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lunes, 24 de noviembre de 2025

EL LLAMADO QUE NO SE BUSCA: CUANDO LA MASONERÍA LLEGA AL ALMA ANTES QUE LOS GRADOS

 

“No es el hombre quien busca la Masonería, sino la Masonería quien llama al hombre cuando éste está preparado.”

W.L. Wilmshurst, El Significado de la Masonería

No llegué a la Masonería por grados ni por cargos, no crucé el umbral del templo impulsado por la sed de ascenso, ni atraído por la ilusión de ocupar un sitial en la jerarquía visible. Llegué, más bien, porque algo en mí -un fuego antiguo, una nostalgia del origen- me empujaba a regresar hacia la fuente, a reencontrar en el símbolo el eco de lo eterno. Llegué porque la Masonería, silenciosa y paciente, ya me esperaba.

A veces uno cree buscar, pero en verdad está siendo buscado; la Masonería me encontró, no cuando yo la merecí, sino cuando estuve dispuesto a vaciarme de mis falsas certezas. No fue una decisión racional ni un acto de curiosidad; fue un movimiento interior, una llamada que resonó en el alma y que ningún ruido del mundo pudo acallar.

Platón dijo que conocer es recordar, y, al cruzar las columnas de entrada, sentí que no ingresaba a algo nuevo, sino que regresaba a un lugar que ya habitaba en mí; reconocí las herramientas, las luces, las palabras, como quien reconoce el rostro de un viejo amigo. Comprendí que el templo no era un edificio, sino una estructura invisible que se alza en la conciencia del iniciado, y que cada rito es una forma del alma de recordarse a sí misma.

René Guénon enseñaba que “todo rito auténtico es un medio de reconexión con el principio”. Por eso comprendí que no había llegado a una sociedad, sino a una vía de retorno. Cada símbolo, cada palabra sagrada, cada silencio ritual era un mapa de regreso al centro del ser. La Masonería no me ofreció respuestas inmediatas; me ofreció preguntas luminosas, enigmas que me despojaban de la comodidad de las apariencias.

Y es precisamente en este punto donde nace la diferencia entre el que llega por vocación interior y el que llega por ambición exterior, porque hay quienes se acercan al templo buscando en él una confirmación del ego: anhelan grados, insignias, títulos o reconocimientos que nada tienen que ver con la verdadera iniciación. Confunden la escala simbólica con una escalera de poder, olvidando que los grados son metáforas de estados del alma, no peldaños de un prestigio humano.

Esos hermanos, atrapados por la forma y no por el espíritu, convierten el trabajo interior en una burocracia de vanidades; buscan ascender sin profundizar, adquirir sin transformarse, mandar sin servir; son, como advirtió Albert Pike, “quienes visten las insignias de la Orden, pero permanecen profanos en su corazón”. Y, sin embargo, incluso ellos -en su error- son necesarios, pues encarnan el contraste que permite reconocer el valor de la autenticidad.

La verdadera Masonería no se mide por el número de grados, sino por la profundidad del silencio; no por el brillo de los metales, sino por la transparencia del alma. No llegué a la Orden para subir, sino para hundirme: para descender a las cavernas interiores donde se ocultan mis sombras, mis limitaciones y mis miedos; allí descubrí que el martillo y el cincel no son armas para dominar, sino instrumentos de purificación, el golpe no se da sobre la piedra ajena, sino sobre la propia dureza del corazón.

Oswald Wirth tenía razón cuando escribió que “el templo masónico no se edifica en el espacio exterior, sino en el interior del hombre”. Cada hermano que trabaja su piedra contribuye al levantamiento del templo invisible que es la humanidad reconciliada con su Creador. Y en ese trabajo, ningún grado otorga luz por sí mismo: sólo el trabajo consciente la despierta.

La escuadra y el compás me enseñaron que el equilibrio y la medida son virtudes interiores antes que símbolos rituales; la escuadra me recuerda la necesidad de rectitud moral, y el compás me enseña a circunscribir mis pasiones, a contener la soberbia que impide reconocer en el otro la misma chispa divina que me anima. Aquellos que buscan los grados por vanidad, en cambio, abren el compás hacia afuera y nunca hacia adentro; miden el mundo, pero no se miden a sí mismos.

En las cámaras del templo aprendí que el camino masónico es un itinerario de conciencia, no una carrera institucional. Como señaló Hegel, “el Espíritu se desarrolla en el movimiento que lo conduce del ser en sí al ser para sí”: el alma se ilumina cuando comprende que el verdadero ascenso no es vertical sino interior; la luz no se conquista; se revela.

Erich Fromm nos recordó que el hombre moderno ha olvidado el arte de ser, la Masonería vino a devolverme ese arte; me enseñó que el “Arte Real” consiste en transmutar la piedra bruta de la personalidad en la piedra cúbica del espíritu, en transformar la ignorancia en sabiduría, el egoísmo en fraternidad y la duda en fe; no una fe dogmática, sino una certeza interior de que todo lo que existe participa de una misma esencia divina.

Y es aquí donde comprendí que la fraternidad masónica no es un lazo de conveniencia, sino una comunión ontológica. No llegué a la Masonería buscando amigos, sino hermanos; no buscando un grupo, sino a un espejo, porque el otro, dentro del templo, no es un competidor sino una proyección del mismo principio universal. Como enseñó Martin Buber, el encuentro con el tú auténtico transforma al yo en algo más grande que sí mismo: lo diviniza.

Por eso, cuando un hermano busca el poder dentro de la logia, rompe esa comunión sagrada; el poder en el templo no pertenece a nadie, porque fluye del Gran Arquitecto del Universo. El que intenta poseerlo se vacía de luz; el que lo sirve, se ilumina. Quien desea ser visto, pierde la visión; quien desea ser comprendido, deja de comprender. El verdadero cargo masónico es el del alma que se ofrece al servicio silencioso del bien, del amor y de la verdad.

Albert Pike lo expresó con admirable claridad: “El masón auténtico es un sacerdote del Espíritu, y su altar está en su corazón.” Esa frase me marcó, porque me hizo entender que no vine a la Masonería para representar un papel, sino para consagrar mi vida. Mi templo no tiene techo ni paredes: está hecho de mis pensamientos, de mis actos, de mi oración constante al Gran Arquitecto.

No llegué, pues, por curiosidad ni por deseo de ascenso; llegué porque algo en mí recordó que la luz existe; llegué porque el alma, cansada de los artificios del mundo, buscó reposo en la verdad; llegué porque necesitaba comprender que la verdadera iniciación no se recibe, sino que se encarna; que la luz no se adquiere, sino que se deja pasar.

Y si hoy alguien me preguntara por qué llegué a la Masonería, respondería que no lo sé con palabras, pero lo sé con el alma. Llegué porque era el momento; porque la aurora me encontró con los ojos abiertos. Llegué porque el templo me esperaba desde antes del tiempo. Llegué porque la Masonería, en su infinita sabiduría, me llamó sin hablar y yo, sin entender, respondí con el corazón.

Y desde entonces trabajo, día tras día, no para obtener grados, sino para merecer silencio; no para ocupar un cargo, sino para hallar sentido; no para distinguirme de los hombres, sino para reconciliarme con ellos. Porque quien llega a la Masonería por interés, se queda fuera del templo, aunque esté dentro; pero quien llega por amor a la verdad, entra en el centro del templo, aunque permanezca en la periferia.

Así comprendí, finalmente, que no fui yo quien llegó a la Masonería: fue la Masonería la que llegó a mí. Porque cuando el alma está madura, la luz se presenta, y, cuando la luz llega, no pregunta por los grados ni por los títulos: sólo pregunta si el corazón está dispuesto a arder.

 

Referencias Bibliográficas

Buber, M. (1923). Yo y Tú. Leipzig: Insel Verlag.

Fromm, E. (1956). El arte de amar. México: Fondo de Cultura Económica.

Guénon, R. (1962). Símbolos fundamentales de la ciencia sagrada. Buenos Aires: Editorial Kier.

Hegel, G. W. F. (1807). Fenomenología del espíritu. Berlín: Editorial Reclam.

Pike, A. (1871). Moral y Dogma del Rito Escocés Antiguo y Aceptado de la Masonería. Charleston: Supremo Consejo.

Rogers, C. (1980). El camino del ser. Barcelona: Editorial Kairós.

Wilmshurst, W. L. (1922). El significado de la Masonería. Londres: Rider & Co.

Wirth, O. (1922). El libro del aprendiz. París: Editorial Dervy.

 


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