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martes, 9 de septiembre de 2025

LA IGUALDAD EN EL MARCO DE LAS DIFERENCIAS SOCIO-POLÍCAS, ECONÓMICAS, Y RELIGIOSAS EN LA LOGIA DE APRENDIZ MASÓN


 Uno de los principios más altos que proclama la masonería es el de la igualdad, se nos dice que en logia todos somos iguales, que no hay rangos profanos, que las distinciones sociales se disuelven al abrigo del mandil blanco, y que las diferencias ideológicas no deben romper la armonía fraterna; sin embargo, afirmar no es realizar, proclamar no es encarnar. ¿somos verdaderamente iguales al interior de la logia o cultivamos, muchas veces de forma sutil, nuevas jerarquías bajo la apariencia del simbolismo?

El templo masónico, en su concepción ideal, es un espacio sagrado donde los hombres y las mujeres se reúnen como obreros de un mismo edificio espiritual, pero cada uno llega con una carga que no desaparece mágicamente al cruzar la puerta del taller: diferencias de clase, de poder adquisitivo, de nivel educativo, de convicciones políticas, de fe religiosa o agnosticismo. Estas diferencias no son obstáculo en sí mismas, el problema comienza cuando, consciente o inconscientemente, se establecen mecanismos simbólicos y sociales que refuerzan jerarquías, privilegios o exclusiones que contradicen los valores que decimos honrar.

Seamos honestos: ¿Qué sucede cuando un hermano humilde, de escasa formación académica, intenta expresar su interpretación del símbolo con palabras sencillas? ¿Es escuchado con la misma atención que aquel que habla desde la elocuencia retórica o el capital cultural? ¿Y qué ocurre cuando un hermano expresa una posición política que no es compartida por la mayoría? ¿Se respeta su voz o se le aísla con silencios cargados de desaprobación? ¿Y aquel que profesa una fe minoritaria o un pensamiento filosófico divergente, es acogido con la misma calidez que el que representa una ortodoxia no escrita?

Muchas logias, en lugar de ser laboratorios de fraternidad radical, reproducen –de forma simbólicamente maquillada– los sistemas de dominación del mundo profano; se valora más el rango que la virtud, más el título académico que la sabiduría interior, más la capacidad oratoria que el testimonio ético; se escucha más al que tiene, que al que vive con austeridad; se considera más normal al que calla y se adapta, que al que piensa con libertad y compromiso.

Esta situación es peligrosa no sólo por su contradicción con los principios de la Orden, sino porque vacía de contenido la iniciación misma. ¿De qué sirve el rito si no transforma el modo en que nos relacionamos entre nosotros? ¿Qué sentido tiene pulir la piedra bruta si no somos capaces de reconocer la dignidad plena del hermano que piensa distinto, cree distinto, vive distinto?

La igualdad masónica no puede ser entendida como una consigna abstracta o como un estado ceremonial limitado a los trabajos rituales, debe ser un ejercicio cotidiano de despojo del ego, de la soberbia y del prejuicio; igualdad no significa que todos sean iguales en forma, sino que todos merecen igual dignidad, igual respeto e igual derecho a construir el templo simbólico desde su experiencia única.

Como señaló Albert Pike, “no hay distinción real entre los hombres más allá de la virtud. El único rango que debe respetarse en logia es el del trabajo y la integridad” (Moral y Dogma, 1871, p. 65). Esta afirmación debería ser el fundamento de nuestra vida masónica. No el linaje, no la riqueza, no el capital cultural, sino la fidelidad al deber, al símbolo y al silencio fecundo.

La logia debe ser, en el mundo contemporáneo, un espacio contrahegemónico, donde se combatan activamente los privilegios heredados del mundo profano. No basta con declarar la igualdad: hay que construirla, y, esa construcción exige autocrítica constante, vigilancia ética y una pedagogía fraterna que eleve a todos, sin excluir a nadie.

Como recordaba René Guénon, “una verdadera iniciación no puede separarse del ejercicio de una justicia profunda, que reconozca en todo ser humano una chispa del principio” -Ideas sobre la Iniciación, 1946, p. 103-. No hay justicia sin igualdad espiritual, no hay fraternidad sin respeto real por las diferencias y no hay libertad si hay privilegios ocultos bajo las apariencias del ritual.

¿Estamos dispuestos a dejar de lado nuestras preferencias ideológicas y creencias personales para escuchar con humildad a quien piensa distinto? ¿Estamos dispuestos a revisar nuestras prácticas para detectar allí donde hemos instaurado castas simbólicas, clericalismos laicos o tribunas de poder? ¿Estamos listos para que nuestras logias sean no sólo laboratorios de palabra ritual, sino verdaderos talleres de justicia fraterna?

La masonería se engrandece cuando es coherente, y es coherente cuando actúa desde sus principios, no cuando los convierte en meras fórmulas; ser iguales en logia no es fácil, implica renuncias, especialmente a la superioridad disfrazada de corrección, al paternalismo revestido de sabiduría y al elitismo que se disfraza de tradición.

El verdadero trabajo masónico del siglo XXI no consiste en conservar una forma, sino en reavivar el espíritu que dio origen a esa forma: el espíritu de libertad interior, de fraternidad sin distinción, de igualdad no declarada sino vivida; que cada mandil blanco nos recuerde que no somos más que servidores en una obra común; que cada palabra dicha en logia sea medida no por su forma, sino por su intención y su verdad; que cada diferencia sea asumida no como amenaza, sino como posibilidad y que el templo se siga construyendo no con piedras idénticas, sino con piedras diversas, unidas por el cemento invisible del respeto mutuo, la justicia activa y el amor fraternal.

Para el aprendiz, que se encuentra en el umbral de su camino iniciático, esta problemática no es secundaria, marca su comprensión del templo que comienza a habitar y del espíritu de la orden que se le ha confiado.

Cuando un aprendiz percibe que, más allá de los rituales, se toleran o incluso se reproducen desigualdades de trato o de valoración según el origen social, la capacidad de expresión o las convicciones personales, su proceso iniciático puede verse profundamente dañado. El taller, que debía ser refugio de equidad y escuela de transformación, se vuelve espacio ambiguo, donde el discurso y la práctica divergen.

Frente a ello, el aprendiz necesita desarrollar una conciencia crítica que no se confunda con rebeldía profana, pero que sí cultive una vigilancia ética permanente. Su trabajo sobre la piedra bruta no puede limitarse a lo simbólico, como complemento, debe incluir el reconocimiento de las estructuras internas –visibles o veladas– que impiden la igualdad fraterna.

Es justamente desde su aparente debilidad –la humildad del que comienza– que el aprendiz tiene la fuerza para recordar a la logia su deber esencial: ser espacio de acogida para todas las luces, por tenues que sean. Su silencio ritual no debe convertirse en silencio cómplice, su observación no debe devenir indiferencia, su escucha debe estar acompañada de una voluntad interior de rectificación, pues como enseñaba Oswald Wirth, “toda iniciación verdadera exige una lucha interior contra las apariencias engañosas” -La Masonería hecha Inteligible, 1922, p. 47-.

La igualdad masónica, por tanto, debe ser la primera experiencia vivida del aprendiz, si se espera que en su ascenso por la escalera simbólica no sólo acumule grados, sino también una conciencia justa, solidaria y transformadora.

 

Referencias bibliográficas:

Guénon, René. Ideas Sobre la Iniciación. París: Gallimard, 1946.

Pike, Albert. Moral y dogma del Antiguo y Aceptado Rito Escocés de la Masonería. Charleston: Supreme Council, 1871.

Wirth, Oswald. La Masonería hecha Inteligible. París: Dervy, 1922.

Boucher, Jules. La simbología Masónica. París: Dervy, 1948.


1 comentario:

  1. Q:. H:. Andy, leído con atención tu plancga y la valoro mucho porque nos recuerda que la igualdad Masónica no puede quedarse en el discurso ritual. Coincido en que el reto de hoy es encarnarla como práctica viva, capaz de desmontar jerarquías ocultas y de construir talleres verdaderamente inclusivos y transformadores.

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