En el umbral
del templo, allí donde la luz apenas comienza a despuntar y el silencio inicia
su trabajo de interiorización, el aprendiz masón es recibido con tres palabras
que resuenan con fuerza universal: libertad, igualdad y fraternidad. Estas no
son simplemente lemas heredados de una revolución política; tampoco son
fórmulas retóricas o consignas vacías. En el contexto iniciático de la
masonería, estos tres principios constituyen una verdadera trinidad simbólica,
un eje ético y espiritual, y una promesa de regeneración personal y colectiva.
En la vida del aprendiz, su comprensión y encarnación forman parte esencial del
trabajo que ha de realizar sobre sí mismo y en el mundo.
La libertad
masónica no se concibe como licencia o simple autodeterminación. Se trata de la
capacidad adquirida de gobernarse a sí mismo conforme a la razón iluminada por
la conciencia. Libertad no es hacer lo que se desea, sino desear lo que
corresponde al orden moral y al bien común. El masón no es libre por naturaleza,
se hace libre al emanciparse de la ignorancia, de los prejuicios, de los
instintos desordenados y de los poderes externos que esclavizan la voluntad. La
iniciación es, por ello, un acto de liberación, el paso de las tinieblas de la
inconsciencia a la luz del conocimiento. Como señala René Guénon, “la
verdadera iniciación implica una ruptura con el estado profano; es una muerte
simbólica que libera al ser de sus ataduras inferiores para conducirlo al plano
del espíritu” - Ideas
sobre La Iniciación, 1946, p. 81-. En este sentido, la libertad del aprendiz es
fruto de un trabajo ascético, de una conquista interior que se expresa en el
dominio de sí mismo y en la coherencia ética de su obrar. Como subraya Albert
Pike: “la libertad no se concede; se conquista mediante la educación del
alma y el dominio de sí mismo” -Moral y Dogma, 1871, p. 38-.
Pero la
libertad no puede realizarse plenamente sin la igualdad, entendida no como
nivelación mecánica, sino como reconocimiento de la dignidad esencial de todo
ser humano. En la logia, todos los masones se encuentran sobre el mismo nivel,
independientemente de su origen, credo, oficio o condición social. Esta
horizontalidad ritual expresa una verdad espiritual: que todos los seres
humanos participan del mismo principio divino, y que las diferencias
contingentes no anulan la igualdad ontológica de los individuos. La igualdad
masónica, lejos de ser una utopía política, es una afirmación metafísica, como
escribe Oswald Wirth: “el respeto por el ser humano como templo del espíritu
es la base de la verdadera igualdad, que no destruye las jerarquías naturales,
sino que ennoblece todas las funciones” -el simbolismo masónico, 1927, p.
114-. Desde la perspectiva del árbol de la vida cabalístico, todos los hombres
son chispas de la misma fuente inefable, y por ello la igualdad masónica
implica despojarse del orgullo, del poder mundano y del ego competitivo, para
mirar al otro como un espejo del alma que también debe ser pulida. En el plano
social, este principio exige al aprendiz convertirse en testigo activo contra
cualquier forma de exclusión o discriminación. No en vano José Martí, masón y
libertador del espíritu, afirmaba: “con todos y para el bien de todos” -Martí,
obras completas, 1891, p. 14-.
La tercera
columna de este triángulo ético es la Fraternidad, quizá la más profunda y la
más exigente, no hay fraternidad sin libertad interior ni sin respeto por la
igualdad; pero la fraternidad va más allá: supone un vínculo espiritual, un
compromiso afectivo y una responsabilidad concreta hacia el otro; el masón no
solo reconoce al otro como igual, sino que se compromete a amarlo como hermano,
es decir, como parte viva de su mismo ser. Esta fraternidad no es un simple
sentimiento de simpatía; es un principio operativo que exige empatía,
solidaridad y, en ocasiones, sacrificio. La fraternidad masónica es, en última
instancia, una manifestación del amor, entendido como fuerza cósmica que
unifica lo diverso, reconcilia lo dividido y restablece la unidad perdida.
Jules Boucher lo expresa con claridad: “Estos tres principios son, en
realidad, las claves del desarrollo integral del iniciado. No hay progreso
iniciático sin liberación interior, sin conciencia de la unidad y sin amor
universal” -La Simbología Masónica, 1948, p. 138-.
En el plano
esotérico, estos tres principios pueden comprenderse como tres fases del
proceso iniciático: la libertad corresponde al despertar del espíritu que se
libera de las cadenas de la materia; la igualdad corresponde al reconocimiento
de la unidad del ser en todos los seres, superando la ilusión de la separación;
y la fraternidad representa la reintegración activa del individuo en la
comunidad espiritual y en el orden cósmico. En el plano socio-político, estos
ideales adquieren también una dimensión de resistencia y de propuesta. En un
mundo donde la libertad es sacrificada al control, donde la igualdad se reduce
a formalismos vacíos y donde la fraternidad se disuelve en el individualismo,
el aprendiz masón está llamado a ser testimonio viviente de estos principios.
No puede refugiarse en la logia como quien huye del mundo, sino que debe
trabajar en él como constructor de un orden más justo, más libre y más
fraterno. La iniciación no es evasión, sino implicación ética. Como advierte
W.L. Wilmshurst: “La iniciación no es un fin en sí misma, sino un medio para
transformar al hombre en agente activo de la Voluntad divina en el mundo” -El
Significado de La Masonería, 1922, p. 103-.
Por eso, el aprendiz
debe aprender que cada gesto ético, cada acto de escucha, cada palabra sincera,
cada decisión tomada con justicia, es una forma concreta de encarnar la libertad,
la igualdad y la fraternidad. La masonería, en su esencia, no busca crear
sabios aislados, sino Hermanos capaces de irradiar luz en medio de la
oscuridad. El trabajo sobre la piedra bruta no se limita al ámbito interior,
sino que busca generar una transformación profunda que, desde el individuo,
alcance al tejido mismo de la sociedad. De ahí que la triada masónica, en su
dimensión social, sea también un compromiso político: no partidista, sino
profundamente humano, un llamado a la construcción de una sociedad más justa,
donde la libertad no sea privilegio, la igualdad no sea retórica y la
fraternidad no sea ilusión.
En
conclusión, libertad, igualdad y fraternidad son principios estructurantes de
la vida masónica, no solo como ideales abstractos, sino como caminos
existenciales que configuran el ser del aprendiz. En su dimensión simbólica,
ética, espiritual y social, constituyen los tres peldaños fundamentales que el
iniciado debe recorrer para elevarse como constructor consciente de su templo
interior y como servidor silencioso del bien común. En su fidelidad a estos
principios reside no solo la autenticidad de su camino iniciático, sino también
la posibilidad de ofrecer al mundo una esperanza encarnada de transformación y
de paz.
Pero más
allá de toda teoría, el deber del aprendiz consiste en traducir estos
principios a la obra de cada día: pulir su piedra bruta con perseverancia,
vencer el ruido de sus pasiones con el silencio fecundo, aprender a escuchar al
hermano y a reconocer en él la chispa de la misma luz, resistir con dignidad a
todo aquello que degrade la condición humana, y ser testimonio viviente de que
la libertad se conquista en la disciplina, la igualdad se vive en la humildad y
la fraternidad se encarna en el servicio. Ese es su deber esencial: trabajar
sin descanso en sí mismo para que, en el momento oportuno, pueda contribuir a
la edificación de un mundo más justo, más libre y más fraterno, bajo la mirada
del Gran Arquitecto Del Universo.
Guénon,
René. Ideas Sobre La Iniciación. París: Éditions Traditionnelles, 1946.
Martí, José.
Obras Completas. La Habana: Editorial de Ciencias Sociales, 1891.
Pike,
Albert. Moral y Dogma del Rito Escocés Antiguo y Aceptado. Charleston: Supreme
Council, 1871.
Wilmshurst,
W.L. El Significado de La Masonería. London: Rider & Co., 1922.
Wirth,
Oswald. El simbolismo masónico. Buenos Aires: Kier, 1927.