Buscar este blog

lunes, 17 de noviembre de 2025

ENTRE EL RITO Y LA RAZÓN : CUANDO EL CORAZÓN DEL MASÓN PIENSA

 

Imagen generada con I. A.

El masón como intérprete del misterio presente entre el silencio del templo y la voz del logos

 Esta reflexión se levanta desde una mirada hermenéutica, fenomenológica y afectiva del quehacer masónico, no pretende solamente analizar ideas o contrastar métodos, sino comprender la experiencia viva del iniciado frente al dilema del conocimiento: ¿Debe el masón limitarse al cumplimiento ritual o abrazar también la investigación reflexiva y científica del sentido que lo sustenta? La respuesta, antes que una disyuntiva, es un acto de integración; rito y razón no son polos opuestos, sino dos corrientes de un mismo río espiritual que se encuentran en el corazón del masón consciente.

El iniciado que cruza las columnas del templo con el corazón dispuesto y la mente despierta, comprende que el rito no es una cárcel de gestos, sino una vía hacia la plenitud del ser. El peligro no está en pensar demasiado, sino en no pensar con amor; como escribió W. L. Wilmshurst, “la Masonería es una escuela de autoconocimiento donde el ritual no constituye un fin, sino un medio para alcanzar la iluminación interior” (El significado de la Masonería, 1922). Tal iluminación no proviene del cumplimiento mecánico de las formas, sino del encuentro armónico entre la razón que interroga y el alma que siente.

El rito, cuando se vive con profundidad, se convierte en un lenguaje simbólico que exige ser comprendido y amado. La tradición ofrece la forma y el símbolo; la investigación despierta su espíritu y lo renueva sin violentarlo. René Guénon sostenía que “la verdadera iniciación requiere inteligencia simbólica y continuidad doctrinal” (Apercepciones sobre la Iniciación, 1946). Pero esa inteligencia simbólica no es un simple ejercicio racional: implica sensibilidad, humildad y apertura del corazón. Quien estudia sin emoción se seca; quien celebra sin comprensión se vacía.

La investigación masónica no debe nacer del orgullo intelectual, sino del amor por la verdad. En esa búsqueda afectiva se revela la auténtica fraternidad: el deseo de comprender para servir mejor, de estudiar para no repetir los gestos del rito como autómatas, sino para habitarlos con sentido. Oswald Wirth expresó esta idea con lucidez al afirmar que “el simbolismo no fue hecho para dormir en los templos, sino para despertar en los hombres la conciencia de su propio misterio” (El Libro del Compañero, 1928). Así, el estudio se convierte en un acto de gratitud hacia la tradición y hacia los hermanos, porque cada reflexión profunda es una piedra pulida para el edificio común.

El deseo de conocer forma parte de la esencia humana, Aristóteles, en su Metafísica, afirmó que “todos los hombres desean por naturaleza saber”, y cuando ese deseo se orienta con amor, se transforma en una plegaria. Investigar el rito, entonces, no es desarmarlo ni profanarlo, sino orar con la mente; es una forma de acercarse al Gran Arquitecto del Universo con la inteligencia tanto como con las manos. El conocimiento sin ternura se vuelve estéril; la devoción sin pensamiento degenera en fanatismo.

Desde la mirada existencialista, Jean-Paul Sartre escribió que “el hombre no es otra cosa que lo que hace de sí mismo” (El ser y la nada, 1943). En ese sentido, el masón es lo que hace de su propio trabajo interior; en ese sentido, el masón es el artífice de su propia obra interior; si se limita a la forma, se convierte en piedra inerte, pero si se entrega a la búsqueda, se transforma en fuego vivificante. Pensar el rito es avivarlo; sentirlo es darle alma. De allí que la verdadera Masonería no se reduzca al rito, ni tampoco se pierda en la erudición: es un camino de integración entre el pensamiento que ilumina y el corazón que calienta.

Cuando el masón estudia, no traiciona el rito: lo honra; la reflexión no sustituye la práctica, la enriquece, así como la comprensión intelectual del símbolo alimenta la vivencia ritual, y la experiencia vivida del rito da sentido al estudio. El rito, sin la razón, corre el riesgo de convertirse en un eco vacío; la razón, sin el rito, se queda sin carne espiritual, ambas dimensiones deben caminar juntas.

El estudio masónico debe ser, por tanto, un ejercicio de amor lúcido; cada símbolo es una palabra del Gran Arquitecto que pide ser comprendida y encarnada. En el taller, el investigador y el oficiante son dos aspectos del mismo ser: el primero busca la luz en los textos; el segundo la enciende en el silencio del templo. La investigación sin afecto genera vanidad; el rito sin reflexión genera oscuridad, pero, cuando ambos se abrazan, nace la sabiduría: esa luz que no deslumbra, sino que guía.

Esta integración exige un modo particular de trabajo, una metodología tanto científica como espiritual. No se trata de estudiar la Masonería con los métodos fríos de la ciencia profana, sino de aplicar una hermenéutica simbólica que parta de la vivencia del iniciado; de promover un conocimiento dialógico y fraterno, donde la palabra de cada hermano complemente la del otro; y de vivir una fenomenología iniciática que comprenda la experiencia masónica como proceso de transformación interior. De este modo, la investigación se convierte en prolongación del rito, y el rito en fuente inagotable de conocimiento.

Cuando la razón ilumina y el corazón vibra, el masón piensa con ternura y siente con claridad. Entonces el estudio se convierte en meditación, el rito en reflexión, y ambos en expresión de una misma llama: la del corazón que busca comprender al Gran Arquitecto en todas las cosas. Porque la razón traza el sendero, pero sólo el corazón lo convierte en camino.

 

Referencias bibliográficas

 Aristóteles. (1995). Metafísica. Trad. García Yebra. Madrid: Gredos.

Guénon, R. (1996). Apercepciones sobre la Iniciación. Madrid: Ediciones Obelisco.

Sartre, J.-P. (1983). El ser y la nada. Buenos Aires: Losada.

Wirth, O. (1997). El Libro del Compañero. Barcelona: Kier.

Wilmshurst, W. L. (2006). El significado de la Masonería. Buenos Aires: Kier.

 

 


lunes, 10 de noviembre de 2025

LA GLOCALIZACIÓN DE LA MASONERÍA: FUNDAMENTO Y PROYECCIÓN DE UNA ORDEN UNIVERSAL EN CONTEXTO

 

Imagen generada con I. A.



 La masonería, desde sus albores, ha sido un espacio donde la razón y el espíritu dialogan sin excluirse. A lo largo del tiempo, ha logrado conservar su esencia mientras se transforma con el mundo, adaptándose sin perder su luz. En esta tensión creadora entre lo universal y lo particular, entre el símbolo eterno y la vivencia concreta del hombre, se encuentra su secreto de permanencia. Allí habita lo que hoy podemos llamar la glocalización de la masonería: la capacidad de ser, al mismo tiempo, universal y local, cósmica y humana, antigua y contemporánea, es decir, en una transición generacional constante.

El símbolo masónico es la semilla de esa universalidad. René Guénon nos recordaba que “el símbolo no es una invención humana, sino una realidad que une lo visible y lo invisible, lo temporal y lo eterno” (Apercepciones sobre la Iniciación, 1946). En cada escuadra, compás, nivel o mallete, el iniciado no encuentra simples herramientas, sino espejos donde se reflejan las leyes del alma y del cosmos. Esos símbolos trascienden fronteras y tiempos porque hablan el lenguaje del espíritu humano. Pero, como toda semilla, solo germinan si son sembrados en la tierra viva de la experiencia local, de la historia y de la cultura de cada hermano.

W.L. Wilmshurst, con una mirada profundamente espiritual, escribió: La masonería no es una sociedad de hombres que imitan ritos antiguos, sino una escuela de almas que buscan su propia edificación” (El significado de la masonería, 1922). Cada logia, en cualquier lugar del mundo, es una casa del alma donde la misma enseñanza se pronuncia con acentos distintos. Lo que para un masón europeo del siglo XIX fue un llamado a la razón y a la libertad, para un masón latinoamericano fue una causa de independencia y educación; y para un masón africano, un canto a la dignidad recobrada. La luz es la misma, pero los rostros que la reflejan son diferentes.

Esa es precisamente la fuerza de la glocalización: la capacidad de mantener un núcleo universal de sabiduría simbólica que se encarna de forma única en cada tierra y en cada tiempo. Anthony Giddens sostenía que “lo local y lo global no son opuestos, sino fuerzas que se entrelazan en la creación de nuevos sentidos” (Modernidad e identidad del yo, 1991). En la masonería, ese entrelazamiento ocurre cuando los valores eternos del rito se expresan en las realidades concretas de los pueblos. Una logia no existe en el vacío: se alimenta de la cultura, las lenguas, las luchas y los sueños de quienes la habitan.

Oswald Wirth enseñó que “los símbolos no se repiten: se recrean cada vez que el iniciado los contempla con una mirada nueva” (El libro del aprendiz, 1894). Esta afirmación resume la vocación glocal de la Orden. La masonería no sobrevive por repetir ritos, sino por encender el fuego interior que les da sentido. Cada hermano, sea aprendiz, compañero o maestro, es portador de una chispa de ese fuego. La universalidad no consiste en uniformidad, sino en la comunión viva de corazones que laten al unísono, cada uno con su propio acento, en torno al mismo ideal de perfección.

Desde una lectura antropológica, Clifford Geertz afirmaba que “la cultura es una trama de significados que los hombres tejen y en la cual están suspendidos” (La interpretación de las culturas, 1973). Las logias masónicas son precisamente esos espacios donde las tramas culturales se entrelazan para formar una red de sentido universal. Una tenida en Barranquilla, en París o en Dakar comparte idénticos signos y palabras, pero en cada una el eco es distinto, porque cada hermano las interpreta desde su historia, sus dolores y sus esperanzas. En ello reside la emoción profunda del rito: su poder de unir lo diverso sin anularlo.

La historia de la masonería muestra que su vitalidad proviene de su capacidad de transformarse sin traicionarse. En América Latina, su glocalización se manifestó en los ideales republicanos y educativos; en Europa, en la defensa del pensamiento libre; en África, en la reconstrucción de la dignidad y la comunidad; y en Asia, en la armonía entre sabiduría ancestral y modernidad. Como escribió Raimon Panikkar, “la universalidad solo se alcanza cuando lo eterno se encarna en lo concreto” (La experiencia de Dios, 1998). La masonería es, entonces, un diálogo sagrado entre lo eterno del símbolo y lo concreto del hombre que lo vive.

Edgar Morin nos advertía que “toda organización viva necesita conservar su identidad y, al mismo tiempo, regenerarse” (El método, 1977). Lo mismo sucede con nuestra Orden: si se encierra en la rigidez, muere; si se disuelve en el relativismo, pierde su alma. La glocalización es el arte de mantener esa tensión viva: fidelidad al espíritu, apertura al mundo. En esa frontera dinámica se juega el porvenir de la masonería del siglo XXI.

Pero más allá de los análisis teóricos, la glocalización masónica tiene una dimensión profundamente humana. Jules Boucher expresaba con ternura que “el símbolo es un corazón que late al compás del iniciado” (La simbología masónica, 1938). Esa imagen nos recuerda que los ritos y las palabras no son fórmulas vacías: son gestos del alma que se ofrecen como ofrenda al Gran Arquitecto del Universo. Cada hermano, desde su propia historia, es un templo en construcción; cada logia, una obra colectiva donde los ideales universales se hacen carne y espíritu.

En la época actual, marcada por la globalización digital y la fragmentación del sentido, la masonería puede ofrecer al mundo un modelo distinto: una fraternidad glocal, donde lo universal se encarne en la diversidad, y donde lo local se abra a la comunión universal. Byung-Chul Han nos recuerda que “la comunidad verdadera no nace de la uniformidad, sino del reconocimiento amoroso de la diferencia” (La expulsión de lo distinto, 2017). Así entendida, la masonería no es solo una escuela de pensamiento, sino un taller de humanidad donde cada hermano, con su piedra, construye el puente entre su cultura y la eternidad.

Esa es, al fin y al cabo, la proyección más profunda de nuestra Orden: ser un camino donde lo eterno se haga presente en la vida cotidiana, donde el rito no sea evasión sino encuentro, y donde el trabajo masónico sea una forma de ternura activa hacia el mundo. La glocalización de la masonería no es un concepto técnico: es una experiencia espiritual. Es la certeza de que, al unir nuestras manos sobre el ara, unimos también los latidos de pueblos, lenguas y corazones que, más allá de toda frontera, buscan la misma luz.

 

Referencias bibliográficas

Boucher, Jules. La simbología masónica. París: Éditions Dervy, 1938.

Geertz, Clifford. La interpretación de las culturas. Barcelona: Gedisa, 1987.

Giddens, Anthony. Modernidad e identidad del yo. Barcelona: Península, 1995.

Guénon, René. Apercepciones sobre la Iniciación. Madrid: Editorial Obelisco, 2002.

Han, Byung-Chul. La expulsión de lo distinto. Barcelona: Herder, 2017.

Morin, Edgar. El método. Madrid: Cátedra, 1977.

Panikkar, Raimon. La experiencia de Dios. Madrid: PPC, 1998.

Wilmshurst, W.L. El significado de la masonería. Buenos Aires: Kier, 1999.

Wirth, Oswald. El libro del aprendiz. Buenos Aires: Kier, 2004.


martes, 4 de noviembre de 2025

LA MASONERÍA COMO INSTITUCIÓN SAGRADA MÁS NO SACROSANTA

 

Imagen generada con I. A.

El presente trabajo propone una reflexión filosófico-teológica sobre la naturaleza de la Masonería entendida como institución sagrada pero no sacrosanta; a partir del análisis conceptual de ambas nociones —lo sagrado como expresión del vínculo del ser humano con lo trascendente, y lo sacrosanto como forma de absolutización dogmática—, se plantea que la Orden Masónica encarna una espiritualidad simbólica, dinámica y no dogmática, orientada a la transformación interior del individuo y no a la sacralización de una estructura institucional.

Esta distinción permite comprender que la Masonería no se erige como religión ni como depositaria exclusiva de la verdad, sino como escuela iniciática en la que el trabajo ritual, el estudio y la fraternidad son medios de acercamiento al Gran Arquitecto del Universo. En el contexto contemporáneo, esta comprensión del carácter sagrado, pero no sacrosanto, invita a preservar la libertad espiritual que ha sido su esencia desde sus orígenes y a evitar toda tendencia a la idolatría institucional o al formalismo vacío.

He llegado a comprender, a través de los símbolos y silencios del templo, que la Masonería es una institución profundamente sagrada, pero no sacrosanta. Lo sagrado habita en el corazón de sus ritos, en el gesto que consagra la palabra y en el silencio que da sentido a la luz. Lo sacrosanto, en cambio, pertenece al dominio de lo intocable, de lo dogmático y lo autoritario. Y la Masonería, por esencia, no puede erigirse sobre el dogma sin traicionarse a sí misma.

René Guénon sostenía que toda iniciación auténtica es una participación en lo sagrado, no en lo religioso institucionalizado. Lo sagrado, decía, pertenece al ámbito de la tradición y del conocimiento metafísico, mientras que lo sacrosanto pertenece al mundo de las formas, de los poderes humanos que pretenden custodiar lo divino. La Masonería se sitúa en esa frontera viva: no como una iglesia, sino como un camino de regeneración espiritual que conduce al hombre hacia la contemplación del Gran Arquitecto del Universo.

Dentro del templo masónico, lo sagrado no es una abstracción; se experimenta. Se revela en el sonido del mazo sobre la piedra, en el orden armónico de las luces, en la cadena de unión que recuerda que todos los hombres son parte de un mismo espíritu. Allí el obrero se hace sacerdote de su propio templo interior, y su trabajo cotidiano —pulir la piedra bruta— se transforma en un acto litúrgico. Como enseñaba W.L. Wilmshurst, el masón no es un adorador de símbolos, sino un artífice de su propio santuario interior. En esa labor reside la sacralidad de la Orden.

Sin embargo, afirmar que la Masonería es sagrada no implica declararla perfecta o infalible; lo sagrado es vivo y dinámico, mientras que lo sacrosanto es rígido y autorreferencial. Lo primero invita al hombre a ascender; lo segundo lo inmoviliza. Por eso la Masonería debe permanecer abierta al diálogo interior y exterior, capaz de reinterpretarse a la luz del tiempo sin perder su esencia. Albert Pike lo expresaba con claridad al señalar que los templos masónicos son “laboratorios del alma humana” y no “catedrales del dogma”.

En la Logia, el silencio sustituye al credo, y la búsqueda reemplaza al mandato. No existe en ella una verdad única que deba ser creída, sino un camino simbólico que cada hermano recorre con su propia antorcha. Allí lo divino no se impone, sino que se insinúa; no se revela por autoridad, sino por experiencia interior. Esta dimensión la hace sagrada, porque nos pone en contacto con el misterio, pero la libra de ser sacrosanta, porque no exige sometimiento.

Oswald Wirth afirmaba que el templo masónico es un santuario de la conciencia universal. En ese espacio simbólico, cada piedra tiene voz, cada signo tiene memoria y cada palabra encarna una idea eterna. Pero el templo no exige adoración: exige trabajo, estudio, silencio y luz. Esa es la diferencia esencial entre una institución sagrada y una sacrosanta. La primera orienta al alma hacia lo trascendente; la segunda se idolatra a sí misma.

La Masonería, si permanece fiel a su espíritu, no se endiosa ni se absolutiza. Su autoridad nace del símbolo, no del poder. Su fuerza radica en la discreción y su verdad en el equilibrio. Lo sagrado que la anima no proviene de su estructura administrativa, sino del impulso espiritual que la une con la tradición primordial. Por eso, cuando el masón trabaja en su logia, lo hace sabiendo que la verdadera consagración no se halla en los títulos ni en los ornamentos, sino en la pureza de intención y en la claridad del corazón.

Decir que la Masonería es sagrada más no sacrosanta es reconocer que su luz no busca imponer, sino inspirar. Es aceptar que su poder no se ejerce sobre los hombres, sino dentro de ellos. Es comprender que el rito, la palabra y el símbolo no son instrumentos de dominio, sino medios de elevación. Así, la Orden se convierte en una fraternidad que consagra la libertad y dignifica el pensamiento, uniendo lo humano y lo divino en una sola obra de perfeccionamiento interior.

En lo más profundo de su espíritu, la Masonería no pide fe, sino conciencia; no impone verdad, sino busca comprensión; no exige obediencia ciega, sino compromiso lúcido. Es sagrada porque hace visible el misterio del ser y porque enseña que el verdadero templo está en el corazón del hombre. No es sacrosanta, porque no pretende sustituir al misterio por una estructura ni a la divinidad por una jerarquía.

La Orden será sagrada mientras su propósito sea el de reconciliar al hombre con su origen y su destino, mientras cada hermano, en silencio, levante su piedra con amor, sabiendo que edifica no para la gloria de una institución, sino para la gloria del Gran Arquitecto del Universo, pero dejará de serlo si alguna vez confunde la santidad del trabajo con la santidad del poder.

La Masonería no es un trono, es un taller; no es un dogma, es una senda. En ella, el alma aprende a distinguir entre lo que debe venerar y lo que debe trascender. Y cuando esa distinción se hace conciencia viva, la logia deja de ser un recinto humano y se convierte en un espacio consagrado, donde el espíritu del hombre y la sabiduría eterna se encuentran en un mismo acto de luz.

 

Referencias bibliográficas

Guénon, R. (1962). Símbolos Fundamentales de la Ciencia Sagrada. Buenos Aires: Kier.

Pike, A. (1871). Moral y Dogma del Rito Escocés Antiguo y Aceptado. Charleston: Supreme Council, Southern Jurisdiction.

Wilmshurst, W. L. (1922). El significado de la Masonería. Londres: Rider & Co.

Wirth, O. (1931). El libro del Aprendiz. París: Dorbon-Aîné.

Eliade, M. (1957). Lo sagrado y lo profano. Madrid: Guadarrama.

 


lunes, 27 de octubre de 2025

LA MASONERÍA, ALGO MÁS QUE UN RITO

 


A primera vista, la masonería parece un conjunto de rituales solemnes, palabras secretas y símbolos arcanos, para el recién iniciado, ese universo puede parecer un misterio profundo, una estructura cerrada que sólo se revela parcialmente a través de ceremonias cuidadosamente ordenadas, pero con el tiempo y el trabajo silencioso en el taller, los QQ HHy QQ Hnascomienzan a descubrir que detrás del rito, más allá de los signos y las palabras, existe una riqueza invisible: un camino de transformación personal, espiritual y humana que trasciende cualquier formalismo.

La masonería es, en su esencia, una escuela del alma; no es una religión, aunque enseña reverencia por lo sagrado; no es una filosofía cerrada, aunque contiene sabiduría milenaria; no es sólo una fraternidad, aunque promueve el amor fraternal por encima de todo. Es, como decía Albert Pike, “una ciencia de la moralidad, velada por alegorías y explicada por símbolos” (Moral y Dogma, 1871, p. 27). Su verdadero propósito no es que el masón aprenda los rituales, sino que viva el espíritu que los anima.

Cada ceremonia, cada palabra, cada silencio, es una herramienta que conduce al iniciado hacia su propia transformación, recordemos que la masonería no enseña teorías, enseña a ser. El aprendiz comienza su viaje en la oscuridad, simbolizando el desconocimiento de sí mismo, pero con cada trabajo, con cada reflexión, la luz va penetrando las sombras de su alma. El compañero descubre la importancia de la acción consciente, del equilibrio entre razón y emoción, mientras que el maestro alcanza la comprensión profunda del misterio de la vida y la muerte, comprendiendo que todo lo que muere, en verdad, renace.

Detrás del rito se encuentra un mensaje íntimo y universal: la búsqueda del equilibrio entre el espíritu y la materia, entre el deber y el amor, entre el conocimiento y la humildad. La riqueza masónica consiste en que esa búsqueda no es teórica ni impuesta, sino libre y personal; cada Q HH• o Q Hna., recorre el sendero a su propio ritmo, tallando su piedra bruta con las herramientas simbólicas que la orden ofrece.

René Guénon escribió que “el simbolismo masónico es una lengua viva del espíritu, que transmite lo que las palabras ya no pueden expresar” (Símbolos Fundamentales de la Ciencia Sagrada, 1962, p. 134). En esa lengua simbólica, el masón encuentra su espejo. La escuadra y el compás no son meros adornos: son principios universales. La escuadra representa la rectitud moral, el deber de ajustar las acciones a la justicia; el compás, la medida del corazón, la capacidad de contener las pasiones y trazar el límite del deseo. Juntas, estas herramientas enseñan que el equilibrio es la base de la sabiduría y que el perfeccionamiento humano comienza por la armonía interior.

Pero, mi Q H, Q Hna.la verdadera riqueza de la masonería no se encierra en los símbolos, ni siquiera en los templos, la riqueza está en el corazón del masón que la comprende. La logia se convierte en un taller de almas, donde hombres y mujeres de distintas edades, creencias y caminos se encuentran como iguales, unidos por la búsqueda de la luz; allí se aprende a escuchar, a respetar, a servir.

La fraternidad se convierte en una experiencia tangible, en un lazo invisible que une a todos los iniciados bajo el signo del amor universal. Esa fraternidad, cuando es auténtica, transforma, transforma el carácter, ennoblece el espíritu, y hace del masón un ser más consciente de su papel en la sociedad; ya que la masonería no busca apartar al hombre del mundo, sino devolverlo a él con una mirada renovada, con una conciencia más clara, con una mano más dispuesta a construir y no a destruir. El verdadero iniciado comprende que el templo que construye no está en el mármol, ni en la piedra, ni en los muros del taller, sino en su interior, en su pensamiento, en su conducta, en su vida cotidiana.

Albert Mackey afirmaba que “el secreto de la Masonería no está en los libros ni en las palabras, sino en el alma del iniciado” (Enciclopedia de Masonería, 1917, p. 455). Y es cierto: la masonería se revela no cuando se memorizan los rituales, sino cuando se viven. El verdadero secreto no se pronuncia, se experimenta. Es el despertar interior, el momento en que el masón siente que algo ha cambiado dentro de él; cuando comprende que el templo, la logia, el rito, el símbolo, todo lo externo, no era más que una representación de su propia evolución interna.

La riqueza que esconde la masonería es, por tanto, una experiencia espiritual, un proceso de autoconocimiento y elevación del alma. En el silencio del templo, en el sonido del mazo sobre la piedra, en la reflexión sobre un símbolo aparentemente simple, el masón aprende el lenguaje del alma; aprende que el trabajo más grande que puede realizar no es hacia fuera, sino hacia adentro, porque sólo quien ha conquistado su interior puede edificar en el exterior con justicia, con verdad y con amor.

Cuando comprendemos que la Masonería es algo más que el rito, dejamos de ser observadores de un drama simbólico y nos convertimos en protagonistas de una transformación real. El rito es el mapa; la experiencia interior es el viaje, y en ese viaje, cada hermano y cada hermana descubre que la luz que buscaba no estaba fuera, sino dentro de sí.

La masonería nos enseña a reconciliarnos con nuestra humanidad, a reconocernos como imperfectos pero perfectibles, a amar el trabajo silencioso del alma tanto como la construcción visible del mundo. Nos enseña que ser masón no es conocer los misterios, sino vivirlos, no es guardar secretos, sino encarnar valores.

La Masonería, mis QQ HHy QQ Hnases algo más que el rito, es un camino de belleza, de silencio, de verdad; es la historia de una transformación que comienza en el instante en que el hombre o la mujer decide dejar de ser piedra bruta para convertirse en piedra cúbica, apta para la obra del Gran Arquitecto del Universo.

Cuando la luz interior se enciende, el rito se convierte en vida, y la vida en rito; entonces comprendemos que el trabajo no termina con la ceremonia, sino que apenas empieza con ella y en ese instante de comprensión silenciosa, el masón sabe que ha encontrado el verdadero tesoro que la orden custodia desde tiempos inmemoriales: la certeza de que la divinidad habita en su interior y que su deber es manifestarla en el mundo.

Esa es, mis QQ HHy QQ Hnas la riqueza que la masonería oculta detrás del velo ritual: la transformación del ser humano en un ser de luz, de amor y de verdad.

 

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

Pike, A. (1871). Moral y Dogma del Rito Escocés Antiguo y Aceptado de la Masonería. Charleston: Supremo Consejo, Jurisdicción del Sur.

Guénon, R. (1962). Símbolos Fundamentales de la Ciencia Sagrada. Buenos Aires: Editorial Kier.

Mackey, A. G. (1917). Enciclopedia de la Masonería. Chicago: Compañía de Historia Masónica.

Fernández, J. (2023). La Masonería Interior: Ritos, símbolos y conciencia del ser. Madrid: Editorial Masónica


lunes, 20 de octubre de 2025

EL CONFLICTO ENTRE LA VIDA PROFANA Y LA VIDA MASÓNICA ¿Cómo equilibrar dos mundos que a veces parecen irreconciliables?

 

                                                                                                         Imagen generada con I. A.

El conflicto entre la vida profana y la vida masónica es una herida abierta en el corazón del iniciado, no hay manera de ignorarla, porque late en cada instante de nuestra existencia; vivimos con los pies en la tierra de lo profano, donde todo se mide por la utilidad, la prisa y la apariencia pero, al mismo tiempo llevamos en el alma el eco del templo, donde todo se orienta hacia lo eterno, lo justo y lo verdadero, es allí, en esa tensión que a veces nos desgarra, donde se juega la autenticidad de nuestra iniciación.

La logia nos enseña a dejar los metales en la puerta, a entrar desnudos de todo lo superfluo, a mirar con ojos nuevos la luz que nos es revelada. Pero apenas salimos al mundo, los metales regresan disfrazados de necesidades, compromisos, ambiciones y temores y el hermano se pregunta: ¿Cómo mantener encendida la lámpara de la logia en medio de la oscuridad cotidiana? ¿Cómo no sentir que lo sagrado se diluye entre los afanes del trabajo, las tensiones familiares, las trampas de la política o las exigencias del dinero?

La tentación es doble, algunos se refugian en lo profano y hacen de la masonería un pasatiempo inofensivo, un rito estético sin consecuencias; otros, por el contrario, huyen hacia lo masónico como evasión, encerrándose en símbolos que nunca se encarnan en la vida real. Ambos caminos son trampas porque el secreto no está en elegir entre dos mundos, sino en descubrir que ambos son uno solo, y que la tarea del masón es integrarlos, no separarlos.

Como vemos la vida masónica está orientada hacia la construcción interior, el silencio reflexivo, la templanza y la fraternidad universal, a menudo entra en tensión con las dinámicas de la vida profana, como la barranquillera y de todo el Caribe colombiano, marcada por el bullicio, el individualismo competitivo y el ritmo acelerado del mundo contemporáneo. Estas tensiones no deben entenderse como contradicciones irreconciliables, sino como espacios de aprendizaje iniciático, donde el masón y la masona ponen a prueba la coherencia entre lo que piensan, lo que sienten y lo que hacen.

En el caso de la cultura barranquillera y caribeña predomina una fuerte tendencia hacia la exteriorización: se valora la imagen, la alegría desbordante, el reconocimiento público. En contraste, la masonería invita al trabajo silencioso del alma, al pulimiento interior de la piedra bruta. El conflicto surge cuando el hermano o la hermana se ven tentados a buscar validación social antes que autenticidad espiritual, olvidando que “la verdadera luz no se muestra, se irradia”.

Esta glocalización debe ser comprendida para su vivencia interior, es eso lo que se pretende en este escrito, ya René Guénon advertía que el mundo moderno ha fragmentado la vida hasta volverla incoherente (La crisis del mundo moderno, 1927, p. 45). El iniciado, en cambio, está llamado a rehacer la unidad perdida. Y esa unidad no se logra negando el conflicto, sino abrazándolo. Como enseñó Hegel, es en la contradicción donde el espíritu encuentra el impulso para elevarse (Fenomenología del espíritu, 1807, p. 134). El masón que vive la tensión entre lo profano y lo masónico no está condenado: está siendo iniciado de nuevo, porque el conflicto mismo es el cincel que le obliga a pulir su piedra.

Pero no basta con comprenderlo: hay que vivirlo con radical honestidad. Sartre denunciaba la mala fe de quien se miente a sí mismo para evitar su libertad (El ser y la nada, 1943, p. 86). Nosotros caemos en esa mala fe cuando hablamos de fraternidad en logia y practicamos el egoísmo en la calle; cuando proclamamos libertad en el templo y aceptamos las cadenas de la conveniencia; cuando alabamos la verdad bajo la bóveda estrellada y mentimos en nuestras relaciones cotidianas. Ese autoengaño hiere más que cualquier ataque externo, porque es la traición interior que nos fragmenta.

El verdadero equilibrio no consiste en vivir sin tensiones, sino en transformar la tensión en un puente. Boff recordaba que la fe se mide en el contacto con el dolor y la esperanza de los hombres (El Padre Nuestro, 1976, p. 23). Del mismo modo, la masonería se prueba en el mercado, en la oficina, en el hogar, en la plaza pública. Allí, donde la vida profana se muestra con toda su crudeza, es donde el símbolo debe volverse carne. Wilmshurst decía que el templo interior es la obra verdadera, y que cada piedra exterior no es sino reflejo de esa construcción secreta (El significado de la masonería, 1922, p. 56). El masón debe, entonces, aprender a ver en lo cotidiano el altar oculto, en lo común la chispa sagrada, en lo banal la ocasión de trabajar la gran obra.

Cuando esta visión comienza a madurar, la dualidad se disuelve. El mundo profano deja de ser enemigo, y el templo deja de ser refugio. Ambos se revelan como dos rostros de una misma realidad, dos lenguajes de un único misterio. El iniciado descubre que la verdadera logia no se limita a cuatro paredes, sino que se extiende hasta los confines de su vida. Y entiende que el Gran Arquitecto del Universo no solo habita en la solemnidad del ritual, sino también en la risa de un niño, en la fatiga del trabajo, en el gesto de justicia o en el abrazo de la fraternidad.

El conflicto, entonces, no desaparece, pero se convierte en camino. No es una contradicción a resolver, sino un ritmo a habitar: entrar en el templo para aprender, salir al mundo para encarnar, volver al templo para purificar, regresar al mundo para transformar. Así, la vida entera se convierte en un ir y venir donde lo profano se vuelve masónico y lo masónico se vuelve profano, hasta que ya no hay frontera posible entre ambos.

El masón que logra vivir de esta manera entiende que su tarea no es huir de los metales, sino transmutarlos; no es negar la vida, sino santificarla; no es escapar del mundo, sino iluminarlo. Y solo entonces, en la profundidad de su ser, la herida entre lo profano y lo masónico se convierte en fuente de luz, porque ha aprendido que el templo verdadero no está en un lugar, sino en su propia existencia reconciliada.

Al final, Q H, lo que llamamos conflicto entre la vida profana y la vida masónica no es un obstáculo externo, sino el fuego secreto que nos forja en el crisol de la existencia. Ese desgarramiento, que tantas veces sentimos como un peso insoportable, es también la oportunidad de despertar de la comodidad y de la incoherencia. Sin él, la masonería correría el riesgo de volverse un refugio ornamental, un rito estético sin trascendencia; pero gracias a él, estamos obligados a preguntarnos quiénes somos en verdad cuando la logia se apaga y las calles nos reclaman. La tensión nos recuerda que la iniciación no es un momento, sino un camino; que la fraternidad no se mide en palabras, sino en gestos concretos; que la verdad no se reduce a símbolos, sino que se verifica en la coherencia de nuestra vida. Y si aprendemos a abrazar esa herida, a vivirla no como división sino como impulso hacia la unidad, descubriremos que el verdadero templo no se construye en paralelo a la vida, sino con la propia vida; que no hay dos mundos, sino un solo mundo iluminado por la luz que nosotros mismos nos atrevemos a encender. He ahí la gran obra: hacer que lo masónico se vuelva carne en lo profano, y que lo profano se eleve a lo masónico, hasta que nuestra existencia entera se transforme en un testimonio silencioso y luminoso de aquello que un día juramos ser ante el Gran Arquitecto del Universo.

Nunca se nos olvide que La masonería no separa al ser humano del mundo, sino que lo reintegra con conciencia, recordándole que la verdadera iniciación no termina en la logia: comienza cada día, en cada acto, en cada mirada hacia el otro.

 

Bibliografía

Boff, Leonardo. El Padre Nuestro. Sal Terrae, Santander, 1976.

Guénon, René. La crisis del mundo moderno. Paidós, Barcelona, 1995.

Hegel, G.W.F. Fenomenología del espíritu. FCE, México, 1966.

Sartre, Jean-Paul. El ser y la nada. Losada, Buenos Aires, 1947.

Wilmshurst, W.L. El significado de la masonería. Kier, Buenos Aires, 1993.

Wirth, Oswald. El libro del aprendiz. Kier, Buenos Aires, 1922.

 


martes, 14 de octubre de 2025

SOY UN ETERNO APRENDIZ ¿Qué tan cierto es que siempre somos aprendices?

 

Soy un eterno aprendiz. Lo proclamo no como un gesto de falsa modestia, sino como una convicción que atraviesa mi ser y da sentido a mi vida masónica. La masonería me reveló que el aprendizaje no concluye en el umbral del primer grado, sino que constituye la esencia de toda la iniciación: quien deja de ser aprendiz ha dejado de ser masón.

Pero, ¿qué tan cierto es que siempre somos aprendices? La pregunta no es menor. A primera vista podría parecer una exageración, una renuncia a la madurez, un apego a la etapa inicial del camino. Sin embargo, la reflexión masónica, filosófica y existencial muestra que esta afirmación tiene una profundidad ineludible.

El ser humano nunca alcanza la plenitud de la verdad. Sócrates lo expresó con sencillez: “solo sé que no sé nada” (Platón, Apología). Aristóteles lo complementó al afirmar que “todos los hombres desean por naturaleza saber” (Metafísica, I, 1), recordándonos que el deseo de aprender nunca se sacia por completo. Y Hegel nos mostró que “la verdad es el devenir de sí misma” (Fenomenología del espíritu, Prefacio), es decir, que nunca está fija, sino en constante movimiento. Toda verdad descubierta abre el horizonte de nuevas preguntas. Todo grado alcanzado revela la existencia de grados más altos de comprensión. En este sentido, ser aprendiz es una condición ontológica: no una etapa, sino una manera de ser en el mundo.

En la masonería, esta certeza se encarna en los símbolos. La piedra bruta nunca se pule del todo, siempre queda en ella una arista, un ángulo imperfecto, una superficie que reclama el mallete. Incluso la piedra cúbica, aparentemente perfecta, es un símbolo de perfección relativa, jamás absoluta. Oswald Wirth nos lo recuerda: “el Aprendiz no progresa por acumular grados, sino porque cada grado despierta en él nuevas fuerzas latentes” (El libro del Aprendiz). Lo mismo ocurre con la luz: el Aprendiz recibe una chispa, pero esa chispa nunca se convierte en sol pleno; cada incremento de luz es siempre parcial, porque la Luz verdadera es inabarcable. Así, la masonería enseña que el aprendiz habita en todos los grados, y que el Maestro más sabio sigue siendo aprendiz frente al misterio del Gran Arquitecto del Universo.

Decir que siempre somos aprendices es cierto porque la vida misma es un proceso de aprendizaje sin clausura. Cada día nos confronta con algo que ignorábamos, cada encuentro con otro ser humano nos muestra una perspectiva que no habíamos considerado, cada error nos revela la fragilidad de nuestro saber y nos invita a comenzar de nuevo. Como señala René Guénon: “la iniciación no es jamás un punto de llegada, sino la entrada en un camino indefinidamente prolongado” (Símbolos fundamentales de la ciencia sagrada). Incluso en el último aliento, la vida nos sigue enseñando la lección más radical: la del tránsito hacia el Oriente Eterno.

No obstante, la afirmación también debe entenderse en su contradicción. Ser eterno aprendiz no significa permanecer en la ignorancia o en la pasividad, como si nunca hubiese avances, como si todo fuese siempre inicio y jamás llegada. El aprendizaje real implica acumulación, transformación y responsabilidad. Jules Boucher advierte: “el simbolismo masónico no es un simple objeto de contemplación, sino una enseñanza activa que debe traducirse en la vida del iniciado” (La simbólica masónica). Un aprendiz verdadero no se justifica en su condición para no actuar, sino que aprende actuando. Siempre somos aprendices, sí, pero aprendices que crecen, que se perfeccionan, que transforman la luz recibida en obras de justicia, fraternidad y servicio.

La verdad, entonces, es que ser un eterno aprendiz no es una limitación, sino una dignidad. Somos aprendices no porque estemos incompletos en un sentido negativo, sino porque la plenitud del ser y del saber nunca se agota. Wilmshurst lo expresa con fuerza: “toda la Masonería, desde la iniciación hasta los más altos grados, es un aprendizaje del alma en su viaje hacia la plenitud espiritual” (El significado de la masonería). En ese sentido, el aprendiz eterno es aquel que ha comprendido que la humildad y el asombro son las llaves de toda verdadera sabiduría.

Decir que siempre somos aprendices es tan cierto como decir que siempre somos caminantes: cada paso nos acerca y nos aleja, cada peldaño ascendido abre otro más alto, cada grado alcanzado revela un nuevo secreto. La certeza de ser aprendiz eterno no disminuye al masón, lo engrandece; no lo paraliza, lo impulsa; no lo reduce, lo expande. Porque quien se sabe aprendiz sabe también que su destino no es la quietud, sino el camino; no es el orgullo de lo alcanzado, sino la sed inextinguible de la Luz.

Así, proclamar soy un eterno aprendiz es afirmar una verdad profunda: que la masonería, como la vida misma, es un viaje sin fin hacia la sabiduría; que la obra nunca se concluye; y que el mayor magisterio consiste en morir con la humildad intacta de quien sabe que aún, incluso en la eternidad, seguirá aprendiendo a ser hijo de la Luz.

Queridos hermanos: que jamás se apague en nosotros la llama humilde del aprendiz; no olvidemos que la verdadera grandeza masónica no está en los títulos ni en los grados, sino en la disposición del alma que, cada día, se abre a la enseñanza del Gran Arquitecto del Universo. Cada amanecer es una iniciación, cada mirada del otro es un libro, cada silencio en logia es una palabra no dicha que invita a comprender más allá de las formas.

Que el polvo de la rutina no cubra el brillo del mandil blanco con el que un día ingresamos al templo; que no olvidemos el temblor del primer golpe del mallete sobre nuestra piedra bruta, porque allí nació el compromiso de aprender eternamente. Ser aprendiz es conservar viva la inocencia del que busca, la humildad del que no presume saber y la pasión del que no deja de asombrarse.

Mantengamos el corazón dispuesto, la mente abierta y la mano tendida. Que cada grado recorrido no sea un peldaño de orgullo, sino un recordatorio de cuánto nos falta por comprender. Y cuando la vida nos conduzca al Oriente Eterno, podamos partir con serenidad, sabiendo que incluso allí, más allá del velo, seguiremos siendo aprendices de la luz; porque ser eterno aprendiz no es una condición pasajera, sino una forma de eternidad: la del espíritu que, al no cerrarse nunca al conocimiento, permanece siempre joven ante el misterio divino.

Referencias Bibliográficas

Platón, Apología de Sócrates.

Aristóteles, Metafísica.

Hegel, Fenomenología del espíritu.

Oswald Wirth, El libro del Aprendiz.

Jules Boucher, La simbólica masónica.

René Guénon, Símbolos fundamentales de la ciencia sagrada.

W. L. Wilmshurst, El significado de la masonería.




ENTRE EL RITO Y LA RAZÓN : CUANDO EL CORAZÓN DEL MASÓN PIENSA

  Imagen generada con I. A. El masón como intérprete del misterio presente entre el silencio del templo y la voz del logos   Esta reflexió...