan jerarquías, privilegios o exclusiones que contradicen los valores que decimos honrar.

Seamos honestos: ¿Qué sucede cuando un hermano humilde, de escasa formación académica, intenta expresar su interpretación del símbolo con palabras sencillas? ¿Es escuchado con la misma atención que aquel que habla desde la elocuencia retórica o el capital cultural? ¿Y qué ocurre cuando un hermano expresa una posición política que no es compartida por la mayoría? ¿Se respeta su voz o se le aísla con silencios cargados de desaprobación? ¿Y aquel que profesa una fe minoritaria o un pensamiento filosófico divergente, es acogido con la misma calidez que el que representa una ortodoxia no escrita?

Muchas logias, en lugar de ser laboratorios de fraternidad radical, reproducen –de forma simbólicamente maquillada– los sistemas de dominación del mundo profano; se valora más el rango que la virtud, más el título académico que la sabiduría interior, más la capacidad oratoria que el testimonio ético; se escucha más al que tiene, que al que vive con austeridad; se considera más normal al que calla y se adapta, que al que piensa con libertad y compromiso.

Esta situación es peligrosa no sólo por su contradicción con los principios de la Orden, sino porque vacía de contenido la iniciación misma. ¿De qué sirve el rito si no transforma el modo en que nos relacionamos entre nosotros? ¿Qué sentido tiene pulir la piedra bruta si no somos capaces de reconocer la dignidad plena del hermano que piensa distinto, cree distinto, vive distinto?

La igualdad masónica no puede ser entendida como una consigna abstracta o como un estado ceremonial limitado a los trabajos rituales, debe ser un ejercicio cotidiano de despojo del ego, de la soberbia y del prejuicio; igualdad no significa que todos sean iguales en forma, sino que todos merecen igual dignidad, igual respeto e igual derecho a construir el templo simbólico desde su experiencia única.

Como señaló Albert Pike, “no hay distinción real entre los hombres más allá de la virtud. El único rango que debe respetarse en logia es el del trabajo y la integridad” (Moral y Dogma, 1871, p. 65). Esta afirmación debería ser el fundamento de nuestra vida masónica. No el linaje, no la riqueza, no el capital cultural, sino la fidelidad al deber, al símbolo y al silencio fecundo.

La logia debe ser, en el mundo contemporáneo, un espacio contrahegemónico, donde se combatan activamente los privilegios heredados del mundo profano. No basta con declarar la igualdad: hay que construirla, y, esa construcción exige autocrítica constante, vigilancia ética y una pedagogía fraterna que eleve a todos, sin excluir a nadie.

Como recordaba René Guénon, “una verdadera iniciación no puede separarse del ejercicio de una justicia profunda, que reconozca en todo ser humano una chispa del principio” -Ideas sobre la Iniciación, 1946, p. 103-. No hay justicia sin igualdad espiritual, no hay fraternidad sin respeto real por las diferencias y no hay libertad si hay privilegios ocultos bajo las apariencias del ritual.

¿Estamos dispuestos a dejar de lado nuestras preferencias ideológicas y creencias personales para escuchar con humildad a quien piensa distinto? ¿Estamos dispuestos a revisar nuestras prácticas para detectar allí donde hemos instaurado castas simbólicas, clericalismos laicos o tribunas de poder? ¿Estamos listos para que nuestras logias sean no sólo laboratorios de palabra ritual, sino verdaderos talleres de justicia fraterna?

La masonería se engrandece cuando es coherente, y es coherente cuando actúa desde sus principios, no cuando los convierte en meras fórmulas; ser iguales en logia no es fácil, implica renuncias, especialmente a la superioridad disfrazada de corrección, al paternalismo revestido de sabiduría y al elitismo que se disfraza de tradición.

El verdadero trabajo masónico del siglo XXI no consiste en conservar una forma, sino en reavivar el espíritu que dio origen a esa forma: el espíritu de libertad interior, de fraternidad sin distinción, de igualdad no declarada sino vivida; que cada mandil blanco nos recuerde que no somos más que servidores en una obra común; que cada palabra dicha en logia sea medida no por su forma, sino por su intención y su verdad; que cada diferencia sea asumida no como amenaza, sino como posibilidad y que el templo se siga construyendo no con piedras idénticas, sino con piedras diversas, unidas por el cemento invisible del respeto mutuo, la justicia activa y el amor fraternal.

Para el aprendiz, que se encuentra en el umbral de su camino iniciático, esta problemática no es secundaria, marca su comprensión del templo que comienza a habitar y del espíritu de la orden que se le ha confiado.

Cuando un aprendiz percibe que, más allá de los rituales, se toleran o incluso se reproducen desigualdades de trato o de valoración según el origen social, la capacidad de expresión o las convicciones personales, su proceso iniciático puede verse profundamente dañado. El taller, que debía ser refugio de equidad y escuela de transformación, se vuelve espacio ambiguo, donde el discurso y la práctica divergen.

Frente a ello, el aprendiz necesita desarrollar una conciencia crítica que no se confunda con rebeldía profana, pero que sí cultive una vigilancia ética permanente. Su trabajo sobre la piedra bruta no puede limitarse a lo simbólico, como complemento, debe incluir el reconocimiento de las estructuras internas –visibles o veladas– que impiden la igualdad fraterna.

Es justamente desde su aparente debilidad –la humildad del que comienza– que el aprendiz tiene la fuerza para recordar a la logia su deber esencial: ser espacio de acogida para todas las luces, por tenues que sean. Su silencio ritual no debe convertirse en silencio cómplice, su observación no debe devenir indiferencia, su escucha debe estar acompañada de una voluntad interior de rectificación, pues como enseñaba Oswald Wirth, “toda iniciación verdadera exige una lucha interior contra las apariencias engañosas” -La Masonería hecha Inteligible, 1922, p. 47-.

La igualdad masónica, por tanto, debe ser la primera experiencia vivida del aprendiz, si se espera que en su ascenso por la escalera simbólica no sólo acumule grados, sino también una conciencia justa, solidaria y transformadora.

 

Referencias bibliográficas:

Guénon, René. Ideas Sobre la Iniciación. París: Gallimard, 1946.

Pike, Albert. Moral y dogma del Antiguo y Aceptado Rito Escocés de la Masonería. Charleston: Supreme Council, 1871.

Wirth, Oswald. La Masonería hecha Inteligible. París: Dervy, 1922.

Boucher, Jules. La simbología Masónica. París: Dervy, 1948.


martes, 2 de septiembre de 2025

LA LIBERTAD DE EXPRESIÓN Y LA UNIÓN FRATERNA EN LA LOGIA Y SUS IMPLICACIONES EN LA VIDA DEL APRENDIZ MASÓN

 

La masonería se proclama como una escuela de hombres libres, donde la libertad de pensamiento y expresión se constituyen en pilares fundamentales del trabajo iniciático. Esta afirmación, sin embargo, debe ser constantemente examinada a la luz de la práctica concreta en nuestros talleres. Porque más allá de las declaraciones solemnes, lo que revela el verdadero estado espiritual de una logia es su capacidad de acoger, respetar y procesar la diferencia.

Hablar de libertad de expresión en un contexto iniciático no es simplemente una cuestión de permitir que cada quien diga lo que piensa, se trata de generar un ambiente ritual y fraterno donde la palabra no esté condicionada por el temor, el juicio o la censura. Una palabra masónica auténtica brota del silencio interior y se expresa con respeto, pero también con sinceridad y profundidad, cuando esta palabra es domesticada por el miedo al disenso o por estructuras jerárquicas cerradas, la logia corre el riesgo de convertirse en un espacio de repetición vacía.

La diversidad de interpretaciones sobre símbolos, rituales y funciones masónicas no debe ser vista como amenaza, sino como riqueza; una logia viva no es aquella donde todos piensan igual, sino donde cada voz contribuye a la construcción simbólica del templo con su propia piedra, cada punto de vista ofrece una faceta distinta del misterio y es justamente en el entretejido de esas miradas donde se enriquece el sentido iniciático. El silencio ritual no es represión del pensamiento, sino contención sagrada que da valor y sentido a la palabra, pero cuando ese silencio se vuelve imposición o autocensura, se vacía de su función y se transforma en cómplice de una cultura de obediencia pasiva.

Pensar diferente, desde el respeto, es un acto de fidelidad a la verdad y a la conciencia masónica; no es rebeldía ni irreverencia, sino expresión del principio iniciático que nos enseña que el camino a la luz se transita con lucidez crítica, no con sumisión. Como lo advertía Walter Leslie Wilmshurst, la Masonería pierde su vitalidad espiritual cuando se convierte en una estructura formalista y repetitiva, más preocupada por la ortodoxia externa que por la vivencia interna -El Significado de la Masonería, 1922-.

La fraternidad verdadera no se basa en la uniformidad del pensamiento, sino en el compromiso de convivir, reflexionar y trabajar con quienes pueden mirar el símbolo desde otro ángulo; el conflicto no es el problema, sino la manera como lo abordamos, una logia madura acoge el conflicto como oportunidad de crecimiento, mientras que una logia inmadura lo niega, lo reprime o lo etiqueta como desorden.

 La observancia masónica no debería ser utilizada como instrumento de exclusión intelectual, más bien, ha de ser un marco abierto donde florezca la interpretación libre, la búsqueda simbólica personal y el diálogo constructivo. Cuando se teme a la voz que interroga o se margina al hermano que interpreta de manera diferente, no estamos protegiendo la tradición, sino fosilizándola, recordemos que la tradición no es un conjunto de verdades estáticas, sino una corriente viva que se actualiza en cada conciencia que la asume con autenticidad.

René Guénon nos recuerda que el símbolo no se agota en una sola lectura, y que cada interpretación válida es un reflejo de una verdad más profunda -Ideas sobre la iniciación, 1946. Esto implica que el espacio masónico debe estar siempre abierto a nuevas comprensiones, sin que ello implique relativismo, sino una fidelidad dinámica al espíritu iniciático.

Quien plantea una lectura crítica y documentada del rito, una interpretación simbólica personal o una inquietud sobre las prácticas institucionales no traiciona al rito, a las autoridades masónicas debidamente constituidas y, mucho menos a la masonería, sino que las honra desde la libertad responsable. El hermano que calla su pensamiento por miedo a la exclusión, a la burla o al juicio no está en condiciones de pulir su piedra, porque se le ha negado la herramienta más básica: la palabra.

En este camino de búsqueda interior y colectiva, el aprendiz masón aprende que la unidad no significa uniformidad; al contrario, la verdadera fraternidad se forja en la capacidad de permanecer unidos aún en la diferencia; en el templo simbólico que construimos, cada piedra es distinta, cada hermano aporta desde su historia, su cosmovisión, su sensibilidad y su comprensión del símbolo. Las diferencias cognitivas no deben ser vistas como obstáculos, sino como manifestaciones legítimas de la diversidad humana y espiritual que nutre el taller.

El aprendiz, en su humildad formativa, no está llamado a competir por tener la razón ni a imponer su visión sobre los demás, sino a escuchar con apertura, a hablar con prudencia, y a integrarse fraternalmente al trabajo colectivo; es en esa actitud de apertura serena donde se cultiva el espíritu masónico auténtico: no el de la dogmática ni el de la obediencia ciega, sino el de la búsqueda compartida.

El verdadero lazo de unión entre los masones no es la coincidencia de opiniones, sino la voluntad común de crecer, de construir, de perfeccionarse juntos. En palabras de Jules Boucher, “la unidad masónica no reside en pensar todos lo mismo, sino en trabajar todos hacia lo mismo: el mejoramiento del hombre y de la humanidad” -La simbología masónica, 1948, p. 167-. Por eso, incluso cuando dos hermanos discrepan en su interpretación del símbolo, deben recordar que sus herramientas apuntan a la misma obra: el templo interior del alma y el templo colectivo de la fraternidad.

En la logia, el aprendiz debe aprender a sostener el equilibrio entre su derecho a pensar con libertad y su deber de respetar al otro. Esta es una de las enseñanzas éticas más sutiles del grado: la convivencia fraterna con quienes piensan distinto, sin que eso rompa el lazo de respeto ni el sentido de pertenencia. Las columnas del templo se sostienen mutuamente, a pesar de sus formas diversas; del mismo modo, los hermanos deben sostenerse unos a otros en la diversidad de sus comprensiones.

La armonía masónica no es la ausencia de conflicto, sino la presencia del amor fraternal que permite superar el conflicto con dignidad, inteligencia y respeto. En ese espíritu, el aprendiz comienza a comprender que la verdadera iniciación no es sólo hacia el conocimiento, sino hacia la comunión con el otro. Que no se trata de tener la palabra final, sino de construir juntos un lenguaje común desde la diferencia.

Sólo así la logia se convierte en verdadero taller de hombres libres y de buenas costumbres: cuando en su interior pueden convivir múltiples voces, múltiples visiones, múltiples formas de amar el símbolo. Y cuando a pesar de todo, nos seguimos llamando, con convicción profunda: “Mi Querido Hermano”.

Como enseñaba Albert Pike, “el verdadero aprendiz no es aquel que repite palabras rituales, sino aquel que ha comprendido que la única arquitectura duradera es la del alma que busca la verdad, la justicia y la fraternidad” (Moral y Dogma, 1871). Esa búsqueda sólo puede sostenerse en un ambiente donde la libertad de pensamiento no sea una consigna vacía, sino una práctica cotidiana y fraterna.

 

Referencias bibliográficas:

Boucher, Jules. La simbología masónica. París: Dervy, 1948.

Guénon, René. Ideas sobre la iniciación. París: Gallimard, 1946.

Pike, Albert. Moral y Dogma del Antiguo y Aceptado Rito Escocés de la Masonería. Charleston: Supreme Council, 1871.

Wilmshurst, W.L. El Significado de la Masonería. Londres: Rider & Co., 1922.


lunes, 25 de agosto de 2025

LIBERTAD, IGUALDAD Y FRATERNIDAD EN LA VIDA DEL APRENDIZ MASÓN

 


En el umbral del templo, allí donde la luz apenas comienza a despuntar y el silencio inicia su trabajo de interiorización, el aprendiz masón es recibido con tres palabras que resuenan con fuerza universal: libertad, igualdad y fraternidad. Estas no son simplemente lemas heredados de una revolución política; tampoco son fórmulas retóricas o consignas vacías. En el contexto iniciático de la masonería, estos tres principios constituyen una verdadera trinidad simbólica, un eje ético y espiritual, y una promesa de regeneración personal y colectiva. En la vida del aprendiz, su comprensión y encarnación forman parte esencial del trabajo que ha de realizar sobre sí mismo y en el mundo.

La libertad masónica no se concibe como licencia o simple autodeterminación. Se trata de la capacidad adquirida de gobernarse a sí mismo conforme a la razón iluminada por la conciencia. Libertad no es hacer lo que se desea, sino desear lo que corresponde al orden moral y al bien común. El masón no es libre por naturaleza, se hace libre al emanciparse de la ignorancia, de los prejuicios, de los instintos desordenados y de los poderes externos que esclavizan la voluntad. La iniciación es, por ello, un acto de liberación, el paso de las tinieblas de la inconsciencia a la luz del conocimiento. Como señala René Guénon, “la verdadera iniciación implica una ruptura con el estado profano; es una muerte simbólica que libera al ser de sus ataduras inferiores para conducirlo al plano del espíritu” - Ideas sobre La Iniciación, 1946, p. 81-. En este sentido, la libertad del aprendiz es fruto de un trabajo ascético, de una conquista interior que se expresa en el dominio de sí mismo y en la coherencia ética de su obrar. Como subraya Albert Pike: “la libertad no se concede; se conquista mediante la educación del alma y el dominio de sí mismo” -Moral y Dogma, 1871, p. 38-.

Pero la libertad no puede realizarse plenamente sin la igualdad, entendida no como nivelación mecánica, sino como reconocimiento de la dignidad esencial de todo ser humano. En la logia, todos los masones se encuentran sobre el mismo nivel, independientemente de su origen, credo, oficio o condición social. Esta horizontalidad ritual expresa una verdad espiritual: que todos los seres humanos participan del mismo principio divino, y que las diferencias contingentes no anulan la igualdad ontológica de los individuos. La igualdad masónica, lejos de ser una utopía política, es una afirmación metafísica, como escribe Oswald Wirth: “el respeto por el ser humano como templo del espíritu es la base de la verdadera igualdad, que no destruye las jerarquías naturales, sino que ennoblece todas las funciones” -el simbolismo masónico, 1927, p. 114-. Desde la perspectiva del árbol de la vida cabalístico, todos los hombres son chispas de la misma fuente inefable, y por ello la igualdad masónica implica despojarse del orgullo, del poder mundano y del ego competitivo, para mirar al otro como un espejo del alma que también debe ser pulida. En el plano social, este principio exige al aprendiz convertirse en testigo activo contra cualquier forma de exclusión o discriminación. No en vano José Martí, masón y libertador del espíritu, afirmaba: “con todos y para el bien de todos” -Martí, obras completas, 1891, p. 14-.

La tercera columna de este triángulo ético es la Fraternidad, quizá la más profunda y la más exigente, no hay fraternidad sin libertad interior ni sin respeto por la igualdad; pero la fraternidad va más allá: supone un vínculo espiritual, un compromiso afectivo y una responsabilidad concreta hacia el otro; el masón no solo reconoce al otro como igual, sino que se compromete a amarlo como hermano, es decir, como parte viva de su mismo ser. Esta fraternidad no es un simple sentimiento de simpatía; es un principio operativo que exige empatía, solidaridad y, en ocasiones, sacrificio. La fraternidad masónica es, en última instancia, una manifestación del amor, entendido como fuerza cósmica que unifica lo diverso, reconcilia lo dividido y restablece la unidad perdida. Jules Boucher lo expresa con claridad: “Estos tres principios son, en realidad, las claves del desarrollo integral del iniciado. No hay progreso iniciático sin liberación interior, sin conciencia de la unidad y sin amor universal” -La Simbología Masónica, 1948, p. 138-.

En el plano esotérico, estos tres principios pueden comprenderse como tres fases del proceso iniciático: la libertad corresponde al despertar del espíritu que se libera de las cadenas de la materia; la igualdad corresponde al reconocimiento de la unidad del ser en todos los seres, superando la ilusión de la separación; y la fraternidad representa la reintegración activa del individuo en la comunidad espiritual y en el orden cósmico. En el plano socio-político, estos ideales adquieren también una dimensión de resistencia y de propuesta. En un mundo donde la libertad es sacrificada al control, donde la igualdad se reduce a formalismos vacíos y donde la fraternidad se disuelve en el individualismo, el aprendiz masón está llamado a ser testimonio viviente de estos principios. No puede refugiarse en la logia como quien huye del mundo, sino que debe trabajar en él como constructor de un orden más justo, más libre y más fraterno. La iniciación no es evasión, sino implicación ética. Como advierte W.L. Wilmshurst: “La iniciación no es un fin en sí misma, sino un medio para transformar al hombre en agente activo de la Voluntad divina en el mundo” -El Significado de La Masonería, 1922, p. 103-.

Por eso, el aprendiz debe aprender que cada gesto ético, cada acto de escucha, cada palabra sincera, cada decisión tomada con justicia, es una forma concreta de encarnar la libertad, la igualdad y la fraternidad. La masonería, en su esencia, no busca crear sabios aislados, sino Hermanos capaces de irradiar luz en medio de la oscuridad. El trabajo sobre la piedra bruta no se limita al ámbito interior, sino que busca generar una transformación profunda que, desde el individuo, alcance al tejido mismo de la sociedad. De ahí que la triada masónica, en su dimensión social, sea también un compromiso político: no partidista, sino profundamente humano, un llamado a la construcción de una sociedad más justa, donde la libertad no sea privilegio, la igualdad no sea retórica y la fraternidad no sea ilusión.

En conclusión, libertad, igualdad y fraternidad son principios estructurantes de la vida masónica, no solo como ideales abstractos, sino como caminos existenciales que configuran el ser del aprendiz. En su dimensión simbólica, ética, espiritual y social, constituyen los tres peldaños fundamentales que el iniciado debe recorrer para elevarse como constructor consciente de su templo interior y como servidor silencioso del bien común. En su fidelidad a estos principios reside no solo la autenticidad de su camino iniciático, sino también la posibilidad de ofrecer al mundo una esperanza encarnada de transformación y de paz.

Pero más allá de toda teoría, el deber del aprendiz consiste en traducir estos principios a la obra de cada día: pulir su piedra bruta con perseverancia, vencer el ruido de sus pasiones con el silencio fecundo, aprender a escuchar al hermano y a reconocer en él la chispa de la misma luz, resistir con dignidad a todo aquello que degrade la condición humana, y ser testimonio viviente de que la libertad se conquista en la disciplina, la igualdad se vive en la humildad y la fraternidad se encarna en el servicio. Ese es su deber esencial: trabajar sin descanso en sí mismo para que, en el momento oportuno, pueda contribuir a la edificación de un mundo más justo, más libre y más fraterno, bajo la mirada del Gran Arquitecto Del Universo.

 

 Bibliografía

 Boucher, Jules. El Simbolismo Masónico. París: Dervy-Livres, 1948.

Guénon, René. Ideas Sobre La Iniciación. París: Éditions Traditionnelles, 1946.

Martí, José. Obras Completas. La Habana: Editorial de Ciencias Sociales, 1891.

Pike, Albert. Moral y Dogma del Rito Escocés Antiguo y Aceptado. Charleston: Supreme Council, 1871.

Wilmshurst, W.L. El Significado de La Masonería. London: Rider & Co., 1922.

Wirth, Oswald. El simbolismo masónico. Buenos Aires: Kier, 1927.




martes, 19 de agosto de 2025

RELACIONES EXISTENTES ENTRE LAS COLUMNAS DE LA FUERZA Y DE LA BELLEZA CON EL SEGUNDO VIGILANTE

 


Este es el cuarto trabajo de cinco, donde pretendo, desde una profundidad académica y bibliográficamente documentada, hacer claridad sobre las relaciones existentes entre las tres luces -sabiduría, fuerza y belleza- con los Dignatarios del Taller -venerable maestro, primer vigilante y segundo vigilante- como también con los órdenes arquitectónicos clásicos -jónico, dórico y corintio. -

 

El templo masónico, imagen visible de un orden invisible, se erige sobre tres columnas que representan principios cósmicos y éticos: sabiduría, fuerza y belleza. Cada una no sólo sostiene la estructura del taller, sino que también constituye un aspecto esencial del alma en formación. La columna de la belleza, tradicionalmente custodiada por el segundo vigilante, representa la armonía que nace del equilibrio entre la sabiduría que traza el plan y la fuerza que lo ejecuta. el segundo vigilante, desde su sitial en el sur, en el cenit del sol, preside el momento más pleno de la luz, allí donde la forma se muestra en todo su esplendor. Es el guardián del mediodía simbólico, el tiempo de la madurez, del arte, de la realización.

Sin embargo, esa belleza que le corresponde no puede existir sin el soporte previo y permanente de la fuerza. La piedra que embellece ha debido ser previamente extraída con trabajo riguroso, y todo ello pertenece al campo de acción de la fuerza. De allí que la relación entre el segundo vigilante y la columna de la fuerza no sea secundaria ni accidental, sino profundamente estructural. Jules Boucher[1] expresa esta interdependencia al afirmar que “la Belleza no es mero adorno, sino la armonía de las fuerzas contenidas” -El Simbolismo Masónico-. El segundo vigilante, aunque no representa directamente a la fuerza, la canaliza en un plano más elevado: la transforma en ritmo, proporción y equilibrio.

Si el primer vigilante representa la fuerza que estructura la obra, el segundo es la belleza que inspira, que suaviza, que conduce con dulzura al aprendiz por la senda de la disciplina sin autoritarismo, sin servilismo. Así, el aprendiz no es un mero ejecutor de órdenes, sino un creador incipiente, un obrero de sí mismo que comienza a descubrir que el templo no se edifica fuera, sino en las dimensiones interiores de su ser.

La dirección del segundo vigilante no es rígida ni unívoca. Es, como lo enseñan los antiguos misterios, una conducción pedagógica del alma, un acompañamiento silencioso, que observa los símbolos que despiertan al neófito, que le muestra sin imponer, que le da herramientas sin construir por él. Como un instructor que vela por el crecimiento espiritual, permite el error para que nazca la corrección, permite la confusión para que surja el entendimiento.

 Manly Palmer Hall[2] enseña que “la belleza es la coronación de la acción sabia y fuerte; el aprendiz la manifiesta cuando su fuerza está guiada por la inteligencia y suavizada por la sensibilidad” -las enseñanzas secretas de todos los tiempos-. En este sentido, el segundo vigilante, mientras custodia la belleza, continúa necesitando la fuerza, no ya como potencia bruta, sino como energía refinada, como ímpetu que se somete a la proporción.

El sur, lugar simbólico donde se asienta este oficial, es también el punto donde el sol brilla en su máxima plenitud. No hay sombras en su hora; todo está expuesto, revelado, manifestado. Es el dominio de la belleza porque allí la obra comienza a verse. Sin embargo, no hay manifestación que no haya sido sostenida por una raíz invisible: la fuerza. Oswald Wirth[3] advierte que “fuerza y belleza no pueden oponerse sin destruir el equilibrio del templo. La belleza es el rostro visible de una fuerza que ha sido contenida, modelada y ofrecida” -El Simbolismo Masónico-. El segundo vigilante, en su vigilancia sobre los aprendices, vela por que esta alquimia se cumpla: que la energía no se disuelva en dispersión, ni que la forma pierda su vitalidad.

Albert G. Mackey[4] también indica que “El segundo vigilante, asociado con la belleza, debe supervisar la plena luz de los resultados del trabajo. Sin embargo, la belleza no puede sostenerse a menos que la fuerza la sostenga.” -Enciclopedia de la Francmasonería-. Así, el segundo vigilante se convierte en mediador entre la manifestación y la potencia que la sostiene. Él no sólo transmite enseñanzas: instruye a los obreros para que no olviden que la belleza, si no se apoya en la fuerza, se convierte en ilusión frágil, y que la fuerza, sin la belleza, permanece incompleta, incapaz de revelarse.

En el plano esotérico, podemos decir que el segundo vigilante representa la entrada del alma en la gran etapa de la iniciación, aquella en la que se aborda el trabajo rudimentario para pulir la obra artística del espíritu. Pero incluso aquí, la fuerza es necesaria, como constancia, como equilibrio interno, como perseverancia en la creación. René Guénon[5] lo expresa con claridad cuando afirma que “no hay belleza verdadera que no sea expresión de una fuerza equilibrada” -Símbolos fundamentales de la Ciencia Sagrada-. Así, el segundo vigilante se convierte en un transmisor doble: porta la belleza, pero debe contener la fuerza; la representa, pero también la encarna en forma sutil.

Por tanto, la verdadera relación del segundo vigilante con las columnas no puede reducirse a una asignación simbólica exclusiva. Aunque la belleza es su dominio inmediato, su función iniciática está tejida con la fuerza. No podría instruir, armonizar ni embellecer si no poseyera en su interior la memoria activa de la columna B. La fuerza y la belleza se entrelazan en la formación del aprendizaje; la vigilancia que ordena se vuelve medida, proporción, gracia. Así, el segundo vigilante es tanto hijo de la fuerza como siervo de la belleza , no puede elegir entre ambas: debe reconciliarlas; es precisamente esa reconciliación lo que hace de su cargo una escuela de equilibrio interior, porque en la logia, como en el alma, toda belleza auténtica brota de una fuerza purificada.

Para concluir este trabajo, vuelvo la mirada al sur del templo, allí donde el segundo vigilante vela en silencio el momento más pleno de la luz. Desde ese sitial solar, él dirige el trabajo del aprendiz, quien está desbastado su piedra bruta para poder, en el siguiente grado, dotarla de forma, proporción y sentido. Lo contemplo con respeto, no como un simple oficial, sino como arquetipo del alma que ha aprendido a armonizar los contrarios.

La columna que le ha sido confiada es la belleza, y no es casual, el representa esa etapa del camino en la que la energía debe ser dominada y la voluntad debe ser templada; belleza no como adorno, sino como equilibrio entre las fuerzas que operan en el alma del iniciado; el segundo vigilante no sólo enseña a construir, sino a hacerlo con elegancia espiritual, con proporción ética, con resonancia interior; la belleza es su dominio, su oficio y su espejo. Sin embargo, también he comprendido que en su mano aún vibra la memoria de la fuerza, porque nadie puede armonizar si no ha conocido primero la tensión, la resistencia, el pulso vital que sostiene toda obra. El segundo vigilante no ejerce la fuerza como el primer vigilante, pero la contiene en forma más sutil. Su belleza no sería real si no descansara sobre la fuerza ya integrada, ya equilibrada. No reniega de la columna B, la sublima.

Así entiendo ahora la verdadera relación: el segundo vigilante es el custodio directo de la columna de la belleza, pero su función no podría existir sin la fuerza que sustenta, empuja y da estructura a esa belleza. La belleza es su lenguaje, pero la fuerza es su aliento interior, una sin la otra no sería más que vacío.

Y en esta síntesis descubro mi propio trabajo como masón: aprender a embellecer con equilibrio lo que primero debí forjar con esfuerzo. Recordar siempre que en el sur no se descansa, se perfecciona, que toda armonía visible no es más que el eco silencioso de una fuerza que ya ha encontrado su forma.

Por lo anterior, la columna de la belleza representa el punto de equilibrio en el proceso iniciático. El segundo vigilante, como su custodio, vela porque el trabajo iniciado por la sabiduría y ejecutado con fuerza se manifieste con armonía, justicia y proporción. En él recae la responsabilidad de formar al aprendiz como artista de sí mismo, como constructor de un templo cuya belleza refleja su equilibrio interior.

 

Citas de autores masónicos sobre la relación entre la Columna de la Fuerza y el Segundo Vigilante

 1. Oswald Wirth: — El simbolismo masónico, capítulo sobre la armonía de las columnas.

 “La Belleza no puede brillar sino por medio de una Fuerza previamente canalizada. Así, el Segundo Vigilante debe saber edificar con armonía lo que el Primer Vigilante ha fundado con vigor.”

2. Jules Boucher: — El Simbolismo Masónico, sección sobre el grado de Aprendiz.

 “El Aprendiz, que se encuentra bajo la dirección del Segundo Vigilante, trabaja con herramientas que exigen Fuerza, pero ya no una fuerza bruta, sino una fuerza transformada en habilidad, paciencia y precisión.”

3. W.L. Wilmshurst: – El significado de La Masonería -El significado de la masonería-, capítulo sobre los pilares del templo.

 “El Segundo Vigilante, custodio de la Belleza, no puede realizar su función sin el sostén de la Fuerza. La forma nace de la potencia; por eso, el equilibrio de las columnas es el equilibrio del alma.”

4. Albert G. Mackey: – Enciclopedia de la Francmasonería, entrada sobre “Segundo Vigilante”.

 “El Guardián Menor vigila hacia el Sur, donde el sol está en su altura meridiana, símbolo de plenitud de actividad, una actividad que debe ser sostenida por la Fuerza, para que la Belleza no se vuelva fragilidad.”

5. Manly P. Hall: –Las enseñanzas secretas de todas las épocas-, sección sobre el triángulo ternario masónico.

“Cada uno de los pilares sostiene no solo el templo, sino también a los demás. El pilar de la Belleza no es pasivo: debe poseer la fuerza para moldear y la sabiduría para conocer. Así, el Segundo Vigilante canaliza la fuerza que hereda”.

6. René Guénon: – Símbolos fundamentales de la Ciencia Sagrada, entrada sobre el ternario iniciático

“No hay Belleza verdadera que no sea expresión de una Fuerza equilibrada. El Sur, que representa la manifestación, sólo puede irradiar si se sustenta en el principio activo de la Fuerza ya purificada.”

7. Jean-Marie Ragon: – Curso filosófico e interpretativo de iniciaciones antiguas y modernas, apartado sobre los Oficiales de logia.

 “El Segundo Vigilante no es ajeno a la Fuerza: su papel es darle forma armónica. Él no engendra la energía, pero la ordena y la embellece con destreza simbólica.”

 

Citas de autores masónicos sobre la relación entre la Columna de la Belleza y el Segundo Vigilante

 1. Oswald Wirth: – El simbolismo masónico, capítulo sobre las columnas.

“La Belleza expresa el equilibrio logrado entre la Sabiduría que concibe y la Fuerza que actúa. El Segundo Vigilante, en su puesto del Sur, vela por la manifestación armoniosa de la obra en ejecución.”

2. W.L. Wilmshurst: –El Significado de la Masonería- capítulo sobre los oficiales.

“La columna de Belleza es la expresión visible de la obra interior ya en marcha. El Segundo Vigilante representa la etapa en que el alma encuentra proporción y forma. Su función es dar dirección estética y moral al esfuerzo iniciado.”

3. Jules Boucher: – El Simbolismo Masónico, sección sobre el grado de Aprendiz.

“La Belleza no es una cualidad superficial, sino la armonía del conjunto. El Segundo Vigilante la encarna cuando modera, educa y guía al Aprendiz en el arte de perfeccionar su herramienta interior.”

4. Albert G. Mackey: – Enciclopedia de la Francmasonería, entrada sobre “Segundo Vigilante”.

“El Segundo Vigilante se sitúa en el Sur y está asociado con el pilar de la Belleza, porque es a plena luz del día (actividad y visibilidad) que se revela la belleza de la estructura Masónica.”

5. Manly P. Hall: – Las enseñanzas secretas de todas las épocas -Las enseñanzas secretas de todas las épocas-, sección sobre arquitectura simbólica.

“En la Masonería, la Belleza es la cualidad suprema. El Segundo Vigilante, quien se encuentra en la cima del poder del sol, supervisa la culminación de lo que la Sabiduría planeó y la Fuerza sostuvo.”

6. René Guénon: – Símbolos fundamentales de la Ciencia Sagrada, entrada sobre las columnas del templo.

“Las tres columnas constituyen una tríada en la cual Belleza representa el equilibrio logrado por la acción coordinada de los principios activos y pasivos. El Segundo Vigilante custodia esa síntesis en el plano operativo.”

7. Jean-Marie Ragon: – Curso filosófico e interpretativo de iniciaciones antiguas y modernas, apartado sobre los Oficiales.

“El Sur, regido por el Segundo Vigilante, es el punto de la culminación y la plenitud. La Belleza es la flor de la obra; exige precisión, sensibilidad y sabiduría en acción.”



[1] Jules Eugène Boucher​ ​ (28 de febrero de 1902-9 de junio de 1955), fue un escritor, ocultista, alquimista, masón y gran maestro francés.​ Su libro El Símbolo Masónico es utilizado como un manual entre los masones franceses.​Boucher publicó varios artículos sobre alquimia y masonería en las revistas: Simbolismo, tu Felicidad e Iniciación y Ciencia.

[2] Manly Palmer Hall (18 de marzo de 1901-29 de agosto de 1990) fue un autor canadiense sobre el ocultismo, la mitología y las religiones. Su obra más conocida es Las enseñanzas secretas de todos los tiempos, Las claves perdidas de la masonería, El destino secreto de América, El ocultismo de la anatomía del hombre, Los iniciados de la llama":

Esta obra explora el simbolismo y las enseñanzas de varias tradiciones iniciáticas, incluyendo la masonería. ​

[3] Oswald Wirth. (5 de agosto de 1860, Brienz, Suiza - 9 de marzo de 1943) Gran conocedor de las tradiciones antiguas, escribió varias obras que han llegado a nuestros días como auténticos clásicos del mundo iniciático y el simbolismo, como los famosos manuales de Aprendiz, Compañero y Maestro, El ideal iniciático, El simbolismo astrológico, El simbolismo hermético y su relación con la alquimia y la francmasonería, Hermetismo y francmasonería, La imposición de las manos, Tarot y el arte de la memoria y Teoría y símbolos de la filosofía hermética. También es autor del conocido como «Tarot de Wirth», uno de los más ampliamente difundidos en todo el mundo

[4] Albert Gallatin Mackey (12 de marzo de 1807-20 de junio de 1881) fue un médico y escritor estadounidense, conocido por sus libros y artículos acerca de la francmasonería, en particular por los landmarks. Albert G. Mackey es conocido por su prolífica obra sobre masonería, destacándose por su análisis profundo del simbolismo, la historia y la ley masónica. Entre sus obras más importantes se encuentran: El Simbolismo de la Masonería, Léxico de la masonería, Enciclopedia de la Francmasonería y Manual de la Logia (Un manual que ofrece instrucciones para los grados de Aprendiz, Compañero y Maestro Masón, así como ceremonias como instalaciones y dedicaciones).

[5] René Guénon o Abd al-Wâhid Yahyâ (15 de nov. de 1886 -7 de ene. de 1951) fue un matemático, masón, filósofo y esoterista francés Es conocido por sus publicaciones de carácter filosófico espiritual y su esfuerzo en pro de la conservación y divulgación de las tradiciones espirituales. Fue un intelectual que sigue siendo una figura influyente en el dominio de la metafísica. Obras Masónicas: El Simbolismo de la Cruz, Símbolos Fundamentales de la Ciencia Sagrada, La Gran Tríada, Autoridad Espiritual y Poder Temporal

 

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