“No es el hombre quien busca la Masonería, sino la Masonería quien llama al hombre cuando éste está preparado.”
W.L. Wilmshurst, El Significado de la Masonería
No
llegué a la Masonería por grados ni por cargos, no crucé el umbral del templo
impulsado por la sed de ascenso, ni atraído por la ilusión de ocupar un sitial
en la jerarquía visible. Llegué, más bien, porque algo en mí -un fuego antiguo,
una nostalgia del origen- me empujaba a regresar hacia la fuente, a reencontrar
en el símbolo el eco de lo eterno. Llegué porque la Masonería, silenciosa y
paciente, ya me esperaba.
A
veces uno cree buscar, pero en verdad está siendo buscado; la Masonería me
encontró, no cuando yo la merecí, sino cuando estuve dispuesto a vaciarme de
mis falsas certezas. No fue una decisión racional ni un acto de curiosidad; fue
un movimiento interior, una llamada que resonó en el alma y que ningún ruido
del mundo pudo acallar.
Platón
dijo que conocer es recordar, y, al cruzar las columnas de entrada, sentí que
no ingresaba a algo nuevo, sino que regresaba a un lugar que ya habitaba en mí;
reconocí las herramientas, las luces, las palabras, como quien reconoce el
rostro de un viejo amigo. Comprendí que el templo no era un edificio, sino una
estructura invisible que se alza en la conciencia del iniciado, y que cada rito
es una forma del alma de recordarse a sí misma.
René
Guénon enseñaba que “todo rito auténtico es un medio de reconexión con el principio”.
Por eso comprendí que no había llegado a una sociedad, sino a una vía de
retorno. Cada símbolo, cada palabra sagrada, cada silencio ritual era un mapa
de regreso al centro del ser. La Masonería no me ofreció respuestas inmediatas;
me ofreció preguntas luminosas, enigmas que me despojaban de la comodidad de
las apariencias.
Y
es precisamente en este punto donde nace la diferencia entre el que llega por
vocación interior y el que llega por ambición exterior, porque hay quienes se
acercan al templo buscando en él una confirmación del ego: anhelan grados,
insignias, títulos o reconocimientos que nada tienen que ver con la verdadera
iniciación. Confunden la escala simbólica con una escalera de poder, olvidando
que los grados son metáforas de estados del alma, no peldaños de un prestigio
humano.
Esos
hermanos, atrapados por la forma y no por el espíritu, convierten el trabajo
interior en una burocracia de vanidades; buscan ascender sin profundizar,
adquirir sin transformarse, mandar sin servir; son, como advirtió Albert Pike, “quienes
visten las insignias de la Orden, pero permanecen profanos en su corazón”. Y,
sin embargo, incluso ellos -en su error- son necesarios, pues encarnan el
contraste que permite reconocer el valor de la autenticidad.
La
verdadera Masonería no se mide por el número de grados, sino por la profundidad
del silencio; no por el brillo de los metales, sino por la transparencia del alma.
No llegué a la Orden para subir, sino para hundirme: para descender a las
cavernas interiores donde se ocultan mis sombras, mis limitaciones y mis miedos;
allí descubrí que el martillo y el cincel no son armas para dominar, sino
instrumentos de purificación, el golpe no se da sobre la piedra ajena, sino
sobre la propia dureza del corazón.
Oswald
Wirth tenía razón cuando escribió que “el templo masónico no se edifica en
el espacio exterior, sino en el interior del hombre”. Cada hermano que
trabaja su piedra contribuye al levantamiento del templo invisible que es la
humanidad reconciliada con su Creador. Y en ese trabajo, ningún grado otorga
luz por sí mismo: sólo el trabajo consciente la despierta.
La
escuadra y el compás me enseñaron que el equilibrio y la medida son virtudes
interiores antes que símbolos rituales; la escuadra me recuerda la necesidad de
rectitud moral, y el compás me enseña a circunscribir mis pasiones, a contener
la soberbia que impide reconocer en el otro la misma chispa divina que me
anima. Aquellos que buscan los grados por vanidad, en cambio, abren el compás
hacia afuera y nunca hacia adentro; miden el mundo, pero no se miden a sí
mismos.
En
las cámaras del templo aprendí que el camino masónico es un itinerario de
conciencia, no una carrera institucional. Como señaló Hegel, “el Espíritu se
desarrolla en el movimiento que lo conduce del ser en sí al ser para sí”:
el alma se ilumina cuando comprende que el verdadero ascenso no es vertical
sino interior; la luz no se conquista; se revela.
Erich
Fromm nos recordó que el hombre moderno ha olvidado el arte de ser, la
Masonería vino a devolverme ese arte; me enseñó que el “Arte Real”
consiste en transmutar la piedra bruta de la personalidad en la piedra cúbica
del espíritu, en transformar la ignorancia en sabiduría, el egoísmo en
fraternidad y la duda en fe; no una fe dogmática, sino una certeza interior de
que todo lo que existe participa de una misma esencia divina.
Y
es aquí donde comprendí que la fraternidad masónica no es un lazo de conveniencia,
sino una comunión ontológica. No llegué a la Masonería buscando amigos, sino
hermanos; no buscando un grupo, sino a un espejo, porque el otro, dentro del templo,
no es un competidor sino una proyección del mismo principio universal. Como
enseñó Martin Buber, el encuentro con el tú auténtico transforma al yo en algo
más grande que sí mismo: lo diviniza.
Por
eso, cuando un hermano busca el poder dentro de la logia, rompe esa comunión
sagrada; el poder en el templo no pertenece a nadie, porque fluye del Gran
Arquitecto del Universo. El que intenta poseerlo se vacía de luz; el que lo
sirve, se ilumina. Quien desea ser visto, pierde la visión; quien desea ser
comprendido, deja de comprender. El verdadero cargo masónico es el del alma que
se ofrece al servicio silencioso del bien, del amor y de la verdad.
Albert
Pike lo expresó con admirable claridad: “El masón auténtico es un sacerdote
del Espíritu, y su altar está en su corazón.” Esa frase me marcó, porque me
hizo entender que no vine a la Masonería para representar un papel, sino para
consagrar mi vida. Mi templo no tiene techo ni paredes: está hecho de mis
pensamientos, de mis actos, de mi oración constante al Gran Arquitecto.
No
llegué, pues, por curiosidad ni por deseo de ascenso; llegué porque algo en mí
recordó que la luz existe; llegué porque el alma, cansada de los artificios del
mundo, buscó reposo en la verdad; llegué porque necesitaba comprender que la
verdadera iniciación no se recibe, sino que se encarna; que la luz no se
adquiere, sino que se deja pasar.
Y
si hoy alguien me preguntara por qué llegué a la Masonería, respondería que no
lo sé con palabras, pero lo sé con el alma. Llegué porque era el momento;
porque la aurora me encontró con los ojos abiertos. Llegué porque el templo me
esperaba desde antes del tiempo. Llegué porque la Masonería, en su infinita
sabiduría, me llamó sin hablar y yo, sin entender, respondí con el corazón.
Y
desde entonces trabajo, día tras día, no para obtener grados, sino para merecer
silencio; no para ocupar un cargo, sino para hallar sentido; no para
distinguirme de los hombres, sino para reconciliarme con ellos. Porque quien
llega a la Masonería por interés, se queda fuera del templo, aunque esté
dentro; pero quien llega por amor a la verdad, entra en el centro del templo,
aunque permanezca en la periferia.
Así
comprendí, finalmente, que no fui yo quien llegó a la Masonería: fue la
Masonería la que llegó a mí. Porque cuando el alma está madura, la luz se
presenta, y, cuando la luz llega, no pregunta por los grados ni por los
títulos: sólo pregunta si el corazón está dispuesto a arder.
Referencias
Bibliográficas
Buber, M.
(1923). Yo y Tú. Leipzig: Insel Verlag.
Fromm, E.
(1956). El arte de amar. México: Fondo de Cultura Económica.
Guénon, R.
(1962). Símbolos fundamentales de la ciencia sagrada. Buenos Aires: Editorial
Kier.
Hegel, G. W.
F. (1807). Fenomenología del espíritu. Berlín: Editorial Reclam.
Pike, A.
(1871). Moral y Dogma del Rito Escocés Antiguo y Aceptado de la Masonería.
Charleston: Supremo Consejo.
Rogers, C.
(1980). El camino del ser. Barcelona: Editorial Kairós.
Wilmshurst,
W. L. (1922). El significado de la Masonería. Londres: Rider & Co.
Wirth, O.
(1922). El libro del aprendiz. París: Editorial Dervy.
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