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lunes, 20 de octubre de 2025

EL CONFLICTO ENTRE LA VIDA PROFANA Y LA VIDA MASÓNICA ¿Cómo equilibrar dos mundos que a veces parecen irreconciliables?

 

                                                                                                         Imagen generada con I. A.

El conflicto entre la vida profana y la vida masónica es una herida abierta en el corazón del iniciado, no hay manera de ignorarla, porque late en cada instante de nuestra existencia; vivimos con los pies en la tierra de lo profano, donde todo se mide por la utilidad, la prisa y la apariencia pero, al mismo tiempo llevamos en el alma el eco del templo, donde todo se orienta hacia lo eterno, lo justo y lo verdadero, es allí, en esa tensión que a veces nos desgarra, donde se juega la autenticidad de nuestra iniciación.

La logia nos enseña a dejar los metales en la puerta, a entrar desnudos de todo lo superfluo, a mirar con ojos nuevos la luz que nos es revelada. Pero apenas salimos al mundo, los metales regresan disfrazados de necesidades, compromisos, ambiciones y temores y el hermano se pregunta: ¿Cómo mantener encendida la lámpara de la logia en medio de la oscuridad cotidiana? ¿Cómo no sentir que lo sagrado se diluye entre los afanes del trabajo, las tensiones familiares, las trampas de la política o las exigencias del dinero?

La tentación es doble, algunos se refugian en lo profano y hacen de la masonería un pasatiempo inofensivo, un rito estético sin consecuencias; otros, por el contrario, huyen hacia lo masónico como evasión, encerrándose en símbolos que nunca se encarnan en la vida real. Ambos caminos son trampas porque el secreto no está en elegir entre dos mundos, sino en descubrir que ambos son uno solo, y que la tarea del masón es integrarlos, no separarlos.

Como vemos la vida masónica está orientada hacia la construcción interior, el silencio reflexivo, la templanza y la fraternidad universal, a menudo entra en tensión con las dinámicas de la vida profana, como la barranquillera y de todo el Caribe colombiano, marcada por el bullicio, el individualismo competitivo y el ritmo acelerado del mundo contemporáneo. Estas tensiones no deben entenderse como contradicciones irreconciliables, sino como espacios de aprendizaje iniciático, donde el masón y la masona ponen a prueba la coherencia entre lo que piensan, lo que sienten y lo que hacen.

En el caso de la cultura barranquillera y caribeña predomina una fuerte tendencia hacia la exteriorización: se valora la imagen, la alegría desbordante, el reconocimiento público. En contraste, la masonería invita al trabajo silencioso del alma, al pulimiento interior de la piedra bruta. El conflicto surge cuando el hermano o la hermana se ven tentados a buscar validación social antes que autenticidad espiritual, olvidando que “la verdadera luz no se muestra, se irradia”.

Esta glocalización debe ser comprendida para su vivencia interior, es eso lo que se pretende en este escrito, ya René Guénon advertía que el mundo moderno ha fragmentado la vida hasta volverla incoherente (La crisis del mundo moderno, 1927, p. 45). El iniciado, en cambio, está llamado a rehacer la unidad perdida. Y esa unidad no se logra negando el conflicto, sino abrazándolo. Como enseñó Hegel, es en la contradicción donde el espíritu encuentra el impulso para elevarse (Fenomenología del espíritu, 1807, p. 134). El masón que vive la tensión entre lo profano y lo masónico no está condenado: está siendo iniciado de nuevo, porque el conflicto mismo es el cincel que le obliga a pulir su piedra.

Pero no basta con comprenderlo: hay que vivirlo con radical honestidad. Sartre denunciaba la mala fe de quien se miente a sí mismo para evitar su libertad (El ser y la nada, 1943, p. 86). Nosotros caemos en esa mala fe cuando hablamos de fraternidad en logia y practicamos el egoísmo en la calle; cuando proclamamos libertad en el templo y aceptamos las cadenas de la conveniencia; cuando alabamos la verdad bajo la bóveda estrellada y mentimos en nuestras relaciones cotidianas. Ese autoengaño hiere más que cualquier ataque externo, porque es la traición interior que nos fragmenta.

El verdadero equilibrio no consiste en vivir sin tensiones, sino en transformar la tensión en un puente. Boff recordaba que la fe se mide en el contacto con el dolor y la esperanza de los hombres (El Padre Nuestro, 1976, p. 23). Del mismo modo, la masonería se prueba en el mercado, en la oficina, en el hogar, en la plaza pública. Allí, donde la vida profana se muestra con toda su crudeza, es donde el símbolo debe volverse carne. Wilmshurst decía que el templo interior es la obra verdadera, y que cada piedra exterior no es sino reflejo de esa construcción secreta (El significado de la masonería, 1922, p. 56). El masón debe, entonces, aprender a ver en lo cotidiano el altar oculto, en lo común la chispa sagrada, en lo banal la ocasión de trabajar la gran obra.

Cuando esta visión comienza a madurar, la dualidad se disuelve. El mundo profano deja de ser enemigo, y el templo deja de ser refugio. Ambos se revelan como dos rostros de una misma realidad, dos lenguajes de un único misterio. El iniciado descubre que la verdadera logia no se limita a cuatro paredes, sino que se extiende hasta los confines de su vida. Y entiende que el Gran Arquitecto del Universo no solo habita en la solemnidad del ritual, sino también en la risa de un niño, en la fatiga del trabajo, en el gesto de justicia o en el abrazo de la fraternidad.

El conflicto, entonces, no desaparece, pero se convierte en camino. No es una contradicción a resolver, sino un ritmo a habitar: entrar en el templo para aprender, salir al mundo para encarnar, volver al templo para purificar, regresar al mundo para transformar. Así, la vida entera se convierte en un ir y venir donde lo profano se vuelve masónico y lo masónico se vuelve profano, hasta que ya no hay frontera posible entre ambos.

El masón que logra vivir de esta manera entiende que su tarea no es huir de los metales, sino transmutarlos; no es negar la vida, sino santificarla; no es escapar del mundo, sino iluminarlo. Y solo entonces, en la profundidad de su ser, la herida entre lo profano y lo masónico se convierte en fuente de luz, porque ha aprendido que el templo verdadero no está en un lugar, sino en su propia existencia reconciliada.

Al final, Q H, lo que llamamos conflicto entre la vida profana y la vida masónica no es un obstáculo externo, sino el fuego secreto que nos forja en el crisol de la existencia. Ese desgarramiento, que tantas veces sentimos como un peso insoportable, es también la oportunidad de despertar de la comodidad y de la incoherencia. Sin él, la masonería correría el riesgo de volverse un refugio ornamental, un rito estético sin trascendencia; pero gracias a él, estamos obligados a preguntarnos quiénes somos en verdad cuando la logia se apaga y las calles nos reclaman. La tensión nos recuerda que la iniciación no es un momento, sino un camino; que la fraternidad no se mide en palabras, sino en gestos concretos; que la verdad no se reduce a símbolos, sino que se verifica en la coherencia de nuestra vida. Y si aprendemos a abrazar esa herida, a vivirla no como división sino como impulso hacia la unidad, descubriremos que el verdadero templo no se construye en paralelo a la vida, sino con la propia vida; que no hay dos mundos, sino un solo mundo iluminado por la luz que nosotros mismos nos atrevemos a encender. He ahí la gran obra: hacer que lo masónico se vuelva carne en lo profano, y que lo profano se eleve a lo masónico, hasta que nuestra existencia entera se transforme en un testimonio silencioso y luminoso de aquello que un día juramos ser ante el Gran Arquitecto del Universo.

Nunca se nos olvide que La masonería no separa al ser humano del mundo, sino que lo reintegra con conciencia, recordándole que la verdadera iniciación no termina en la logia: comienza cada día, en cada acto, en cada mirada hacia el otro.

 

Bibliografía

Boff, Leonardo. El Padre Nuestro. Sal Terrae, Santander, 1976.

Guénon, René. La crisis del mundo moderno. Paidós, Barcelona, 1995.

Hegel, G.W.F. Fenomenología del espíritu. FCE, México, 1966.

Sartre, Jean-Paul. El ser y la nada. Losada, Buenos Aires, 1947.

Wilmshurst, W.L. El significado de la masonería. Kier, Buenos Aires, 1993.

Wirth, Oswald. El libro del aprendiz. Kier, Buenos Aires, 1922.

 


martes, 14 de octubre de 2025

SOY UN ETERNO APRENDIZ ¿Qué tan cierto es que siempre somos aprendices?

 

Soy un eterno aprendiz. Lo proclamo no como un gesto de falsa modestia, sino como una convicción que atraviesa mi ser y da sentido a mi vida masónica. La masonería me reveló que el aprendizaje no concluye en el umbral del primer grado, sino que constituye la esencia de toda la iniciación: quien deja de ser aprendiz ha dejado de ser masón.

Pero, ¿qué tan cierto es que siempre somos aprendices? La pregunta no es menor. A primera vista podría parecer una exageración, una renuncia a la madurez, un apego a la etapa inicial del camino. Sin embargo, la reflexión masónica, filosófica y existencial muestra que esta afirmación tiene una profundidad ineludible.

El ser humano nunca alcanza la plenitud de la verdad. Sócrates lo expresó con sencillez: “solo sé que no sé nada” (Platón, Apología). Aristóteles lo complementó al afirmar que “todos los hombres desean por naturaleza saber” (Metafísica, I, 1), recordándonos que el deseo de aprender nunca se sacia por completo. Y Hegel nos mostró que “la verdad es el devenir de sí misma” (Fenomenología del espíritu, Prefacio), es decir, que nunca está fija, sino en constante movimiento. Toda verdad descubierta abre el horizonte de nuevas preguntas. Todo grado alcanzado revela la existencia de grados más altos de comprensión. En este sentido, ser aprendiz es una condición ontológica: no una etapa, sino una manera de ser en el mundo.

En la masonería, esta certeza se encarna en los símbolos. La piedra bruta nunca se pule del todo, siempre queda en ella una arista, un ángulo imperfecto, una superficie que reclama el mallete. Incluso la piedra cúbica, aparentemente perfecta, es un símbolo de perfección relativa, jamás absoluta. Oswald Wirth nos lo recuerda: “el Aprendiz no progresa por acumular grados, sino porque cada grado despierta en él nuevas fuerzas latentes” (El libro del Aprendiz). Lo mismo ocurre con la luz: el Aprendiz recibe una chispa, pero esa chispa nunca se convierte en sol pleno; cada incremento de luz es siempre parcial, porque la Luz verdadera es inabarcable. Así, la masonería enseña que el aprendiz habita en todos los grados, y que el Maestro más sabio sigue siendo aprendiz frente al misterio del Gran Arquitecto del Universo.

Decir que siempre somos aprendices es cierto porque la vida misma es un proceso de aprendizaje sin clausura. Cada día nos confronta con algo que ignorábamos, cada encuentro con otro ser humano nos muestra una perspectiva que no habíamos considerado, cada error nos revela la fragilidad de nuestro saber y nos invita a comenzar de nuevo. Como señala René Guénon: “la iniciación no es jamás un punto de llegada, sino la entrada en un camino indefinidamente prolongado” (Símbolos fundamentales de la ciencia sagrada). Incluso en el último aliento, la vida nos sigue enseñando la lección más radical: la del tránsito hacia el Oriente Eterno.

No obstante, la afirmación también debe entenderse en su contradicción. Ser eterno aprendiz no significa permanecer en la ignorancia o en la pasividad, como si nunca hubiese avances, como si todo fuese siempre inicio y jamás llegada. El aprendizaje real implica acumulación, transformación y responsabilidad. Jules Boucher advierte: “el simbolismo masónico no es un simple objeto de contemplación, sino una enseñanza activa que debe traducirse en la vida del iniciado” (La simbólica masónica). Un aprendiz verdadero no se justifica en su condición para no actuar, sino que aprende actuando. Siempre somos aprendices, sí, pero aprendices que crecen, que se perfeccionan, que transforman la luz recibida en obras de justicia, fraternidad y servicio.

La verdad, entonces, es que ser un eterno aprendiz no es una limitación, sino una dignidad. Somos aprendices no porque estemos incompletos en un sentido negativo, sino porque la plenitud del ser y del saber nunca se agota. Wilmshurst lo expresa con fuerza: “toda la Masonería, desde la iniciación hasta los más altos grados, es un aprendizaje del alma en su viaje hacia la plenitud espiritual” (El significado de la masonería). En ese sentido, el aprendiz eterno es aquel que ha comprendido que la humildad y el asombro son las llaves de toda verdadera sabiduría.

Decir que siempre somos aprendices es tan cierto como decir que siempre somos caminantes: cada paso nos acerca y nos aleja, cada peldaño ascendido abre otro más alto, cada grado alcanzado revela un nuevo secreto. La certeza de ser aprendiz eterno no disminuye al masón, lo engrandece; no lo paraliza, lo impulsa; no lo reduce, lo expande. Porque quien se sabe aprendiz sabe también que su destino no es la quietud, sino el camino; no es el orgullo de lo alcanzado, sino la sed inextinguible de la Luz.

Así, proclamar soy un eterno aprendiz es afirmar una verdad profunda: que la masonería, como la vida misma, es un viaje sin fin hacia la sabiduría; que la obra nunca se concluye; y que el mayor magisterio consiste en morir con la humildad intacta de quien sabe que aún, incluso en la eternidad, seguirá aprendiendo a ser hijo de la Luz.

Queridos hermanos: que jamás se apague en nosotros la llama humilde del aprendiz; no olvidemos que la verdadera grandeza masónica no está en los títulos ni en los grados, sino en la disposición del alma que, cada día, se abre a la enseñanza del Gran Arquitecto del Universo. Cada amanecer es una iniciación, cada mirada del otro es un libro, cada silencio en logia es una palabra no dicha que invita a comprender más allá de las formas.

Que el polvo de la rutina no cubra el brillo del mandil blanco con el que un día ingresamos al templo; que no olvidemos el temblor del primer golpe del mallete sobre nuestra piedra bruta, porque allí nació el compromiso de aprender eternamente. Ser aprendiz es conservar viva la inocencia del que busca, la humildad del que no presume saber y la pasión del que no deja de asombrarse.

Mantengamos el corazón dispuesto, la mente abierta y la mano tendida. Que cada grado recorrido no sea un peldaño de orgullo, sino un recordatorio de cuánto nos falta por comprender. Y cuando la vida nos conduzca al Oriente Eterno, podamos partir con serenidad, sabiendo que incluso allí, más allá del velo, seguiremos siendo aprendices de la luz; porque ser eterno aprendiz no es una condición pasajera, sino una forma de eternidad: la del espíritu que, al no cerrarse nunca al conocimiento, permanece siempre joven ante el misterio divino.

Referencias Bibliográficas

Platón, Apología de Sócrates.

Aristóteles, Metafísica.

Hegel, Fenomenología del espíritu.

Oswald Wirth, El libro del Aprendiz.

Jules Boucher, La simbólica masónica.

René Guénon, Símbolos fundamentales de la ciencia sagrada.

W. L. Wilmshurst, El significado de la masonería.




sábado, 4 de octubre de 2025

RELACIONES EXISTENTES ENTRE LAS COLUMNAS DE SABIDURÍA, FUERZA Y BELLEZA CON LOS ÓRDENES ARQUITECTÓNICOS CLÁSICOS: JÓNICO, DÓRICO Y CORINTIO

 


Este es el quinto y último trabajo de cinco, donde pretendo, desde una profundidad académica y bibliográficamente documentada, hacer claridad sobre las relaciones existentes entre las tres luces -sabiduría, fuerza y belleza- con los Dignatarios del Taller -venerable maestro, primer vigilante y segundo vigilante- como también con los órdenes arquitectónicos clásicos -jónico, dórico y corintio. -

La masonería simbólica encuentra en la arquitectura no sólo un lenguaje de construcción externa, sino una revelación de verdades interiores. Los órdenes arquitectónicos clásicos -jónico, dórico y corintio- no son simplemente estilos ornamentales, sino expresiones vivas de principios universales que la tradición iniciática reconoce como fuerzas operantes en la creación y en la edificación del ser. En el templo masónico, estas formas se vinculan indisolublemente con las tres columnas fundamentales: sabiduría, fuerza y belleza. Este triángulo simbólico no es sólo un modelo estático, sino una dinámica espiritual de desarrollo iniciático.

Los antiguos arquitectos griegos no elegían estas formas por razones estéticas arbitrarias. Cada orden respondía a un tipo de proporción, de carácter y de armonía con el mundo. Por ello, la masonería, que es el arte de edificar al hombre según leyes eternas, ha reconocido en estas formas los vehículos ideales para representar las tres virtudes que sostienen la logia y que rigen el sendero del iniciado.

La sabiduría, que traza el plan, encuentra su correspondencia en el orden jónico, cuyas proporciones equilibradas y capitel decorado con espirales evocan el pensamiento que gira en torno a sí mismo, que se enrosca en contemplación y mesura. El jónico es el orden del conocimiento racional y espiritual. Albert Gallatin Mackey lo resume así: “La columna jónica, más delicada y elegante que la dórica y menos ornamentada que la corintia, simboliza la serena dignidad y la reflexiva sabiduría del Venerable Maestro.” -Enciclopedia de la Francmasonería-. Su carácter intermedio -más elaborado que el dórico, pero menos adornado que el corintio- lo hace ideal para expresar la cualidad de la inteligencia que busca el equilibrio entre rigor y flexibilidad.

El venerable maestro, que ocupa el oriente y representa el principio ordenador, se halla íntimamente ligado a este orden arquitectónico. La voluta jónica se vuelve símbolo del pensamiento directriz, la espiral de la razón que organiza el caos. Oswald Wirth confirma este vínculo al señalar: “La columna jónica es la que conviene a la Sabiduría, porque su forma armoniosa habla de un pensamiento elaborado, de una inteligencia que ha superado la rudeza y ha alcanzado la medida” -El simbolismo masónico-.

La Fuerza, por su parte, se relaciona profundamente con el orden dórico, el más antiguo y sobrio de los tres. Sin base, de fuste robusto y capitel austero, el dórico representa la potencia esencial de la estructura, la capacidad de sostener sin ceder. Este orden transmite firmeza, carácter, voluntad. W.L. Wilmshurst interpreta esta columna como “la base misma sobre la cual toda edificación espiritual se asienta: la fuerza moral, la voluntad inquebrantable que no busca ornamento sino propósito” -El Significado de la Masonería-.

Esta columna está asociada al primer vigilante, quien custodia la entrada simbólica de los trabajos en el occidente. La columna dórica, con su verticalidad severa y directa, representa esa etapa del camino donde el compañero masón debe adquirir un estado de aprendizaje de mayor responsabilidad y conocimiento dentro de la masonería. Jules Boucher escribe: “La fuerza, sin la cual el templo no se sostiene, encuentra su expresión más directa en la sobriedad del dórico. No es fuerza bruta, sino potencia dirigida” -El Simbolismo Masónico-.

En un nivel más profundo, el dórico encarna el aspecto terrestre, sólido y fundacional del trabajo masónico. Su energía es necesaria para que el pensamiento -jónico- pueda materializarse y la forma corintio- llegue a existir. Sin fuerza, la sabiduría no se convierte en obra, y la belleza no puede manifestarse.

La tercera columna, la belleza, se asocia al orden corintio, el más elaborado y ornamentado. Su capitel adornado con hojas de espino evoca la exuberancia de la vida, la gracia, el arte. El corintio representa la culminación estética de la acción ordenada por la sabiduría y sostenida por la fuerza. Es la floración simbólica del esfuerzo, el lenguaje de lo divino manifestado en forma sensible.

Manly P. Hall observa que “La columna corintia, rica en ornamentos, tipifica esa virtud suprema, la belleza, por la cual la sabiduría y la fuerza se manifiestan al mundo.” (Las enseñanzas secretas de todas las épocas). Es una belleza no superficial, sino fruto de una estructura interna bien lograda. René Guénon, en Símbolos fundamentales de la Ciencia Sagrada, lo confirma: “La Belleza no es algo añadido a la estructura, sino su revelación; el corintio expresa cómo el principio espiritual se encarna en una forma que refleja la armonía divina”.

El segundo vigilante, ubicado al Sur, es el custodio de esta columna. Él representa el momento “La Belleza no es algo añadido a la estructura, sino su revelación; el corintio expresa cómo el principio espiritual se encarna en una forma que refleja la armonía divina”. La belleza que dirige el segundo vigilante no es simple ornamento, sino el orden revelado en forma sensible. El corintio, con su elegancia compleja, representa la culminación espiritual de la obra. Es la imagen del alma iniciada que ya ha armonizado sus fuerzas interiores.

Estas correspondencias no deben entenderse de forma fragmentaria, sino como expresión de una unidad dinámica. Las tres columnas —sabiduría -jónico-, fuerza -dórico- y belleza -corintio- forman un triángulo que sostiene no sólo el templo masónico, sino el proceso iniciático mismo. Cada una presupone a las otras. La sabiduría sin fuerza es inoperante; la fuerza sin belleza es ciega; la belleza sin sabiduría es superficial. Esta interdependencia expresa lo que la alquimia llamaría el equilibrio de los tres principios: azufre, mercurio y sal; o lo que el cristianismo llamaría verbo, espíritu y encarnación.

En el plano interno, estas columnas son estados del alma. El iniciado debe aprender a pensar con claridad -jónico-, a sostenerse con voluntad -dórico- y a manifestarse con armonía -corintio. Así, el templo no sólo se levanta en la logia, sino en el corazón mismo del iniciado. Como señala Oswald Wirth: “El Templo no puede erigirse si una sola de las tres columnas falta. La armonía del mundo y del ser se construye en la convergencia de estas tres virtudes eternas.”

Al concluir este estudio, no puedo evitar contemplar interiormente esas tres columnas no ya como formas arquitectónicas externas, sino como presencias vivas en el taller de mi alma. Las he visto en el templo, representadas por las bellas formas del arte clásico, pero ahora las reconozco erigidas en mí mismo, como principios que debo aprender no sólo a contemplar, sino a encarnar.

La sabiduría jónica me habla desde la mesura del pensamiento bien trazado. Su voluta me recuerda que todo acto masónico nace de una intención clara, de un diseño espiritual que debe guiarme aun en medio de las tinieblas del mundo. No hay trazo sin idea, no hay orientación sin luz; la fuerza dórica se me presenta como un llamado a la firmeza interior. No una fuerza bruta, sino la fuerza que sostiene sin quebrarse, que enfrenta la oposición sin perder su forma. Me enseña que sin estructura no hay crecimiento, que sin raíces no hay ascenso. Su severidad es maestra de virtud y la belleza corintia me revela que la obra está incompleta si no llega a florecer. Ella me enseña que no basta con hacer lo correcto, sino que hay que hacerlo con equilibrio, con proporción, con sensibilidad. Que la vida masónica no debe ser sólo un deber, sino también una expresión de lo sublime.

Entiendo ahora que estas tres columnas no están sólo en el templo, sino que son tres etapas del mismo viaje iniciático: trazar el camino con sabiduría, recorrerlo con fuerza, y culminarlo con belleza. Me reconozco en ese proceso, aún en construcción, aún imperfecto, pero sostenido por esa arquitectura simbólica que me orienta hacia el oriente de mí mismo. Que el templo se levante firme en mí, y que cada pensamiento, cada acción y cada palabra respondan al equilibrio sagrado de estas columnas eternas.

 

Citas de autores masónicos sobre la columna de la Sabiduría y el orden jónico

1. Oswald Wirth: – El simbolismo hermético

“La columna jónica conviene a la Sabiduría, porque su forma armoniosa habla de un pensamiento elaborado, de una inteligencia que ha superado la rudeza y ha alcanzado la medida.”

2. Albert Gallatin Mackey: –  Enciclopedia de la Francmasonería

“La columna jónica, más delicada y elegante que la dórica y menos ornamentada que la corintia, simboliza la serena dignidad y la sabiduría reflexiva del Venerable Maestro..”

3. Jules Boucher: – El Simbolismo Masónico

“El estilo jónico, más refinado que el dórico, expresa el equilibrio del pensamiento, la razón moderada, y es por eso que se le atribuye a la columna de la Sabiduría.”

4. W.L. Wilmshurst: – El significado de La Masonería

 “La Sabiduría del Oriente es la Luz que guía el trazado del plan, y corresponde a una forma de arquitectura que sugiera contemplación, proporción y equilibrio intelectual. El orden jónico cumple ese rol.”

5. Daniel Béresniak: – Los Símbolos Masónicas

“La columna jónica, símbolo de la Sabiduría, se reconoce por sus volutas: representa el pensamiento que gira sobre sí mismo, que mide, compara, evalúa. Está en el Oriente, allí donde se piensa antes de actuar.”

6. Jean-Marie Ragon: – Curso filosófico e interpretativo de iniciaciones antiguas y modernas

“De los tres órdenes arquitectónicos, el jónico representa la inteligencia formada, la que ha pasado del impulso a la razón. Por ello es propio del Maestro y del principio de Sabiduría.”

7. Manly P. Hall: – Las enseñanzas secretas de todas las épocas

“En el orden jónico encontramos la encarnación de la gracia racional: la unión de la forma intelectual y la belleza sutil, lo que la convierte en la verdadera columna de la Sabiduría en la enseñanza masónica..”

8. René Guénon: – Símbolos fundamentales de la Ciencia Sagrada

“El orden jónico, intermedio entre la severidad del dórico y la exuberancia del corintio, es figura de la Sabiduría equilibrada, aquella que da forma sin violentar, que enseña sin imponer.”

9. J.D. Buck: – La Masonería Mística

“El pilar jónico representa la vida intelectual. En el simbolismo masónico, pertenece a Oriente y representa la Sabiduría que traza los planos del Universo..”

10. George H. Steinmetz: – La Masonería: su Significado Oculto

“La sabiduría, tal como se expresa en el orden jónico, es contemplativa, mesurada y estructurada con la gracia de la disciplina mental. El masón que busca la luz debe pasar primero por esta columna..”

 

Citas de autores masónicos sobre la columna de la Fuerza y el Orden Dórico

1. Oswald Wirth: El simbolismo masónico

“El orden dórico, de formas macizas y desprovistas de ornamento, representa naturalmente la Fuerza. La columna que corresponde a este orden es la del Occidente, sostenida por el Primer Vigilante.”

2. Albert Gallatin Mackey: Enciclopedia de la Francmasonería

“La columna dórica, maciza y sin adornos, se asigna con mayor acierto a la Fuerza. Es el pilar de Booz y se erige como emblema de la firmeza moral y física.”

3. Jules Boucher: El Simbolismo Masónico

“La Fuerza, sin la cual nada se sostiene, está representada por la columna dórica: sólida, simple, recta. Es la columna de la ley, de la autoridad y de la resistencia. Se sitúa al Occidente.”

4. W.L. Wilmshurst: – El Significado de La Masonería

“La columna dórica es la expresión del principio de Fuerza en su forma más pura: sin adorno, sin desviación, sin debilidad. Es la base sobre la que debe fundarse todo edificio espiritual.”

5. Manly P. Hall: – Las enseñanzas secretas de todas las épocas

“El orden dórico simboliza la Fuerza que sustenta tanto la Sabiduría como la Belleza. En el simbolismo masónico, es el pilar central, la columna moral imperecedera del Templo.”

6. Jean-Marie Ragon: – Curso filosófico e interpretativo de iniciaciones antiguas y modernas

“El dórico es el orden de los pueblos guerreros y constructores. Su severidad lo convierte en símbolo de la Fuerza activa y sostenedora. En logia, corresponde al Primer Vigilante.”

7. Daniel Béresniak: – Los Símbolos Masónicos

“La columna de la Fuerza no necesita adornos. Por eso se le asigna el orden dórico: el que está hecho para soportar, no para mostrarse. Es el pilar del deber y la voluntad.”

8. George H. Steinmetz: – La masonería: su significado oculto

> “El Primer Pilar de la Fuerza se construye según la tradición dórica: grueso, alto y sin adornos. Enseña que la resistencia y la integridad moral son la base del trabajo iniciático.”

9. J.D. Buck: – Masonería Mística

“La fuerza dórica no es solo física, sino también espiritual. La columna dórica del oeste es una advertencia y una promesa: solo lo firme y verdadero perdurará.”

10. Albert Churchward: – Los Arcanos de la Masonería

“Se eligió el estilo dórico para el pilar de la Fuerza porque representa el cimiento más antiguo y duradero. Sin Fuerza, ninguna luz puede sostenerse.”

 

Citas de autores masónicos sobre la columna de la Belleza y el Orden Corintio

1. Oswald Wirth: – El simbolismo masónico

“El orden corintio, el más elegante y ornamentado de los tres, conviene a la Belleza, que no es vana decoración sino manifestación sensible de la armonía universal.”

2. Albert Gallatin Mackey: – Enciclopedia de la Francmasonería

“La columna corintia, siendo la más rica en ornamentación, está asignada a la Belleza, que perfecciona y adorna lo que la Sabiduría diseña y la Fuerza sostiene..”

3. Jules Boucher: – Los Símbolos Masónicos

“La columna corintia, con su capitel de hojas de acanto, es el símbolo ideal de la Belleza masónica: delicadeza, equilibrio, expresión final de lo que ha sido concebido y construido con sentido.”

4. W.L. Wilmshurst: – El Significado de la Masonería

“La Belleza representa la síntesis visible de un plan bien concebido y sólidamente ejecutado. El corintio, como forma más rica y desarrollada, expresa esta plenitud espiritual.”

5. Manly P. Hall: – Las enseñanzas secretas de todas las épocas

“La columna corintia, rica en ornamentos, tipifica esa virtud suprema, la Belleza, por la cual la Sabiduría y la Fuerza se manifiestan al mundo..”

6. Daniel Béresniak: – Los Símbolos Masónicos

“El corintio simboliza la Belleza porque expresa el arte del espíritu que ha dominado la materia. Es la floración de la obra interior.”

7. Jean-Marie Ragon: – Curso filosófico e interpretativo de iniciaciones antiguas y modernas

“Entre los tres órdenes, el corintio representa la Belleza realizada. Es la armonía de la forma, expresión sensible de la perfección interior.”

8. George H. Steinmetz: – La Masonería: su Significado Oculto

“La belleza, como principio masónico, no es mera simetría; es la culminación de la obra moral. El orden corintio la representa con elegancia, gracia y ornamentación que expresan el alma..”

9. J.D. Buck: – Masonería Mística

“El pilar corintio se sitúa al sur, donde el sol alcanza su punto más alto. Simboliza el florecimiento pleno del camino del iniciado: la gracia que nace de la disciplina y el conocimiento..”

10. Albert Churchward: – Los Arcanos de la Masonería

“El orden corintio, que representa la Belleza, no es una decoración sin significado; refleja la armonía divina. Se ubica al sur, con el Segundo Vigilante de la Obra..”

11. René Guénon: – Símbolos fundamentales de la Ciencia Sagrada

“La Belleza no puede ser sino el reflejo formal del Principio; el orden corintio manifiesta esa expresión final en la arquitectura sagrada.”


lunes, 29 de septiembre de 2025

EL RECONOCIMIENTO DE GRADOS: ¿ESCALA DE SABIDURÍA O ESCALERA DE VANIDAD?

 



El camino masónico, desde sus albores, se ha expresado en símbolos, ritos y estructuras que buscan orientar al iniciado en la búsqueda de la verdad. Entre estas estructuras se encuentra la jerarquía de grados, que, a primera vista, parece una progresión lineal hacia niveles más altos de sabiduría. Sin embargo, cuando observamos con atención, emerge una tensión profunda: ¿es esa escala un instrumento de iluminación ontológica y existencial, o corre el riesgo de transformarse en una escalera de vanidad que aliena al hombre de sí mismo y del verdadero sentido iniciático?

La masonería, como vía filosófica y espiritual, no debería reducirse a una serie de peldaños externos que se acumulan como medallas o reconocimientos de estatus. El grado es, en su esencia, una expresión simbólica de un estado interior del ser. Como afirmaba Oswald Wirth: “El iniciado no progresa por el hecho de recibir más grados, sino por el desarrollo de su conciencia” (Wirth, El Libro del Aprendiz). La progresión iniciática, por tanto, no se mide en títulos, sino en la hondura del silencio, en la capacidad de autocrítica, en la apertura al misterio y en la comunión con el Gran Arquitecto del Universo.

Desde la perspectiva ontológica, el grado no es un objeto que se posee, sino un modo de ser que se encarna. El reconocimiento externo carece de sentido si no está acompañado de una transformación interior. Aquí se hace patente la dialéctica entre el ser y el parecer: mientras la escala de sabiduría invita al masón a trascender el ego y a crecer en autenticidad, la escalera de vanidad lo seduce con el brillo vacío de los honores, enajenándolo en un juego de espejos donde confunde la luz con el reflejo. Como bien advertía Jules Boucher: “La iniciación no se recibe, se conquista” (La simbólica masónica).

Existencialmente, cada grado debería ser un espacio para confrontar la finitud y la libertad del hombre. El aprendiz que busca aprender, el compañero que busca comprender y el maestro que busca enseñar no son etapas superadas, sino dimensiones que coexisten y se profundizan en el mismo ser. El riesgo está en absolutizar la estructura jerárquica como si cada ascenso fuera un certificado de plenitud, cuando en realidad la existencia masónica es siempre inacabada, abierta, marcada por la incertidumbre de lo humano. Como diría Sartre en un plano más existencial: “El hombre no es otra cosa que lo que él se hace” (El ser y la nada). Así también el masón: no es el cúmulo de grados, sino la construcción de sí mismo en libertad y responsabilidad.

La escala de sabiduría, cuando es auténtica, es la vía por la cual el masón aprende a despojarse de lo accesorio, a cultivar la fraternidad sin jerarquías artificiales y a vivir la ética como un compromiso con lo universal. Pero esa misma escala, si se pervierte, se convierte en una escalera de vanidad que fomenta rivalidades, egos inflados y simulacros de poder. Allí, el símbolo se desvirtúa y se convierte en máscara; el templo interior se vacía para dar paso a un teatro de títulos. Como afirmaba René Guénon: “Los ritos y símbolos no son fines en sí mismos, sino medios para alcanzar lo real” (Símbolos fundamentales de la ciencia sagrada).

La crítica profunda, entonces, nos obliga a preguntarnos: ¿buscamos los grados como medios para trascender o como galardones para exhibir? La masonería auténtica no requiere reconocimiento externo, porque el verdadero reconocimiento está en la transformación interior que ningún diploma puede otorgar. En este sentido, la sabiduría masónica se mide en la capacidad de reconocer al otro como hermano y no en la cantidad de grados acumulados.

El sentido de los grados está en su carácter pedagógico, ritual y simbólico, como mapas que señalan rutas de crecimiento. Su sin sentido aparece cuando se absolutizan, cuando el masón olvida que no son el fin, sino medios para recordar que el viaje iniciático es infinito. Al final, toda la jerarquía se relativiza frente al misterio, y todo título se disuelve en el silencio del ara donde sólo queda la verdad desnuda del ser.

La masonería, si quiere permanecer fiel a su espíritu, debe volver siempre a esta tensión y discernir: ¿estamos construyendo escalas de sabiduría o escaleras de vanidad? La respuesta no depende de la institución en abstracto, sino de cada hermano en su camino existencial. Porque, como enseña W.L. Wilmshurst: “El único verdadero progreso en Masonería es aquel que conduce al descubrimiento del yo interior” (El significado de la Masonería). El verdadero ascenso no se da hacia arriba, sino hacia adentro: en el fondo del ser, donde el hombre se encuentra con la chispa divina y reconoce que el único grado absoluto es el de ser humano en plenitud.

Así, Queridos Hermanos, no pidamos grados para ser reconocidos; busquemos ser reconocidos porque cada grado se ha convertido en vida, en ética, en fraternidad y en servicio. Elevemos, pues, nuestros corazones y juremos en silencio que nunca haremos de la masonería un pedestal para el ego, sino una escuela de luz para la humanidad.

Que así sea.

 

 

Referencias bibliográficas

Boucher, Jules. La simbólica masónica. Editorial Kier, Buenos Aires, 1993.

Guénon, René. Símbolos fundamentales de la ciencia sagrada. Paidós, Barcelona, 1996.

Sartre, Jean-Paul. El ser y la nada. Losada, Buenos Aires, 2007.

Wilmshurst, W.L. El significado de la Masonería. Kier, Buenos Aires, 1991.

Wirth, Oswald. El libro del aprendiz. Kier, Buenos Aires, 1994.


lunes, 22 de septiembre de 2025

LA AUSENCIA DEL HERMANO: UN SÍNTOMA Y UNA INTERPELACIÓN A LA LOGIA

 



 El asiento vacío de un hermano en la logia nunca es un simple hecho administrativo ni un detalle menor en la lista de asistencia. Es un signo, un símbolo, una herida en la cadena de unión que nos enlaza. Allí donde debería haber una presencia viva, un corazón latiendo con nosotros en el silencio del templo, encontramos un vacío que habla. La ausencia no es un silencio neutro: es una voz muda que nos interpela y nos obliga a mirar hacia dentro.

 Hegel nos recuerda en su fenomenología del espíritu que la autoconciencia solo se construye en el reconocimiento del otro. La logia, como microcosmos iniciático, es ese espacio donde cada hermano se descubre reflejado en la mirada fraterna. Cuando falta uno, el circuito de reconocimiento se rompe: dejamos de vernos completos, dejamos de comprendernos en nuestra totalidad. La ausencia no es, entonces, un problema privado, sino una pérdida ontológica de la logia. Sartre también nos muestra que la ausencia no es mera nada, sino una presencia de lo que falta. El asiento vacío es el recordatorio de que la fraternidad no se cumple todavía en su plenitud. Ese vacío nos obliga a preguntarnos: ¿qué hemos hecho —o dejado de hacer— para que el hermano no encuentre en nosotros el fuego que buscaba?

 René Guénon advertía que la iniciación solo es real si existe un centro espiritual vivo. Cuando las ausencias se multiplican y no hacemos autocrítica, el riesgo es enorme: la logia se transforma en forma vacía, rito hueco, palabra sin espíritu. La presencia sostenida de los hermanos no es una formalidad: es la garantía de que la corriente iniciática fluye con fuerza. Cada ausencia es una fisura por donde se escapa la energía sagrada que debería nutrirnos.

 Erich Fromm enseñaba que el ser humano oscila entre la libertad y la soledad. La Logia debería ser el lugar donde esa tensión se resuelve en fraternidad, donde la libertad personal se integra en el bien común. Si un hermano se siente solo en medio de nosotros, su ausencia no denuncia su debilidad, sino nuestra falta de cuidado. Una fraternidad que no cuida es solo una palabra vacía. Y en masonería, el descuido fraternal es una falta ética grave.

 El aprendizaje iniciático es también un proceso psicológico que necesita espejos vivos. Cuando un aprendiz o un compañero ven que un maestro se aleja sin que nadie lo acompañe, aprenden —aunque no lo digamos— que la masonería puede ser un paso sin continuidad, una formalidad sin compromiso. La ausencia se convierte entonces en un mensaje pedagógico negativo. Y lo que enseñamos con el ejemplo ausente es más fuerte que lo que proclamamos en el ritual.

La logia no vive aislada: es reflejo y germen de la sociedad. El asiento vacío de un hermano en el templo es metáfora del ciudadano que no participa, del amigo que se desconecta, del ser humano que se siente ajeno en su propia comunidad. Así, la ausencia nos habla también de la crisis de participación que atraviesa al mundo profano. Si en logia no aprendemos a sostener la presencia mutua, ¿qué mensaje podremos darle al mundo sobre solidaridad y compromiso cívico?

 Cada ausencia es como una columna truncada: una obra que quedó inconclusa, un vacío que interrumpe la armonía del templo. En la cadena de unión, un solo eslabón roto altera la forma del círculo. El simbolismo nos recuerda que el valor de la logia no está en la perfección de unos pocos, sino en la constancia de todos. El asiento vacío no es del hermano ausente: es una fractura de la logia misma.

 Pero más allá de teorías, referencias y símbolos, hay algo esencial: el afecto fraterno. Un hermano que no vuelve a la logia no debería ser recordado solo con tristeza, sino buscado con ternura. Su ausencia no es un expediente que se cierra, sino un corazón que espera ser tocado. La masonería se desmorona si pierde la calidez del abrazo, la sinceridad del interés, la belleza del cuidado mutuo.

 La ausencia de un hermano es un espejo en el que la logia se ve incompleta. No basta con registrar nombres ni sancionar faltas: debemos preguntarnos si seguimos siendo para cada uno un espacio de luz, de crecimiento y de fraternidad real. Si no lo hacemos, el riesgo es enorme: convertirnos en un club ritualista sin alma, un taller sin obra, un templo sin fuego. El asiento vacío nos recuerda que la masonería no puede reducirse a palabras, que solo se sostiene en la presencia viva, consciente y afectuosa de cada hermano. Ese vacío no es suyo: es nuestro. Y solo se colma cuando hacemos de la logia un verdadero hogar del espíritu, donde cada uno pueda encontrar luz, fraternidad y propósito.

 Por otra parte, hay una ausencia que hace siempre presencia, son los hermanos que han partido hacia el Oriente Eterno nunca están ausentes de nuestras tenidas y debemos registrar su asistencia en el acta; su luz y su ejemplo permanecen en cada trabajo, en cada silencio y en cada palabra pronunciada en el templo. Ellos siguen siendo parte viva de la cadena de unión, recordándonos que la verdadera fraternidad trasciende el tiempo y la muerte, y que en el misterio del Gran Arquitecto Del Universo sus huellas iluminan nuestro sendero masónico.

 Que el asiento vacío nos recuerde que no hay obra completa sin la presencia viva de cada hermano, que no hay templo verdadero sin la unión de todos los corazones, y que no hay masonería real sin la constancia fraterna que alimenta la luz. Que cada ausencia sea para nosotros un llamado a fortalecer la cadena, a buscar al hermano perdido y a mantener encendido el fuego sagrado del taller. Así, unidos en espíritu y en verdad, nuestra logia seguirá siendo un refugio de luz, fraternidad y propósito bajo la mirada del Gran Arquitecto Del Universo.

martes, 16 de septiembre de 2025

LA FRATERNIDAD: ENTRE EL DISCURSO Y LA PRÁCTICA Y SUS IMPLICACIONES EN EL DESARROLLO MASÓNICO DEL APRENDIZ


Se nos enseña, desde el primer contacto con la masonería, que la fraternidad es uno de sus valores fundamentales. Se proclama en nuestros rituales, se repite en nuestras planchas y se convierte en fórmula de saludo y despedida. Sin embargo, cabe preguntarse con sinceridad: ¿Cómo se vive realmente la fraternidad al interior de nuestras logias? ¿No corremos el riesgo de convertirla en una palabra decorativa, elegante en el discurso, pero vacía en la práctica cotidiana?

La fraternidad no es una simpatía superficial ni un sentimiento espontáneo de afinidad. Es, en esencia, un acto ético radical: exige reconocer al otro como portador de dignidad, incluso cuando su carácter nos incomoda, su opinión nos contradice o sus defectos nos resultan evidentes. En su raíz, la fraternidad es un ejercicio de trascendencia del ego, pues implica dejar de lado la necesidad de tener siempre la razón, la tendencia a competir o el impulso a descalificar al diferente.

No obstante, en muchos talleres lo que observamos es un divorcio entre el discurso fraternal y la práctica efectiva. Se proclama la fraternidad en las palabras rituales, pero se la niega en actitudes de indiferencia, en silencios excluyentes o en críticas solapadas. Se habla del amor fraternal como “cemento” que une nuestras piedras, pero se cultivan rivalidades personales que terminan por agrietar los muros invisibles del templo. Se aplauden planchas bellamente redactadas, mientras se ignoran las necesidades materiales, emocionales o espirituales de los hermanos que las escriben. Se celebra la unidad en los ágapes, mientras algunos se levantan de la mesa sin haber sido escuchados ni integrados.

Esta incoherencia no es un asunto menor, vacía de sentido la iniciación misma; porque si el templo no es un espacio real de fraternidad vivida, se convierte en un teatro ritual, un lugar donde representamos símbolos en vez de encarnarlos. Como advierte Oswald Wirth, “el símbolo que no se vive se convierte en caricatura” -1931-. Una logia que pronuncia la palabra de fraternidad, pero no la practica, traiciona el espíritu iniciático y erosiona la credibilidad de toda la Orden, tanto hacia dentro como hacia la sociedad profana.

Lo más grave es que esta brecha golpea con fuerza al aprendiz; el recién iniciado llega con hambre de sentido, con la esperanza de hallar un espacio distinto al mundo profano, con el corazón abierto para aprender y transformarse; si lo que encuentra es un ambiente frío, donde los gestos fraternos son mecánicos y no tocan lo humano, la semilla iniciática corre el riesgo de secarse antes de germinar. Para el aprendiz, la fraternidad no es un adorno: es el suelo sobre el cual puede crecer su trabajo interior. Cuando se siente acogido y escuchado, aprende que la logia es un lugar seguro donde puede compartir sus dudas y avanzar sin temor. Pero cuando percibe indiferencia o rivalidades, su iniciación se trivializa y el mandil blanco deja de ser emblema de pureza para convertirse en un simple uniforme.

El desarrollo masónico del aprendiz implica dimensiones profundamente relacionadas con la fraternidad. En lo ético, aprende que no basta con conocerse a sí mismo; debe reconocerse en el otro, ejercitando la humildad y la empatía. En lo simbólico, descubre que la fraternidad es la argamasa que une las piedras vivas del templo, que su propio trabajo no tiene sentido aislado, sino que cobra valor en el entrelazamiento con los trabajos de sus hermanos. En lo espiritual, la fraternidad le enseña a ver en el otro una chispa del G A D U, comprendiendo que la masonería no es un club ni una academia, sino una comunidad de sentido que refleja la unidad de la creación.

De ahí que el fracaso en practicar la fraternidad tenga consecuencias directas: el aprendiz puede caer en la decepción, el escepticismo o la indiferencia, perdiendo de vista la belleza del camino iniciático. Por el contrario, una logia que encarna la fraternidad ofrece al aprendiz un laboratorio vivo donde experimentar, desde el inicio, lo que significa trabajar en la construcción del templo interior y colectivo. Como dijo Erich Fromm: “La fraternidad comienza cuando el otro deja de ser una amenaza y se convierte en parte esencial de mi destino” -1956-. Y es precisamente este aprendizaje —ver al otro como destino compartido— lo que da sentido al primer grado. Si el aprendiz no encuentra en la fraternidad una vivencia real, difícilmente podrá ascender con autenticidad a grados superiores.

La fraternidad auténtica exige más que palabras. Supone cuidar al hermano que se aísla, tender la mano antes de que sea pedida, corregir sin humillar, escuchar sin prisa, disentir sin romper. Es estar presente en el dolor del otro, incomodarse por su sufrimiento, alegrarse de su progreso como si fuera propio. Pero esto solo es posible si asumimos la fraternidad como disciplina constante contra nuestro ego. Wilmshurst recordaba que “la fraternidad masónica no es una sociedad de iguales perfectos, sino un taller de almas en proceso de perfección mutua” -1922- Así, el aprendiz entiende que no se le pide encontrar hermanos perfectos, sino aprender a crecer junto a otros imperfectos, en un ejercicio de paciencia, humildad y perseverancia. Esa es la verdadera escuela iniciática.

Si no queremos que nuestras logias se conviertan en clubes sociales con ropaje ritual, debemos atrevernos a mirar de frente esta incoherencia. La fraternidad no puede ser un lema vacío ni una máscara cómoda; debe ser la piedra angular sobre la que se edifique todo el trabajo iniciático. Y esto exige valentía: valentía para reconocer que muchas veces hemos fallado, valentía para corregir nuestras actitudes y valentía para practicar, en lo pequeño y lo cotidiano, aquello que proclamamos en lo solemne y ritual.

Al final, el desarrollo masónico del aprendiz no depende de la cantidad de símbolos que memorice ni de la perfección con que ejecute los rituales, sino de la experiencia viva de haber encontrado una fraternidad real. Porque no será juzgado —ni él ni nosotros— por la belleza de nuestros discursos, sino por la verdad de nuestra fraternidad vivida; por haber hecho del templo un hogar del espíritu y no un escenario; por haber sido capaces de ver en cada hermano no un rival ni un extraño, sino una parte esencial de nuestra propia obra inacabada. Tal vez por eso pueda decirse que la fraternidad es, para el aprendiz, la verdadera “palabra perdida”: una palabra que no se busca en los libros ni en los rituales, sino en la vivencia concreta del vínculo que nos une. Solo cuando la logia se convierte en taller vivo de fraternidad, el aprendiz comienza a transitar de verdad el camino de la construcción interior, convirtiéndose no en espectador de un teatro simbólico, sino en obrero de la Obra eterna.

 

 

Referencias bibliográficas

Fromm, Erich. El arte de amar. México: Fondo de Cultura Económica, 1956.

Wilmshurst, Walter Leslie. El Significado de la Masonería. Londres: Rider & Co., 1922.

Wirth, Oswald. El simbolismo hermético en sus relaciones con la alquimia y la masonería. París: Dervy, 1931.

Boucher, Jules. La simbología Masónica. París: Dervy, 1948.


EL CONFLICTO ENTRE LA VIDA PROFANA Y LA VIDA MASÓNICA ¿Cómo equilibrar dos mundos que a veces parecen irreconciliables?

                                                                                                           Imagen generada con I. A. El conf...