Uno de los principios más altos que proclama la masonería es el de la igualdad, se nos dice que en logia todos somos iguales, que no hay rangos profanos, que las distinciones sociales se disuelven al abrigo del mandil blanco, y que las diferencias ideológicas no deben romper la armonía fraterna; sin embargo, afirmar no es realizar, proclamar no es encarnar. ¿somos verdaderamente iguales al interior de la logia o cultivamos, muchas veces de forma sutil, nuevas jerarquías bajo la apariencia del simbolismo?
El templo
masónico, en su concepción ideal, es un espacio sagrado donde los hombres y las
mujeres se reúnen como obreros de un mismo edificio espiritual, pero cada uno
llega con una carga que no desaparece mágicamente al cruzar la puerta del
taller: diferencias de clase, de poder adquisitivo, de nivel educativo, de
convicciones políticas, de fe religiosa o agnosticismo. Estas diferencias no
son obstáculo en sí mismas, el problema comienza cuando, consciente o
inconscientemente, se establecen mecanismos simbólicos y sociales que refuerzan
jerarquías, privilegios o exclusiones que contradicen los valores que decimos
honrar.
Seamos
honestos: ¿Qué sucede cuando un hermano humilde, de escasa formación académica,
intenta expresar su interpretación del símbolo con palabras sencillas? ¿Es
escuchado con la misma atención que aquel que habla desde la elocuencia retórica
o el capital cultural? ¿Y qué ocurre cuando un hermano expresa una posición
política que no es compartida por la mayoría? ¿Se respeta su voz o se le aísla
con silencios cargados de desaprobación? ¿Y aquel que profesa una fe
minoritaria o un pensamiento filosófico divergente, es acogido con la misma
calidez que el que representa una ortodoxia no escrita?
Muchas
logias, en lugar de ser laboratorios de fraternidad radical, reproducen –de
forma simbólicamente maquillada– los sistemas de dominación del mundo profano;
se valora más el rango que la virtud, más el título académico que la sabiduría
interior, más la capacidad oratoria que el testimonio ético; se escucha más al
que tiene, que al que vive con austeridad; se considera más normal al que calla
y se adapta, que al que piensa con libertad y compromiso.
Esta
situación es peligrosa no sólo por su contradicción con los principios de la
Orden, sino porque vacía de contenido la iniciación misma. ¿De qué sirve el
rito si no transforma el modo en que nos relacionamos entre nosotros? ¿Qué
sentido tiene pulir la piedra bruta si no somos capaces de reconocer la
dignidad plena del hermano que piensa distinto, cree distinto, vive distinto?
La igualdad
masónica no puede ser entendida como una consigna abstracta o como un estado
ceremonial limitado a los trabajos rituales, debe ser un ejercicio cotidiano de
despojo del ego, de la soberbia y del prejuicio; igualdad no significa que
todos sean iguales en forma, sino que todos merecen igual dignidad, igual
respeto e igual derecho a construir el templo simbólico desde su experiencia
única.
Como señaló
Albert Pike, “no hay distinción real entre los hombres más allá de la
virtud. El único rango que debe respetarse en logia es el del trabajo y la
integridad” (Moral y Dogma, 1871, p. 65). Esta afirmación debería ser el
fundamento de nuestra vida masónica. No el linaje, no la riqueza, no el capital
cultural, sino la fidelidad al deber, al símbolo y al silencio fecundo.
La logia
debe ser, en el mundo contemporáneo, un espacio contrahegemónico, donde se
combatan activamente los privilegios heredados del mundo profano. No basta con
declarar la igualdad: hay que construirla, y, esa construcción exige
autocrítica constante, vigilancia ética y una pedagogía fraterna que eleve a
todos, sin excluir a nadie.
Como
recordaba René Guénon, “una verdadera iniciación no puede separarse del
ejercicio de una justicia profunda, que reconozca en todo ser humano una chispa
del principio” -Ideas sobre la Iniciación, 1946, p. 103-. No hay justicia
sin igualdad espiritual, no hay fraternidad sin respeto real por las
diferencias y no hay libertad si hay privilegios ocultos bajo las apariencias
del ritual.
¿Estamos
dispuestos a dejar de lado nuestras preferencias ideológicas y creencias
personales para escuchar con humildad a quien piensa distinto? ¿Estamos
dispuestos a revisar nuestras prácticas para detectar allí donde hemos
instaurado castas simbólicas, clericalismos laicos o tribunas de poder?
¿Estamos listos para que nuestras logias sean no sólo laboratorios de palabra
ritual, sino verdaderos talleres de justicia fraterna?
La masonería
se engrandece cuando es coherente, y es coherente cuando actúa desde sus
principios, no cuando los convierte en meras fórmulas; ser iguales en logia no
es fácil, implica renuncias, especialmente a la superioridad disfrazada de
corrección, al paternalismo revestido de sabiduría y al elitismo que se
disfraza de tradición.
El verdadero
trabajo masónico del siglo XXI no consiste en conservar una forma, sino en
reavivar el espíritu que dio origen a esa forma: el espíritu de libertad
interior, de fraternidad sin distinción, de igualdad no declarada sino vivida;
que cada mandil blanco nos recuerde que no somos más que servidores en una obra
común; que cada palabra dicha en logia sea medida no por su forma, sino por su
intención y su verdad; que cada diferencia sea asumida no como amenaza, sino
como posibilidad y que el templo se siga construyendo no con piedras idénticas,
sino con piedras diversas, unidas por el cemento invisible del respeto mutuo,
la justicia activa y el amor fraternal.
Para el aprendiz,
que se encuentra en el umbral de su camino iniciático, esta problemática no es
secundaria, marca su comprensión del templo que comienza a habitar y del espíritu
de la orden que se le ha confiado.
Cuando un aprendiz
percibe que, más allá de los rituales, se toleran o incluso se reproducen
desigualdades de trato o de valoración según el origen social, la capacidad de
expresión o las convicciones personales, su proceso iniciático puede verse
profundamente dañado. El taller, que debía ser refugio de equidad y escuela de
transformación, se vuelve espacio ambiguo, donde el discurso y la práctica
divergen.
Frente a
ello, el aprendiz necesita desarrollar una conciencia crítica que no se
confunda con rebeldía profana, pero que sí cultive una vigilancia ética
permanente. Su trabajo sobre la piedra bruta no puede limitarse a lo simbólico,
como complemento, debe incluir el reconocimiento de las estructuras internas
–visibles o veladas– que impiden la igualdad fraterna.
Es
justamente desde su aparente debilidad –la humildad del que comienza– que el aprendiz
tiene la fuerza para recordar a la logia su deber esencial: ser espacio de
acogida para todas las luces, por tenues que sean. Su silencio ritual no debe
convertirse en silencio cómplice, su observación no debe devenir indiferencia,
su escucha debe estar acompañada de una voluntad interior de rectificación,
pues como enseñaba Oswald Wirth, “toda iniciación verdadera exige una lucha
interior contra las apariencias engañosas” -La Masonería hecha Inteligible,
1922, p. 47-.
La igualdad
masónica, por tanto, debe ser la primera experiencia vivida del aprendiz, si se
espera que en su ascenso por la escalera simbólica no sólo acumule grados, sino
también una conciencia justa, solidaria y transformadora.
Referencias
bibliográficas:
Guénon,
René. Ideas Sobre la Iniciación. París: Gallimard, 1946.
Pike,
Albert. Moral y dogma del Antiguo y Aceptado Rito Escocés de la Masonería. Charleston:
Supreme Council, 1871.
Wirth,
Oswald. La Masonería hecha Inteligible. París: Dervy, 1922.
Boucher,
Jules. La simbología Masónica. París: Dervy, 1948.
Q:. H:. Andy, leído con atención tu plancga y la valoro mucho porque nos recuerda que la igualdad Masónica no puede quedarse en el discurso ritual. Coincido en que el reto de hoy es encarnarla como práctica viva, capaz de desmontar jerarquías ocultas y de construir talleres verdaderamente inclusivos y transformadores.
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