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lunes, 29 de septiembre de 2025

EL RECONOCIMIENTO DE GRADOS: ¿ESCALA DE SABIDURÍA O ESCALERA DE VANIDAD?

 



El camino masónico, desde sus albores, se ha expresado en símbolos, ritos y estructuras que buscan orientar al iniciado en la búsqueda de la verdad. Entre estas estructuras se encuentra la jerarquía de grados, que, a primera vista, parece una progresión lineal hacia niveles más altos de sabiduría. Sin embargo, cuando observamos con atención, emerge una tensión profunda: ¿es esa escala un instrumento de iluminación ontológica y existencial, o corre el riesgo de transformarse en una escalera de vanidad que aliena al hombre de sí mismo y del verdadero sentido iniciático?

La masonería, como vía filosófica y espiritual, no debería reducirse a una serie de peldaños externos que se acumulan como medallas o reconocimientos de estatus. El grado es, en su esencia, una expresión simbólica de un estado interior del ser. Como afirmaba Oswald Wirth: “El iniciado no progresa por el hecho de recibir más grados, sino por el desarrollo de su conciencia” (Wirth, El Libro del Aprendiz). La progresión iniciática, por tanto, no se mide en títulos, sino en la hondura del silencio, en la capacidad de autocrítica, en la apertura al misterio y en la comunión con el Gran Arquitecto del Universo.

Desde la perspectiva ontológica, el grado no es un objeto que se posee, sino un modo de ser que se encarna. El reconocimiento externo carece de sentido si no está acompañado de una transformación interior. Aquí se hace patente la dialéctica entre el ser y el parecer: mientras la escala de sabiduría invita al masón a trascender el ego y a crecer en autenticidad, la escalera de vanidad lo seduce con el brillo vacío de los honores, enajenándolo en un juego de espejos donde confunde la luz con el reflejo. Como bien advertía Jules Boucher: “La iniciación no se recibe, se conquista” (La simbólica masónica).

Existencialmente, cada grado debería ser un espacio para confrontar la finitud y la libertad del hombre. El aprendiz que busca aprender, el compañero que busca comprender y el maestro que busca enseñar no son etapas superadas, sino dimensiones que coexisten y se profundizan en el mismo ser. El riesgo está en absolutizar la estructura jerárquica como si cada ascenso fuera un certificado de plenitud, cuando en realidad la existencia masónica es siempre inacabada, abierta, marcada por la incertidumbre de lo humano. Como diría Sartre en un plano más existencial: “El hombre no es otra cosa que lo que él se hace” (El ser y la nada). Así también el masón: no es el cúmulo de grados, sino la construcción de sí mismo en libertad y responsabilidad.

La escala de sabiduría, cuando es auténtica, es la vía por la cual el masón aprende a despojarse de lo accesorio, a cultivar la fraternidad sin jerarquías artificiales y a vivir la ética como un compromiso con lo universal. Pero esa misma escala, si se pervierte, se convierte en una escalera de vanidad que fomenta rivalidades, egos inflados y simulacros de poder. Allí, el símbolo se desvirtúa y se convierte en máscara; el templo interior se vacía para dar paso a un teatro de títulos. Como afirmaba René Guénon: “Los ritos y símbolos no son fines en sí mismos, sino medios para alcanzar lo real” (Símbolos fundamentales de la ciencia sagrada).

La crítica profunda, entonces, nos obliga a preguntarnos: ¿buscamos los grados como medios para trascender o como galardones para exhibir? La masonería auténtica no requiere reconocimiento externo, porque el verdadero reconocimiento está en la transformación interior que ningún diploma puede otorgar. En este sentido, la sabiduría masónica se mide en la capacidad de reconocer al otro como hermano y no en la cantidad de grados acumulados.

El sentido de los grados está en su carácter pedagógico, ritual y simbólico, como mapas que señalan rutas de crecimiento. Su sin sentido aparece cuando se absolutizan, cuando el masón olvida que no son el fin, sino medios para recordar que el viaje iniciático es infinito. Al final, toda la jerarquía se relativiza frente al misterio, y todo título se disuelve en el silencio del ara donde sólo queda la verdad desnuda del ser.

La masonería, si quiere permanecer fiel a su espíritu, debe volver siempre a esta tensión y discernir: ¿estamos construyendo escalas de sabiduría o escaleras de vanidad? La respuesta no depende de la institución en abstracto, sino de cada hermano en su camino existencial. Porque, como enseña W.L. Wilmshurst: “El único verdadero progreso en Masonería es aquel que conduce al descubrimiento del yo interior” (El significado de la Masonería). El verdadero ascenso no se da hacia arriba, sino hacia adentro: en el fondo del ser, donde el hombre se encuentra con la chispa divina y reconoce que el único grado absoluto es el de ser humano en plenitud.

Así, Queridos Hermanos, no pidamos grados para ser reconocidos; busquemos ser reconocidos porque cada grado se ha convertido en vida, en ética, en fraternidad y en servicio. Elevemos, pues, nuestros corazones y juremos en silencio que nunca haremos de la masonería un pedestal para el ego, sino una escuela de luz para la humanidad.

Que así sea.

 

 

Referencias bibliográficas

Boucher, Jules. La simbólica masónica. Editorial Kier, Buenos Aires, 1993.

Guénon, René. Símbolos fundamentales de la ciencia sagrada. Paidós, Barcelona, 1996.

Sartre, Jean-Paul. El ser y la nada. Losada, Buenos Aires, 2007.

Wilmshurst, W.L. El significado de la Masonería. Kier, Buenos Aires, 1991.

Wirth, Oswald. El libro del aprendiz. Kier, Buenos Aires, 1994.


lunes, 22 de septiembre de 2025

LA AUSENCIA DEL HERMANO: UN SÍNTOMA Y UNA INTERPELACIÓN A LA LOGIA

 



 El asiento vacío de un hermano en la logia nunca es un simple hecho administrativo ni un detalle menor en la lista de asistencia. Es un signo, un símbolo, una herida en la cadena de unión que nos enlaza. Allí donde debería haber una presencia viva, un corazón latiendo con nosotros en el silencio del templo, encontramos un vacío que habla. La ausencia no es un silencio neutro: es una voz muda que nos interpela y nos obliga a mirar hacia dentro.

 Hegel nos recuerda en su fenomenología del espíritu que la autoconciencia solo se construye en el reconocimiento del otro. La logia, como microcosmos iniciático, es ese espacio donde cada hermano se descubre reflejado en la mirada fraterna. Cuando falta uno, el circuito de reconocimiento se rompe: dejamos de vernos completos, dejamos de comprendernos en nuestra totalidad. La ausencia no es, entonces, un problema privado, sino una pérdida ontológica de la logia. Sartre también nos muestra que la ausencia no es mera nada, sino una presencia de lo que falta. El asiento vacío es el recordatorio de que la fraternidad no se cumple todavía en su plenitud. Ese vacío nos obliga a preguntarnos: ¿qué hemos hecho —o dejado de hacer— para que el hermano no encuentre en nosotros el fuego que buscaba?

 René Guénon advertía que la iniciación solo es real si existe un centro espiritual vivo. Cuando las ausencias se multiplican y no hacemos autocrítica, el riesgo es enorme: la logia se transforma en forma vacía, rito hueco, palabra sin espíritu. La presencia sostenida de los hermanos no es una formalidad: es la garantía de que la corriente iniciática fluye con fuerza. Cada ausencia es una fisura por donde se escapa la energía sagrada que debería nutrirnos.

 Erich Fromm enseñaba que el ser humano oscila entre la libertad y la soledad. La Logia debería ser el lugar donde esa tensión se resuelve en fraternidad, donde la libertad personal se integra en el bien común. Si un hermano se siente solo en medio de nosotros, su ausencia no denuncia su debilidad, sino nuestra falta de cuidado. Una fraternidad que no cuida es solo una palabra vacía. Y en masonería, el descuido fraternal es una falta ética grave.

 El aprendizaje iniciático es también un proceso psicológico que necesita espejos vivos. Cuando un aprendiz o un compañero ven que un maestro se aleja sin que nadie lo acompañe, aprenden —aunque no lo digamos— que la masonería puede ser un paso sin continuidad, una formalidad sin compromiso. La ausencia se convierte entonces en un mensaje pedagógico negativo. Y lo que enseñamos con el ejemplo ausente es más fuerte que lo que proclamamos en el ritual.

La logia no vive aislada: es reflejo y germen de la sociedad. El asiento vacío de un hermano en el templo es metáfora del ciudadano que no participa, del amigo que se desconecta, del ser humano que se siente ajeno en su propia comunidad. Así, la ausencia nos habla también de la crisis de participación que atraviesa al mundo profano. Si en logia no aprendemos a sostener la presencia mutua, ¿qué mensaje podremos darle al mundo sobre solidaridad y compromiso cívico?

 Cada ausencia es como una columna truncada: una obra que quedó inconclusa, un vacío que interrumpe la armonía del templo. En la cadena de unión, un solo eslabón roto altera la forma del círculo. El simbolismo nos recuerda que el valor de la logia no está en la perfección de unos pocos, sino en la constancia de todos. El asiento vacío no es del hermano ausente: es una fractura de la logia misma.

 Pero más allá de teorías, referencias y símbolos, hay algo esencial: el afecto fraterno. Un hermano que no vuelve a la logia no debería ser recordado solo con tristeza, sino buscado con ternura. Su ausencia no es un expediente que se cierra, sino un corazón que espera ser tocado. La masonería se desmorona si pierde la calidez del abrazo, la sinceridad del interés, la belleza del cuidado mutuo.

 La ausencia de un hermano es un espejo en el que la logia se ve incompleta. No basta con registrar nombres ni sancionar faltas: debemos preguntarnos si seguimos siendo para cada uno un espacio de luz, de crecimiento y de fraternidad real. Si no lo hacemos, el riesgo es enorme: convertirnos en un club ritualista sin alma, un taller sin obra, un templo sin fuego. El asiento vacío nos recuerda que la masonería no puede reducirse a palabras, que solo se sostiene en la presencia viva, consciente y afectuosa de cada hermano. Ese vacío no es suyo: es nuestro. Y solo se colma cuando hacemos de la logia un verdadero hogar del espíritu, donde cada uno pueda encontrar luz, fraternidad y propósito.

 Por otra parte, hay una ausencia que hace siempre presencia, son los hermanos que han partido hacia el Oriente Eterno nunca están ausentes de nuestras tenidas y debemos registrar su asistencia en el acta; su luz y su ejemplo permanecen en cada trabajo, en cada silencio y en cada palabra pronunciada en el templo. Ellos siguen siendo parte viva de la cadena de unión, recordándonos que la verdadera fraternidad trasciende el tiempo y la muerte, y que en el misterio del Gran Arquitecto Del Universo sus huellas iluminan nuestro sendero masónico.

 Que el asiento vacío nos recuerde que no hay obra completa sin la presencia viva de cada hermano, que no hay templo verdadero sin la unión de todos los corazones, y que no hay masonería real sin la constancia fraterna que alimenta la luz. Que cada ausencia sea para nosotros un llamado a fortalecer la cadena, a buscar al hermano perdido y a mantener encendido el fuego sagrado del taller. Así, unidos en espíritu y en verdad, nuestra logia seguirá siendo un refugio de luz, fraternidad y propósito bajo la mirada del Gran Arquitecto Del Universo.

martes, 16 de septiembre de 2025

LA FRATERNIDAD: ENTRE EL DISCURSO Y LA PRÁCTICA Y SUS IMPLICACIONES EN EL DESARROLLO MASÓNICO DEL APRENDIZ


Se nos enseña, desde el primer contacto con la masonería, que la fraternidad es uno de sus valores fundamentales. Se proclama en nuestros rituales, se repite en nuestras planchas y se convierte en fórmula de saludo y despedida. Sin embargo, cabe preguntarse con sinceridad: ¿Cómo se vive realmente la fraternidad al interior de nuestras logias? ¿No corremos el riesgo de convertirla en una palabra decorativa, elegante en el discurso, pero vacía en la práctica cotidiana?

La fraternidad no es una simpatía superficial ni un sentimiento espontáneo de afinidad. Es, en esencia, un acto ético radical: exige reconocer al otro como portador de dignidad, incluso cuando su carácter nos incomoda, su opinión nos contradice o sus defectos nos resultan evidentes. En su raíz, la fraternidad es un ejercicio de trascendencia del ego, pues implica dejar de lado la necesidad de tener siempre la razón, la tendencia a competir o el impulso a descalificar al diferente.

No obstante, en muchos talleres lo que observamos es un divorcio entre el discurso fraternal y la práctica efectiva. Se proclama la fraternidad en las palabras rituales, pero se la niega en actitudes de indiferencia, en silencios excluyentes o en críticas solapadas. Se habla del amor fraternal como “cemento” que une nuestras piedras, pero se cultivan rivalidades personales que terminan por agrietar los muros invisibles del templo. Se aplauden planchas bellamente redactadas, mientras se ignoran las necesidades materiales, emocionales o espirituales de los hermanos que las escriben. Se celebra la unidad en los ágapes, mientras algunos se levantan de la mesa sin haber sido escuchados ni integrados.

Esta incoherencia no es un asunto menor, vacía de sentido la iniciación misma; porque si el templo no es un espacio real de fraternidad vivida, se convierte en un teatro ritual, un lugar donde representamos símbolos en vez de encarnarlos. Como advierte Oswald Wirth, “el símbolo que no se vive se convierte en caricatura” -1931-. Una logia que pronuncia la palabra de fraternidad, pero no la practica, traiciona el espíritu iniciático y erosiona la credibilidad de toda la Orden, tanto hacia dentro como hacia la sociedad profana.

Lo más grave es que esta brecha golpea con fuerza al aprendiz; el recién iniciado llega con hambre de sentido, con la esperanza de hallar un espacio distinto al mundo profano, con el corazón abierto para aprender y transformarse; si lo que encuentra es un ambiente frío, donde los gestos fraternos son mecánicos y no tocan lo humano, la semilla iniciática corre el riesgo de secarse antes de germinar. Para el aprendiz, la fraternidad no es un adorno: es el suelo sobre el cual puede crecer su trabajo interior. Cuando se siente acogido y escuchado, aprende que la logia es un lugar seguro donde puede compartir sus dudas y avanzar sin temor. Pero cuando percibe indiferencia o rivalidades, su iniciación se trivializa y el mandil blanco deja de ser emblema de pureza para convertirse en un simple uniforme.

El desarrollo masónico del aprendiz implica dimensiones profundamente relacionadas con la fraternidad. En lo ético, aprende que no basta con conocerse a sí mismo; debe reconocerse en el otro, ejercitando la humildad y la empatía. En lo simbólico, descubre que la fraternidad es la argamasa que une las piedras vivas del templo, que su propio trabajo no tiene sentido aislado, sino que cobra valor en el entrelazamiento con los trabajos de sus hermanos. En lo espiritual, la fraternidad le enseña a ver en el otro una chispa del G A D U, comprendiendo que la masonería no es un club ni una academia, sino una comunidad de sentido que refleja la unidad de la creación.

De ahí que el fracaso en practicar la fraternidad tenga consecuencias directas: el aprendiz puede caer en la decepción, el escepticismo o la indiferencia, perdiendo de vista la belleza del camino iniciático. Por el contrario, una logia que encarna la fraternidad ofrece al aprendiz un laboratorio vivo donde experimentar, desde el inicio, lo que significa trabajar en la construcción del templo interior y colectivo. Como dijo Erich Fromm: “La fraternidad comienza cuando el otro deja de ser una amenaza y se convierte en parte esencial de mi destino” -1956-. Y es precisamente este aprendizaje —ver al otro como destino compartido— lo que da sentido al primer grado. Si el aprendiz no encuentra en la fraternidad una vivencia real, difícilmente podrá ascender con autenticidad a grados superiores.

La fraternidad auténtica exige más que palabras. Supone cuidar al hermano que se aísla, tender la mano antes de que sea pedida, corregir sin humillar, escuchar sin prisa, disentir sin romper. Es estar presente en el dolor del otro, incomodarse por su sufrimiento, alegrarse de su progreso como si fuera propio. Pero esto solo es posible si asumimos la fraternidad como disciplina constante contra nuestro ego. Wilmshurst recordaba que “la fraternidad masónica no es una sociedad de iguales perfectos, sino un taller de almas en proceso de perfección mutua” -1922- Así, el aprendiz entiende que no se le pide encontrar hermanos perfectos, sino aprender a crecer junto a otros imperfectos, en un ejercicio de paciencia, humildad y perseverancia. Esa es la verdadera escuela iniciática.

Si no queremos que nuestras logias se conviertan en clubes sociales con ropaje ritual, debemos atrevernos a mirar de frente esta incoherencia. La fraternidad no puede ser un lema vacío ni una máscara cómoda; debe ser la piedra angular sobre la que se edifique todo el trabajo iniciático. Y esto exige valentía: valentía para reconocer que muchas veces hemos fallado, valentía para corregir nuestras actitudes y valentía para practicar, en lo pequeño y lo cotidiano, aquello que proclamamos en lo solemne y ritual.

Al final, el desarrollo masónico del aprendiz no depende de la cantidad de símbolos que memorice ni de la perfección con que ejecute los rituales, sino de la experiencia viva de haber encontrado una fraternidad real. Porque no será juzgado —ni él ni nosotros— por la belleza de nuestros discursos, sino por la verdad de nuestra fraternidad vivida; por haber hecho del templo un hogar del espíritu y no un escenario; por haber sido capaces de ver en cada hermano no un rival ni un extraño, sino una parte esencial de nuestra propia obra inacabada. Tal vez por eso pueda decirse que la fraternidad es, para el aprendiz, la verdadera “palabra perdida”: una palabra que no se busca en los libros ni en los rituales, sino en la vivencia concreta del vínculo que nos une. Solo cuando la logia se convierte en taller vivo de fraternidad, el aprendiz comienza a transitar de verdad el camino de la construcción interior, convirtiéndose no en espectador de un teatro simbólico, sino en obrero de la Obra eterna.

 

 

Referencias bibliográficas

Fromm, Erich. El arte de amar. México: Fondo de Cultura Económica, 1956.

Wilmshurst, Walter Leslie. El Significado de la Masonería. Londres: Rider & Co., 1922.

Wirth, Oswald. El simbolismo hermético en sus relaciones con la alquimia y la masonería. París: Dervy, 1931.

Boucher, Jules. La simbología Masónica. París: Dervy, 1948.


martes, 9 de septiembre de 2025

LA IGUALDAD EN EL MARCO DE LAS DIFERENCIAS SOCIO-POLÍCAS, ECONÓMICAS, Y RELIGIOSAS EN LA LOGIA DE APRENDIZ MASÓN


 Uno de los principios más altos que proclama la masonería es el de la igualdad, se nos dice que en logia todos somos iguales, que no hay rangos profanos, que las distinciones sociales se disuelven al abrigo del mandil blanco, y que las diferencias ideológicas no deben romper la armonía fraterna; sin embargo, afirmar no es realizar, proclamar no es encarnar. ¿somos verdaderamente iguales al interior de la logia o cultivamos, muchas veces de forma sutil, nuevas jerarquías bajo la apariencia del simbolismo?

El templo masónico, en su concepción ideal, es un espacio sagrado donde los hombres y las mujeres se reúnen como obreros de un mismo edificio espiritual, pero cada uno llega con una carga que no desaparece mágicamente al cruzar la puerta del taller: diferencias de clase, de poder adquisitivo, de nivel educativo, de convicciones políticas, de fe religiosa o agnosticismo. Estas diferencias no son obstáculo en sí mismas, el problema comienza cuando, consciente o inconscientemente, se establecen mecanismos simbólicos y sociales que refuerzan jerarquías, privilegios o exclusiones que contradicen los valores que decimos honrar.

Seamos honestos: ¿Qué sucede cuando un hermano humilde, de escasa formación académica, intenta expresar su interpretación del símbolo con palabras sencillas? ¿Es escuchado con la misma atención que aquel que habla desde la elocuencia retórica o el capital cultural? ¿Y qué ocurre cuando un hermano expresa una posición política que no es compartida por la mayoría? ¿Se respeta su voz o se le aísla con silencios cargados de desaprobación? ¿Y aquel que profesa una fe minoritaria o un pensamiento filosófico divergente, es acogido con la misma calidez que el que representa una ortodoxia no escrita?

Muchas logias, en lugar de ser laboratorios de fraternidad radical, reproducen –de forma simbólicamente maquillada– los sistemas de dominación del mundo profano; se valora más el rango que la virtud, más el título académico que la sabiduría interior, más la capacidad oratoria que el testimonio ético; se escucha más al que tiene, que al que vive con austeridad; se considera más normal al que calla y se adapta, que al que piensa con libertad y compromiso.

Esta situación es peligrosa no sólo por su contradicción con los principios de la Orden, sino porque vacía de contenido la iniciación misma. ¿De qué sirve el rito si no transforma el modo en que nos relacionamos entre nosotros? ¿Qué sentido tiene pulir la piedra bruta si no somos capaces de reconocer la dignidad plena del hermano que piensa distinto, cree distinto, vive distinto?

La igualdad masónica no puede ser entendida como una consigna abstracta o como un estado ceremonial limitado a los trabajos rituales, debe ser un ejercicio cotidiano de despojo del ego, de la soberbia y del prejuicio; igualdad no significa que todos sean iguales en forma, sino que todos merecen igual dignidad, igual respeto e igual derecho a construir el templo simbólico desde su experiencia única.

Como señaló Albert Pike, “no hay distinción real entre los hombres más allá de la virtud. El único rango que debe respetarse en logia es el del trabajo y la integridad” (Moral y Dogma, 1871, p. 65). Esta afirmación debería ser el fundamento de nuestra vida masónica. No el linaje, no la riqueza, no el capital cultural, sino la fidelidad al deber, al símbolo y al silencio fecundo.

La logia debe ser, en el mundo contemporáneo, un espacio contrahegemónico, donde se combatan activamente los privilegios heredados del mundo profano. No basta con declarar la igualdad: hay que construirla, y, esa construcción exige autocrítica constante, vigilancia ética y una pedagogía fraterna que eleve a todos, sin excluir a nadie.

Como recordaba René Guénon, “una verdadera iniciación no puede separarse del ejercicio de una justicia profunda, que reconozca en todo ser humano una chispa del principio” -Ideas sobre la Iniciación, 1946, p. 103-. No hay justicia sin igualdad espiritual, no hay fraternidad sin respeto real por las diferencias y no hay libertad si hay privilegios ocultos bajo las apariencias del ritual.

¿Estamos dispuestos a dejar de lado nuestras preferencias ideológicas y creencias personales para escuchar con humildad a quien piensa distinto? ¿Estamos dispuestos a revisar nuestras prácticas para detectar allí donde hemos instaurado castas simbólicas, clericalismos laicos o tribunas de poder? ¿Estamos listos para que nuestras logias sean no sólo laboratorios de palabra ritual, sino verdaderos talleres de justicia fraterna?

La masonería se engrandece cuando es coherente, y es coherente cuando actúa desde sus principios, no cuando los convierte en meras fórmulas; ser iguales en logia no es fácil, implica renuncias, especialmente a la superioridad disfrazada de corrección, al paternalismo revestido de sabiduría y al elitismo que se disfraza de tradición.

El verdadero trabajo masónico del siglo XXI no consiste en conservar una forma, sino en reavivar el espíritu que dio origen a esa forma: el espíritu de libertad interior, de fraternidad sin distinción, de igualdad no declarada sino vivida; que cada mandil blanco nos recuerde que no somos más que servidores en una obra común; que cada palabra dicha en logia sea medida no por su forma, sino por su intención y su verdad; que cada diferencia sea asumida no como amenaza, sino como posibilidad y que el templo se siga construyendo no con piedras idénticas, sino con piedras diversas, unidas por el cemento invisible del respeto mutuo, la justicia activa y el amor fraternal.

Para el aprendiz, que se encuentra en el umbral de su camino iniciático, esta problemática no es secundaria, marca su comprensión del templo que comienza a habitar y del espíritu de la orden que se le ha confiado.

Cuando un aprendiz percibe que, más allá de los rituales, se toleran o incluso se reproducen desigualdades de trato o de valoración según el origen social, la capacidad de expresión o las convicciones personales, su proceso iniciático puede verse profundamente dañado. El taller, que debía ser refugio de equidad y escuela de transformación, se vuelve espacio ambiguo, donde el discurso y la práctica divergen.

Frente a ello, el aprendiz necesita desarrollar una conciencia crítica que no se confunda con rebeldía profana, pero que sí cultive una vigilancia ética permanente. Su trabajo sobre la piedra bruta no puede limitarse a lo simbólico, como complemento, debe incluir el reconocimiento de las estructuras internas –visibles o veladas– que impiden la igualdad fraterna.

Es justamente desde su aparente debilidad –la humildad del que comienza– que el aprendiz tiene la fuerza para recordar a la logia su deber esencial: ser espacio de acogida para todas las luces, por tenues que sean. Su silencio ritual no debe convertirse en silencio cómplice, su observación no debe devenir indiferencia, su escucha debe estar acompañada de una voluntad interior de rectificación, pues como enseñaba Oswald Wirth, “toda iniciación verdadera exige una lucha interior contra las apariencias engañosas” -La Masonería hecha Inteligible, 1922, p. 47-.

La igualdad masónica, por tanto, debe ser la primera experiencia vivida del aprendiz, si se espera que en su ascenso por la escalera simbólica no sólo acumule grados, sino también una conciencia justa, solidaria y transformadora.

 

Referencias bibliográficas:

Guénon, René. Ideas Sobre la Iniciación. París: Gallimard, 1946.

Pike, Albert. Moral y dogma del Antiguo y Aceptado Rito Escocés de la Masonería. Charleston: Supreme Council, 1871.

Wirth, Oswald. La Masonería hecha Inteligible. París: Dervy, 1922.

Boucher, Jules. La simbología Masónica. París: Dervy, 1948.


martes, 2 de septiembre de 2025

LA LIBERTAD DE EXPRESIÓN Y LA UNIÓN FRATERNA EN LA LOGIA Y SUS IMPLICACIONES EN LA VIDA DEL APRENDIZ MASÓN

 

La masonería se proclama como una escuela de hombres libres, donde la libertad de pensamiento y expresión se constituyen en pilares fundamentales del trabajo iniciático. Esta afirmación, sin embargo, debe ser constantemente examinada a la luz de la práctica concreta en nuestros talleres. Porque más allá de las declaraciones solemnes, lo que revela el verdadero estado espiritual de una logia es su capacidad de acoger, respetar y procesar la diferencia.

Hablar de libertad de expresión en un contexto iniciático no es simplemente una cuestión de permitir que cada quien diga lo que piensa, se trata de generar un ambiente ritual y fraterno donde la palabra no esté condicionada por el temor, el juicio o la censura. Una palabra masónica auténtica brota del silencio interior y se expresa con respeto, pero también con sinceridad y profundidad, cuando esta palabra es domesticada por el miedo al disenso o por estructuras jerárquicas cerradas, la logia corre el riesgo de convertirse en un espacio de repetición vacía.

La diversidad de interpretaciones sobre símbolos, rituales y funciones masónicas no debe ser vista como amenaza, sino como riqueza; una logia viva no es aquella donde todos piensan igual, sino donde cada voz contribuye a la construcción simbólica del templo con su propia piedra, cada punto de vista ofrece una faceta distinta del misterio y es justamente en el entretejido de esas miradas donde se enriquece el sentido iniciático. El silencio ritual no es represión del pensamiento, sino contención sagrada que da valor y sentido a la palabra, pero cuando ese silencio se vuelve imposición o autocensura, se vacía de su función y se transforma en cómplice de una cultura de obediencia pasiva.

Pensar diferente, desde el respeto, es un acto de fidelidad a la verdad y a la conciencia masónica; no es rebeldía ni irreverencia, sino expresión del principio iniciático que nos enseña que el camino a la luz se transita con lucidez crítica, no con sumisión. Como lo advertía Walter Leslie Wilmshurst, la Masonería pierde su vitalidad espiritual cuando se convierte en una estructura formalista y repetitiva, más preocupada por la ortodoxia externa que por la vivencia interna -El Significado de la Masonería, 1922-.

La fraternidad verdadera no se basa en la uniformidad del pensamiento, sino en el compromiso de convivir, reflexionar y trabajar con quienes pueden mirar el símbolo desde otro ángulo; el conflicto no es el problema, sino la manera como lo abordamos, una logia madura acoge el conflicto como oportunidad de crecimiento, mientras que una logia inmadura lo niega, lo reprime o lo etiqueta como desorden.

 La observancia masónica no debería ser utilizada como instrumento de exclusión intelectual, más bien, ha de ser un marco abierto donde florezca la interpretación libre, la búsqueda simbólica personal y el diálogo constructivo. Cuando se teme a la voz que interroga o se margina al hermano que interpreta de manera diferente, no estamos protegiendo la tradición, sino fosilizándola, recordemos que la tradición no es un conjunto de verdades estáticas, sino una corriente viva que se actualiza en cada conciencia que la asume con autenticidad.

René Guénon nos recuerda que el símbolo no se agota en una sola lectura, y que cada interpretación válida es un reflejo de una verdad más profunda -Ideas sobre la iniciación, 1946. Esto implica que el espacio masónico debe estar siempre abierto a nuevas comprensiones, sin que ello implique relativismo, sino una fidelidad dinámica al espíritu iniciático.

Quien plantea una lectura crítica y documentada del rito, una interpretación simbólica personal o una inquietud sobre las prácticas institucionales no traiciona al rito, a las autoridades masónicas debidamente constituidas y, mucho menos a la masonería, sino que las honra desde la libertad responsable. El hermano que calla su pensamiento por miedo a la exclusión, a la burla o al juicio no está en condiciones de pulir su piedra, porque se le ha negado la herramienta más básica: la palabra.

En este camino de búsqueda interior y colectiva, el aprendiz masón aprende que la unidad no significa uniformidad; al contrario, la verdadera fraternidad se forja en la capacidad de permanecer unidos aún en la diferencia; en el templo simbólico que construimos, cada piedra es distinta, cada hermano aporta desde su historia, su cosmovisión, su sensibilidad y su comprensión del símbolo. Las diferencias cognitivas no deben ser vistas como obstáculos, sino como manifestaciones legítimas de la diversidad humana y espiritual que nutre el taller.

El aprendiz, en su humildad formativa, no está llamado a competir por tener la razón ni a imponer su visión sobre los demás, sino a escuchar con apertura, a hablar con prudencia, y a integrarse fraternalmente al trabajo colectivo; es en esa actitud de apertura serena donde se cultiva el espíritu masónico auténtico: no el de la dogmática ni el de la obediencia ciega, sino el de la búsqueda compartida.

El verdadero lazo de unión entre los masones no es la coincidencia de opiniones, sino la voluntad común de crecer, de construir, de perfeccionarse juntos. En palabras de Jules Boucher, “la unidad masónica no reside en pensar todos lo mismo, sino en trabajar todos hacia lo mismo: el mejoramiento del hombre y de la humanidad” -La simbología masónica, 1948, p. 167-. Por eso, incluso cuando dos hermanos discrepan en su interpretación del símbolo, deben recordar que sus herramientas apuntan a la misma obra: el templo interior del alma y el templo colectivo de la fraternidad.

En la logia, el aprendiz debe aprender a sostener el equilibrio entre su derecho a pensar con libertad y su deber de respetar al otro. Esta es una de las enseñanzas éticas más sutiles del grado: la convivencia fraterna con quienes piensan distinto, sin que eso rompa el lazo de respeto ni el sentido de pertenencia. Las columnas del templo se sostienen mutuamente, a pesar de sus formas diversas; del mismo modo, los hermanos deben sostenerse unos a otros en la diversidad de sus comprensiones.

La armonía masónica no es la ausencia de conflicto, sino la presencia del amor fraternal que permite superar el conflicto con dignidad, inteligencia y respeto. En ese espíritu, el aprendiz comienza a comprender que la verdadera iniciación no es sólo hacia el conocimiento, sino hacia la comunión con el otro. Que no se trata de tener la palabra final, sino de construir juntos un lenguaje común desde la diferencia.

Sólo así la logia se convierte en verdadero taller de hombres libres y de buenas costumbres: cuando en su interior pueden convivir múltiples voces, múltiples visiones, múltiples formas de amar el símbolo. Y cuando a pesar de todo, nos seguimos llamando, con convicción profunda: “Mi Querido Hermano”.

Como enseñaba Albert Pike, “el verdadero aprendiz no es aquel que repite palabras rituales, sino aquel que ha comprendido que la única arquitectura duradera es la del alma que busca la verdad, la justicia y la fraternidad” (Moral y Dogma, 1871). Esa búsqueda sólo puede sostenerse en un ambiente donde la libertad de pensamiento no sea una consigna vacía, sino una práctica cotidiana y fraterna.

 

Referencias bibliográficas:

Boucher, Jules. La simbología masónica. París: Dervy, 1948.

Guénon, René. Ideas sobre la iniciación. París: Gallimard, 1946.

Pike, Albert. Moral y Dogma del Antiguo y Aceptado Rito Escocés de la Masonería. Charleston: Supreme Council, 1871.

Wilmshurst, W.L. El Significado de la Masonería. Londres: Rider & Co., 1922.


EL CONFLICTO ENTRE LA VIDA PROFANA Y LA VIDA MASÓNICA ¿Cómo equilibrar dos mundos que a veces parecen irreconciliables?

                                                                                                           Imagen generada con I. A. El conf...