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martes, 16 de septiembre de 2025

LA FRATERNIDAD: ENTRE EL DISCURSO Y LA PRÁCTICA Y SUS IMPLICACIONES EN EL DESARROLLO MASÓNICO DEL APRENDIZ


Se nos enseña, desde el primer contacto con la masonería, que la fraternidad es uno de sus valores fundamentales. Se proclama en nuestros rituales, se repite en nuestras planchas y se convierte en fórmula de saludo y despedida. Sin embargo, cabe preguntarse con sinceridad: ¿Cómo se vive realmente la fraternidad al interior de nuestras logias? ¿No corremos el riesgo de convertirla en una palabra decorativa, elegante en el discurso, pero vacía en la práctica cotidiana?

La fraternidad no es una simpatía superficial ni un sentimiento espontáneo de afinidad. Es, en esencia, un acto ético radical: exige reconocer al otro como portador de dignidad, incluso cuando su carácter nos incomoda, su opinión nos contradice o sus defectos nos resultan evidentes. En su raíz, la fraternidad es un ejercicio de trascendencia del ego, pues implica dejar de lado la necesidad de tener siempre la razón, la tendencia a competir o el impulso a descalificar al diferente.

No obstante, en muchos talleres lo que observamos es un divorcio entre el discurso fraternal y la práctica efectiva. Se proclama la fraternidad en las palabras rituales, pero se la niega en actitudes de indiferencia, en silencios excluyentes o en críticas solapadas. Se habla del amor fraternal como “cemento” que une nuestras piedras, pero se cultivan rivalidades personales que terminan por agrietar los muros invisibles del templo. Se aplauden planchas bellamente redactadas, mientras se ignoran las necesidades materiales, emocionales o espirituales de los hermanos que las escriben. Se celebra la unidad en los ágapes, mientras algunos se levantan de la mesa sin haber sido escuchados ni integrados.

Esta incoherencia no es un asunto menor, vacía de sentido la iniciación misma; porque si el templo no es un espacio real de fraternidad vivida, se convierte en un teatro ritual, un lugar donde representamos símbolos en vez de encarnarlos. Como advierte Oswald Wirth, “el símbolo que no se vive se convierte en caricatura” -1931-. Una logia que pronuncia la palabra de fraternidad, pero no la practica, traiciona el espíritu iniciático y erosiona la credibilidad de toda la Orden, tanto hacia dentro como hacia la sociedad profana.

Lo más grave es que esta brecha golpea con fuerza al aprendiz; el recién iniciado llega con hambre de sentido, con la esperanza de hallar un espacio distinto al mundo profano, con el corazón abierto para aprender y transformarse; si lo que encuentra es un ambiente frío, donde los gestos fraternos son mecánicos y no tocan lo humano, la semilla iniciática corre el riesgo de secarse antes de germinar. Para el aprendiz, la fraternidad no es un adorno: es el suelo sobre el cual puede crecer su trabajo interior. Cuando se siente acogido y escuchado, aprende que la logia es un lugar seguro donde puede compartir sus dudas y avanzar sin temor. Pero cuando percibe indiferencia o rivalidades, su iniciación se trivializa y el mandil blanco deja de ser emblema de pureza para convertirse en un simple uniforme.

El desarrollo masónico del aprendiz implica dimensiones profundamente relacionadas con la fraternidad. En lo ético, aprende que no basta con conocerse a sí mismo; debe reconocerse en el otro, ejercitando la humildad y la empatía. En lo simbólico, descubre que la fraternidad es la argamasa que une las piedras vivas del templo, que su propio trabajo no tiene sentido aislado, sino que cobra valor en el entrelazamiento con los trabajos de sus hermanos. En lo espiritual, la fraternidad le enseña a ver en el otro una chispa del G A D U, comprendiendo que la masonería no es un club ni una academia, sino una comunidad de sentido que refleja la unidad de la creación.

De ahí que el fracaso en practicar la fraternidad tenga consecuencias directas: el aprendiz puede caer en la decepción, el escepticismo o la indiferencia, perdiendo de vista la belleza del camino iniciático. Por el contrario, una logia que encarna la fraternidad ofrece al aprendiz un laboratorio vivo donde experimentar, desde el inicio, lo que significa trabajar en la construcción del templo interior y colectivo. Como dijo Erich Fromm: “La fraternidad comienza cuando el otro deja de ser una amenaza y se convierte en parte esencial de mi destino” -1956-. Y es precisamente este aprendizaje —ver al otro como destino compartido— lo que da sentido al primer grado. Si el aprendiz no encuentra en la fraternidad una vivencia real, difícilmente podrá ascender con autenticidad a grados superiores.

La fraternidad auténtica exige más que palabras. Supone cuidar al hermano que se aísla, tender la mano antes de que sea pedida, corregir sin humillar, escuchar sin prisa, disentir sin romper. Es estar presente en el dolor del otro, incomodarse por su sufrimiento, alegrarse de su progreso como si fuera propio. Pero esto solo es posible si asumimos la fraternidad como disciplina constante contra nuestro ego. Wilmshurst recordaba que “la fraternidad masónica no es una sociedad de iguales perfectos, sino un taller de almas en proceso de perfección mutua” -1922- Así, el aprendiz entiende que no se le pide encontrar hermanos perfectos, sino aprender a crecer junto a otros imperfectos, en un ejercicio de paciencia, humildad y perseverancia. Esa es la verdadera escuela iniciática.

Si no queremos que nuestras logias se conviertan en clubes sociales con ropaje ritual, debemos atrevernos a mirar de frente esta incoherencia. La fraternidad no puede ser un lema vacío ni una máscara cómoda; debe ser la piedra angular sobre la que se edifique todo el trabajo iniciático. Y esto exige valentía: valentía para reconocer que muchas veces hemos fallado, valentía para corregir nuestras actitudes y valentía para practicar, en lo pequeño y lo cotidiano, aquello que proclamamos en lo solemne y ritual.

Al final, el desarrollo masónico del aprendiz no depende de la cantidad de símbolos que memorice ni de la perfección con que ejecute los rituales, sino de la experiencia viva de haber encontrado una fraternidad real. Porque no será juzgado —ni él ni nosotros— por la belleza de nuestros discursos, sino por la verdad de nuestra fraternidad vivida; por haber hecho del templo un hogar del espíritu y no un escenario; por haber sido capaces de ver en cada hermano no un rival ni un extraño, sino una parte esencial de nuestra propia obra inacabada. Tal vez por eso pueda decirse que la fraternidad es, para el aprendiz, la verdadera “palabra perdida”: una palabra que no se busca en los libros ni en los rituales, sino en la vivencia concreta del vínculo que nos une. Solo cuando la logia se convierte en taller vivo de fraternidad, el aprendiz comienza a transitar de verdad el camino de la construcción interior, convirtiéndose no en espectador de un teatro simbólico, sino en obrero de la Obra eterna.

 

 

Referencias bibliográficas

Fromm, Erich. El arte de amar. México: Fondo de Cultura Económica, 1956.

Wilmshurst, Walter Leslie. El Significado de la Masonería. Londres: Rider & Co., 1922.

Wirth, Oswald. El simbolismo hermético en sus relaciones con la alquimia y la masonería. París: Dervy, 1931.

Boucher, Jules. La simbología Masónica. París: Dervy, 1948.


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