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lunes, 1 de diciembre de 2025

EL PAPEL DE LA ORDEN MASÓNICA EN LA NUEVA SOCIEDAD TECNOLÓGICA

 


 La humanidad atraviesa una de las transformaciones más profundas de su historia. El siglo XXI no solo ha traído nuevos instrumentos, sino un nuevo modo de ser y de comprender el mundo. La inteligencia artificial, la nanotecnología, la biogenética, la robótica, la computación cuántica y la realidad virtual están modelando una civilización distinta, una en la que los límites entre lo humano y lo artificial se vuelven cada vez más difusos. Nos acercamos a una sociedad donde la conciencia, la identidad y la verdad misma se reconfiguran en torno a la tecnología. En este contexto, la Orden Masónica no puede permanecer indiferente: su papel se vuelve esencial como guía ética, filosófica y espiritual de la humanidad en medio de la revolución técnica.

La Masonería, heredera de las tradiciones sapienciales que unieron ciencia y espíritu, no se opone al progreso ni a la innovación, pero sí advierte sobre la necesidad de que estos avances sean acompañados por una evolución moral equivalente. Como afirmaba W.L. Wilmshurst, “la Masonería existe para guiar al hombre hacia la comprensión de su naturaleza espiritual, por encima de los artificios materiales” ( El Significado de la Masonería, 1922, p. 45). En la actualidad, cuando la razón instrumental ha alcanzado niveles inimaginables, el masón está llamado a recordar que el conocimiento técnico sin sabiduría puede conducir a la autodestrucción. La Orden se convierte entonces en la conciencia moral del progreso, en la voz que recuerda que el verdadero destino del ser humano no es dominar la creación, sino armonizarse con ella.

La sociedad que surge de este nuevo paradigma tecnológico será, sin duda, más interconectada, más veloz, más eficiente, pero corre el riesgo de ser también más impersonal, más fragmentada y más vulnerable a la pérdida de sentido. Las máquinas procesan información, pero no generan sabiduría; calculan, pero no aman; simulan empatía, pero no sienten. En esta brecha entre la potencia técnica y la esencia humana se abre el campo de acción de la Masonería. Su tarea consiste en preservar la llama del espíritu en medio del ruido digital, formar individuos capaces de discernir entre el dato y el sentido, entre el conocimiento y la verdad, entre la conexión virtual y la comunión interior. René Guénon advertía ya en 1927 que “la civilización moderna ha desarrollado la cantidad en detrimento de la calidad” (La crisis del mundo moderno, p. 63). Hoy esa advertencia se actualiza frente a la multiplicación de datos que ocultan la profundidad del pensamiento y la reducción del hombre a un usuario del sistema tecnológico.

La logia, como espacio simbólico y pedagógico, representa en esta nueva era un refugio ontológico. En un mundo saturado de estímulos, donde la mente humana se dispersa entre pantallas, el silencio del templo enseña a reconectar con el ser. El rito masónico, con su geometría, su ritmo y su palabra, actúa como una pedagogía del alma, un método para despertar la conciencia adormecida por la inmediatez tecnológica. Como escribe Oswald Wirth, “el iniciado aprende a callar para escuchar la voz de la conciencia” (El libro del aprendiz, 1924, p. 77). Ese silencio interior, tan escaso en la sociedad contemporánea, se convierte en la condición de posibilidad de toda sabiduría. Frente al ruido del algoritmo, el masón cultiva la introspección; frente al vértigo de la velocidad, la reflexión; frente al simulacro, la autenticidad del ser.

Pero la Orden Masónica no puede limitarse a ser un refugio espiritual; debe ser también una fuerza moral activa en la construcción de la nueva sociedad tecnológica. Si los masones del siglo XVIII impulsaron la Ilustración, los derechos del hombre y la independencia de los pueblos, los masones del siglo XXI están llamados a promover una ilustración ética y planetaria, en la que el progreso científico esté guiado por los principios de fraternidad, justicia y dignidad humana. Zygmunt Bauman recordaba que “el progreso sin dirección moral se convierte en un movimiento sin destino” (Modernidad líquida, 2000, p. 14). Esa dirección moral es la que debe proporcionar la Masonería al mundo tecnificado, siendo el puente entre la razón científica y la sabiduría del espíritu.

La sociedad que esperamos construir gracias a los avances tecnológicos debe ser una sociedad más justa, consciente y humana, no una civilización dominada por la eficiencia y la automatización. Los descubrimientos de la ciencia deben orientarse al servicio del hombre y no a su instrumentalización. El masón contemporáneo, desde su ética iniciática, tiene la obligación de participar en los debates públicos sobre inteligencia artificial, biotecnología, justicia digital y sostenibilidad, defendiendo una visión del progreso basada en la solidaridad universal. Leonardo Boff, en su obra El cuidado esencial (2002, p. 38), sostiene que “la ética del cuidado es el nuevo nombre de la razón en la era planetaria”. Esa ética del cuidado, del respeto por la vida, por el otro y por la tierra, coincide plenamente con la misión masónica de edificar el templo de la humanidad en armonía con el cosmos.

Así, la Masonería no debe mirar con desconfianza el desarrollo tecnológico, sino contribuir a su orientación espiritual. La ciencia puede explicar el cómo, pero la Masonería se ocupa del porqué y del para qué. En la sociedad del futuro, donde las fronteras entre lo físico y lo digital se diluyen, la Masonería puede servir como puente entre el espíritu y la razón, entre la técnica y la ética, entre la información y la sabiduría. Su papel será formar seres humanos íntegros, capaces de gobernar la tecnología sin ser gobernados por ella, de crear máquinas inteligentes sin perder la inteligencia del corazón.

La nueva sociedad que emerge no debe ser una tecnocracia deshumanizada, sino una fraternidad iluminada por la razón y guiada por la conciencia. El masón tiene el deber de ser el guardián de ese equilibrio: un arquitecto de humanidad en medio de la revolución de los circuitos. Como afirmaba Jules Boucher, “el simbolismo masónico es el lenguaje de la sabiduría universal” (La simbólica masónica, 1948, p. 112). Esa sabiduría debe ahora expresarse en un lenguaje capaz de dialogar con la ciencia, la ética y la espiritualidad.

En última instancia, el papel de la Orden Masónica en esta sociedad tecnológica es el de preservar la dimensión trascendente del ser humano. En un mundo donde la inteligencia artificial puede simular la razón, solo el espíritu puede sostener la verdad. La Masonería debe recordarle al hombre que su misión no es crear dioses de silicio, sino despertar al dios interior que habita en su conciencia. La ciencia sin fraternidad es poder sin alma; la tecnología sin ética es progreso sin destino. El masón, en cambio, sabe que todo conocimiento verdadero debe conducir a la luz.

El futuro que se vislumbra con los avances tecnológicos dependerá no de las máquinas que construyamos, sino del tipo de humanidad que decidamos ser. La Masonería, fiel a su lema de libertad, igualdad y fraternidad, debe ser la voz que inspire esa decisión. En medio de los algoritmos y los datos, su enseñanza silenciosa recordará siempre que el templo más perfecto no se erige en los laboratorios ni en los servidores, sino en el corazón iluminado del hombre.

 

Referencias bibliográficas

Bauman, Z. (2000). Modernidad líquida. Fondo de Cultura Económica.

Boff, L. (2002). El cuidado esencial: Ética de lo humano, compasión por la Tierra. Trotta.

Boucher, J. (1948). La simbólica masónica. París: Éditions Dervy.

Guénon, R. (1927). La crisis del mundo moderno. París: Gallimard.

Wilmshurst, W.L. (1922). The Meaning of Masonry. London: Rider & Co.

Wirth, O. (1924). El libro del aprendiz. París: Éditions Dervy.

 

lunes, 24 de noviembre de 2025

EL LLAMADO QUE NO SE BUSCA: CUANDO LA MASONERÍA LLEGA AL ALMA ANTES QUE LOS GRADOS

 

“No es el hombre quien busca la Masonería, sino la Masonería quien llama al hombre cuando éste está preparado.”

W.L. Wilmshurst, El Significado de la Masonería

No llegué a la Masonería por grados ni por cargos, no crucé el umbral del templo impulsado por la sed de ascenso, ni atraído por la ilusión de ocupar un sitial en la jerarquía visible. Llegué, más bien, porque algo en mí -un fuego antiguo, una nostalgia del origen- me empujaba a regresar hacia la fuente, a reencontrar en el símbolo el eco de lo eterno. Llegué porque la Masonería, silenciosa y paciente, ya me esperaba.

A veces uno cree buscar, pero en verdad está siendo buscado; la Masonería me encontró, no cuando yo la merecí, sino cuando estuve dispuesto a vaciarme de mis falsas certezas. No fue una decisión racional ni un acto de curiosidad; fue un movimiento interior, una llamada que resonó en el alma y que ningún ruido del mundo pudo acallar.

Platón dijo que conocer es recordar, y, al cruzar las columnas de entrada, sentí que no ingresaba a algo nuevo, sino que regresaba a un lugar que ya habitaba en mí; reconocí las herramientas, las luces, las palabras, como quien reconoce el rostro de un viejo amigo. Comprendí que el templo no era un edificio, sino una estructura invisible que se alza en la conciencia del iniciado, y que cada rito es una forma del alma de recordarse a sí misma.

René Guénon enseñaba que “todo rito auténtico es un medio de reconexión con el principio”. Por eso comprendí que no había llegado a una sociedad, sino a una vía de retorno. Cada símbolo, cada palabra sagrada, cada silencio ritual era un mapa de regreso al centro del ser. La Masonería no me ofreció respuestas inmediatas; me ofreció preguntas luminosas, enigmas que me despojaban de la comodidad de las apariencias.

Y es precisamente en este punto donde nace la diferencia entre el que llega por vocación interior y el que llega por ambición exterior, porque hay quienes se acercan al templo buscando en él una confirmación del ego: anhelan grados, insignias, títulos o reconocimientos que nada tienen que ver con la verdadera iniciación. Confunden la escala simbólica con una escalera de poder, olvidando que los grados son metáforas de estados del alma, no peldaños de un prestigio humano.

Esos hermanos, atrapados por la forma y no por el espíritu, convierten el trabajo interior en una burocracia de vanidades; buscan ascender sin profundizar, adquirir sin transformarse, mandar sin servir; son, como advirtió Albert Pike, “quienes visten las insignias de la Orden, pero permanecen profanos en su corazón”. Y, sin embargo, incluso ellos -en su error- son necesarios, pues encarnan el contraste que permite reconocer el valor de la autenticidad.

La verdadera Masonería no se mide por el número de grados, sino por la profundidad del silencio; no por el brillo de los metales, sino por la transparencia del alma. No llegué a la Orden para subir, sino para hundirme: para descender a las cavernas interiores donde se ocultan mis sombras, mis limitaciones y mis miedos; allí descubrí que el martillo y el cincel no son armas para dominar, sino instrumentos de purificación, el golpe no se da sobre la piedra ajena, sino sobre la propia dureza del corazón.

Oswald Wirth tenía razón cuando escribió que “el templo masónico no se edifica en el espacio exterior, sino en el interior del hombre”. Cada hermano que trabaja su piedra contribuye al levantamiento del templo invisible que es la humanidad reconciliada con su Creador. Y en ese trabajo, ningún grado otorga luz por sí mismo: sólo el trabajo consciente la despierta.

La escuadra y el compás me enseñaron que el equilibrio y la medida son virtudes interiores antes que símbolos rituales; la escuadra me recuerda la necesidad de rectitud moral, y el compás me enseña a circunscribir mis pasiones, a contener la soberbia que impide reconocer en el otro la misma chispa divina que me anima. Aquellos que buscan los grados por vanidad, en cambio, abren el compás hacia afuera y nunca hacia adentro; miden el mundo, pero no se miden a sí mismos.

En las cámaras del templo aprendí que el camino masónico es un itinerario de conciencia, no una carrera institucional. Como señaló Hegel, “el Espíritu se desarrolla en el movimiento que lo conduce del ser en sí al ser para sí”: el alma se ilumina cuando comprende que el verdadero ascenso no es vertical sino interior; la luz no se conquista; se revela.

Erich Fromm nos recordó que el hombre moderno ha olvidado el arte de ser, la Masonería vino a devolverme ese arte; me enseñó que el “Arte Real” consiste en transmutar la piedra bruta de la personalidad en la piedra cúbica del espíritu, en transformar la ignorancia en sabiduría, el egoísmo en fraternidad y la duda en fe; no una fe dogmática, sino una certeza interior de que todo lo que existe participa de una misma esencia divina.

Y es aquí donde comprendí que la fraternidad masónica no es un lazo de conveniencia, sino una comunión ontológica. No llegué a la Masonería buscando amigos, sino hermanos; no buscando un grupo, sino a un espejo, porque el otro, dentro del templo, no es un competidor sino una proyección del mismo principio universal. Como enseñó Martin Buber, el encuentro con el tú auténtico transforma al yo en algo más grande que sí mismo: lo diviniza.

Por eso, cuando un hermano busca el poder dentro de la logia, rompe esa comunión sagrada; el poder en el templo no pertenece a nadie, porque fluye del Gran Arquitecto del Universo. El que intenta poseerlo se vacía de luz; el que lo sirve, se ilumina. Quien desea ser visto, pierde la visión; quien desea ser comprendido, deja de comprender. El verdadero cargo masónico es el del alma que se ofrece al servicio silencioso del bien, del amor y de la verdad.

Albert Pike lo expresó con admirable claridad: “El masón auténtico es un sacerdote del Espíritu, y su altar está en su corazón.” Esa frase me marcó, porque me hizo entender que no vine a la Masonería para representar un papel, sino para consagrar mi vida. Mi templo no tiene techo ni paredes: está hecho de mis pensamientos, de mis actos, de mi oración constante al Gran Arquitecto.

No llegué, pues, por curiosidad ni por deseo de ascenso; llegué porque algo en mí recordó que la luz existe; llegué porque el alma, cansada de los artificios del mundo, buscó reposo en la verdad; llegué porque necesitaba comprender que la verdadera iniciación no se recibe, sino que se encarna; que la luz no se adquiere, sino que se deja pasar.

Y si hoy alguien me preguntara por qué llegué a la Masonería, respondería que no lo sé con palabras, pero lo sé con el alma. Llegué porque era el momento; porque la aurora me encontró con los ojos abiertos. Llegué porque el templo me esperaba desde antes del tiempo. Llegué porque la Masonería, en su infinita sabiduría, me llamó sin hablar y yo, sin entender, respondí con el corazón.

Y desde entonces trabajo, día tras día, no para obtener grados, sino para merecer silencio; no para ocupar un cargo, sino para hallar sentido; no para distinguirme de los hombres, sino para reconciliarme con ellos. Porque quien llega a la Masonería por interés, se queda fuera del templo, aunque esté dentro; pero quien llega por amor a la verdad, entra en el centro del templo, aunque permanezca en la periferia.

Así comprendí, finalmente, que no fui yo quien llegó a la Masonería: fue la Masonería la que llegó a mí. Porque cuando el alma está madura, la luz se presenta, y, cuando la luz llega, no pregunta por los grados ni por los títulos: sólo pregunta si el corazón está dispuesto a arder.

 

Referencias Bibliográficas

Buber, M. (1923). Yo y Tú. Leipzig: Insel Verlag.

Fromm, E. (1956). El arte de amar. México: Fondo de Cultura Económica.

Guénon, R. (1962). Símbolos fundamentales de la ciencia sagrada. Buenos Aires: Editorial Kier.

Hegel, G. W. F. (1807). Fenomenología del espíritu. Berlín: Editorial Reclam.

Pike, A. (1871). Moral y Dogma del Rito Escocés Antiguo y Aceptado de la Masonería. Charleston: Supremo Consejo.

Rogers, C. (1980). El camino del ser. Barcelona: Editorial Kairós.

Wilmshurst, W. L. (1922). El significado de la Masonería. Londres: Rider & Co.

Wirth, O. (1922). El libro del aprendiz. París: Editorial Dervy.

 


lunes, 17 de noviembre de 2025

ENTRE EL RITO Y LA RAZÓN : CUANDO EL CORAZÓN DEL MASÓN PIENSA

 

Imagen generada con I. A.

El masón como intérprete del misterio presente entre el silencio del templo y la voz del logos

 Esta reflexión se levanta desde una mirada hermenéutica, fenomenológica y afectiva del quehacer masónico, no pretende solamente analizar ideas o contrastar métodos, sino comprender la experiencia viva del iniciado frente al dilema del conocimiento: ¿Debe el masón limitarse al cumplimiento ritual o abrazar también la investigación reflexiva y científica del sentido que lo sustenta? La respuesta, antes que una disyuntiva, es un acto de integración; rito y razón no son polos opuestos, sino dos corrientes de un mismo río espiritual que se encuentran en el corazón del masón consciente.

El iniciado que cruza las columnas del templo con el corazón dispuesto y la mente despierta, comprende que el rito no es una cárcel de gestos, sino una vía hacia la plenitud del ser. El peligro no está en pensar demasiado, sino en no pensar con amor; como escribió W. L. Wilmshurst, “la Masonería es una escuela de autoconocimiento donde el ritual no constituye un fin, sino un medio para alcanzar la iluminación interior” (El significado de la Masonería, 1922). Tal iluminación no proviene del cumplimiento mecánico de las formas, sino del encuentro armónico entre la razón que interroga y el alma que siente.

El rito, cuando se vive con profundidad, se convierte en un lenguaje simbólico que exige ser comprendido y amado. La tradición ofrece la forma y el símbolo; la investigación despierta su espíritu y lo renueva sin violentarlo. René Guénon sostenía que “la verdadera iniciación requiere inteligencia simbólica y continuidad doctrinal” (Apercepciones sobre la Iniciación, 1946). Pero esa inteligencia simbólica no es un simple ejercicio racional: implica sensibilidad, humildad y apertura del corazón. Quien estudia sin emoción se seca; quien celebra sin comprensión se vacía.

La investigación masónica no debe nacer del orgullo intelectual, sino del amor por la verdad. En esa búsqueda afectiva se revela la auténtica fraternidad: el deseo de comprender para servir mejor, de estudiar para no repetir los gestos del rito como autómatas, sino para habitarlos con sentido. Oswald Wirth expresó esta idea con lucidez al afirmar que “el simbolismo no fue hecho para dormir en los templos, sino para despertar en los hombres la conciencia de su propio misterio” (El Libro del Compañero, 1928). Así, el estudio se convierte en un acto de gratitud hacia la tradición y hacia los hermanos, porque cada reflexión profunda es una piedra pulida para el edificio común.

El deseo de conocer forma parte de la esencia humana, Aristóteles, en su Metafísica, afirmó que “todos los hombres desean por naturaleza saber”, y cuando ese deseo se orienta con amor, se transforma en una plegaria. Investigar el rito, entonces, no es desarmarlo ni profanarlo, sino orar con la mente; es una forma de acercarse al Gran Arquitecto del Universo con la inteligencia tanto como con las manos. El conocimiento sin ternura se vuelve estéril; la devoción sin pensamiento degenera en fanatismo.

Desde la mirada existencialista, Jean-Paul Sartre escribió que “el hombre no es otra cosa que lo que hace de sí mismo” (El ser y la nada, 1943). En ese sentido, el masón es lo que hace de su propio trabajo interior; en ese sentido, el masón es el artífice de su propia obra interior; si se limita a la forma, se convierte en piedra inerte, pero si se entrega a la búsqueda, se transforma en fuego vivificante. Pensar el rito es avivarlo; sentirlo es darle alma. De allí que la verdadera Masonería no se reduzca al rito, ni tampoco se pierda en la erudición: es un camino de integración entre el pensamiento que ilumina y el corazón que calienta.

Cuando el masón estudia, no traiciona el rito: lo honra; la reflexión no sustituye la práctica, la enriquece, así como la comprensión intelectual del símbolo alimenta la vivencia ritual, y la experiencia vivida del rito da sentido al estudio. El rito, sin la razón, corre el riesgo de convertirse en un eco vacío; la razón, sin el rito, se queda sin carne espiritual, ambas dimensiones deben caminar juntas.

El estudio masónico debe ser, por tanto, un ejercicio de amor lúcido; cada símbolo es una palabra del Gran Arquitecto que pide ser comprendida y encarnada. En el taller, el investigador y el oficiante son dos aspectos del mismo ser: el primero busca la luz en los textos; el segundo la enciende en el silencio del templo. La investigación sin afecto genera vanidad; el rito sin reflexión genera oscuridad, pero, cuando ambos se abrazan, nace la sabiduría: esa luz que no deslumbra, sino que guía.

Esta integración exige un modo particular de trabajo, una metodología tanto científica como espiritual. No se trata de estudiar la Masonería con los métodos fríos de la ciencia profana, sino de aplicar una hermenéutica simbólica que parta de la vivencia del iniciado; de promover un conocimiento dialógico y fraterno, donde la palabra de cada hermano complemente la del otro; y de vivir una fenomenología iniciática que comprenda la experiencia masónica como proceso de transformación interior. De este modo, la investigación se convierte en prolongación del rito, y el rito en fuente inagotable de conocimiento.

Cuando la razón ilumina y el corazón vibra, el masón piensa con ternura y siente con claridad. Entonces el estudio se convierte en meditación, el rito en reflexión, y ambos en expresión de una misma llama: la del corazón que busca comprender al Gran Arquitecto en todas las cosas. Porque la razón traza el sendero, pero sólo el corazón lo convierte en camino.

 

Referencias bibliográficas

 Aristóteles. (1995). Metafísica. Trad. García Yebra. Madrid: Gredos.

Guénon, R. (1996). Apercepciones sobre la Iniciación. Madrid: Ediciones Obelisco.

Sartre, J.-P. (1983). El ser y la nada. Buenos Aires: Losada.

Wirth, O. (1997). El Libro del Compañero. Barcelona: Kier.

Wilmshurst, W. L. (2006). El significado de la Masonería. Buenos Aires: Kier.

 

 


lunes, 10 de noviembre de 2025

LA GLOCALIZACIÓN DE LA MASONERÍA: FUNDAMENTO Y PROYECCIÓN DE UNA ORDEN UNIVERSAL EN CONTEXTO

 

Imagen generada con I. A.



 La masonería, desde sus albores, ha sido un espacio donde la razón y el espíritu dialogan sin excluirse. A lo largo del tiempo, ha logrado conservar su esencia mientras se transforma con el mundo, adaptándose sin perder su luz. En esta tensión creadora entre lo universal y lo particular, entre el símbolo eterno y la vivencia concreta del hombre, se encuentra su secreto de permanencia. Allí habita lo que hoy podemos llamar la glocalización de la masonería: la capacidad de ser, al mismo tiempo, universal y local, cósmica y humana, antigua y contemporánea, es decir, en una transición generacional constante.

El símbolo masónico es la semilla de esa universalidad. René Guénon nos recordaba que “el símbolo no es una invención humana, sino una realidad que une lo visible y lo invisible, lo temporal y lo eterno” (Apercepciones sobre la Iniciación, 1946). En cada escuadra, compás, nivel o mallete, el iniciado no encuentra simples herramientas, sino espejos donde se reflejan las leyes del alma y del cosmos. Esos símbolos trascienden fronteras y tiempos porque hablan el lenguaje del espíritu humano. Pero, como toda semilla, solo germinan si son sembrados en la tierra viva de la experiencia local, de la historia y de la cultura de cada hermano.

W.L. Wilmshurst, con una mirada profundamente espiritual, escribió: La masonería no es una sociedad de hombres que imitan ritos antiguos, sino una escuela de almas que buscan su propia edificación” (El significado de la masonería, 1922). Cada logia, en cualquier lugar del mundo, es una casa del alma donde la misma enseñanza se pronuncia con acentos distintos. Lo que para un masón europeo del siglo XIX fue un llamado a la razón y a la libertad, para un masón latinoamericano fue una causa de independencia y educación; y para un masón africano, un canto a la dignidad recobrada. La luz es la misma, pero los rostros que la reflejan son diferentes.

Esa es precisamente la fuerza de la glocalización: la capacidad de mantener un núcleo universal de sabiduría simbólica que se encarna de forma única en cada tierra y en cada tiempo. Anthony Giddens sostenía que “lo local y lo global no son opuestos, sino fuerzas que se entrelazan en la creación de nuevos sentidos” (Modernidad e identidad del yo, 1991). En la masonería, ese entrelazamiento ocurre cuando los valores eternos del rito se expresan en las realidades concretas de los pueblos. Una logia no existe en el vacío: se alimenta de la cultura, las lenguas, las luchas y los sueños de quienes la habitan.

Oswald Wirth enseñó que “los símbolos no se repiten: se recrean cada vez que el iniciado los contempla con una mirada nueva” (El libro del aprendiz, 1894). Esta afirmación resume la vocación glocal de la Orden. La masonería no sobrevive por repetir ritos, sino por encender el fuego interior que les da sentido. Cada hermano, sea aprendiz, compañero o maestro, es portador de una chispa de ese fuego. La universalidad no consiste en uniformidad, sino en la comunión viva de corazones que laten al unísono, cada uno con su propio acento, en torno al mismo ideal de perfección.

Desde una lectura antropológica, Clifford Geertz afirmaba que “la cultura es una trama de significados que los hombres tejen y en la cual están suspendidos” (La interpretación de las culturas, 1973). Las logias masónicas son precisamente esos espacios donde las tramas culturales se entrelazan para formar una red de sentido universal. Una tenida en Barranquilla, en París o en Dakar comparte idénticos signos y palabras, pero en cada una el eco es distinto, porque cada hermano las interpreta desde su historia, sus dolores y sus esperanzas. En ello reside la emoción profunda del rito: su poder de unir lo diverso sin anularlo.

La historia de la masonería muestra que su vitalidad proviene de su capacidad de transformarse sin traicionarse. En América Latina, su glocalización se manifestó en los ideales republicanos y educativos; en Europa, en la defensa del pensamiento libre; en África, en la reconstrucción de la dignidad y la comunidad; y en Asia, en la armonía entre sabiduría ancestral y modernidad. Como escribió Raimon Panikkar, “la universalidad solo se alcanza cuando lo eterno se encarna en lo concreto” (La experiencia de Dios, 1998). La masonería es, entonces, un diálogo sagrado entre lo eterno del símbolo y lo concreto del hombre que lo vive.

Edgar Morin nos advertía que “toda organización viva necesita conservar su identidad y, al mismo tiempo, regenerarse” (El método, 1977). Lo mismo sucede con nuestra Orden: si se encierra en la rigidez, muere; si se disuelve en el relativismo, pierde su alma. La glocalización es el arte de mantener esa tensión viva: fidelidad al espíritu, apertura al mundo. En esa frontera dinámica se juega el porvenir de la masonería del siglo XXI.

Pero más allá de los análisis teóricos, la glocalización masónica tiene una dimensión profundamente humana. Jules Boucher expresaba con ternura que “el símbolo es un corazón que late al compás del iniciado” (La simbología masónica, 1938). Esa imagen nos recuerda que los ritos y las palabras no son fórmulas vacías: son gestos del alma que se ofrecen como ofrenda al Gran Arquitecto del Universo. Cada hermano, desde su propia historia, es un templo en construcción; cada logia, una obra colectiva donde los ideales universales se hacen carne y espíritu.

En la época actual, marcada por la globalización digital y la fragmentación del sentido, la masonería puede ofrecer al mundo un modelo distinto: una fraternidad glocal, donde lo universal se encarne en la diversidad, y donde lo local se abra a la comunión universal. Byung-Chul Han nos recuerda que “la comunidad verdadera no nace de la uniformidad, sino del reconocimiento amoroso de la diferencia” (La expulsión de lo distinto, 2017). Así entendida, la masonería no es solo una escuela de pensamiento, sino un taller de humanidad donde cada hermano, con su piedra, construye el puente entre su cultura y la eternidad.

Esa es, al fin y al cabo, la proyección más profunda de nuestra Orden: ser un camino donde lo eterno se haga presente en la vida cotidiana, donde el rito no sea evasión sino encuentro, y donde el trabajo masónico sea una forma de ternura activa hacia el mundo. La glocalización de la masonería no es un concepto técnico: es una experiencia espiritual. Es la certeza de que, al unir nuestras manos sobre el ara, unimos también los latidos de pueblos, lenguas y corazones que, más allá de toda frontera, buscan la misma luz.

 

Referencias bibliográficas

Boucher, Jules. La simbología masónica. París: Éditions Dervy, 1938.

Geertz, Clifford. La interpretación de las culturas. Barcelona: Gedisa, 1987.

Giddens, Anthony. Modernidad e identidad del yo. Barcelona: Península, 1995.

Guénon, René. Apercepciones sobre la Iniciación. Madrid: Editorial Obelisco, 2002.

Han, Byung-Chul. La expulsión de lo distinto. Barcelona: Herder, 2017.

Morin, Edgar. El método. Madrid: Cátedra, 1977.

Panikkar, Raimon. La experiencia de Dios. Madrid: PPC, 1998.

Wilmshurst, W.L. El significado de la masonería. Buenos Aires: Kier, 1999.

Wirth, Oswald. El libro del aprendiz. Buenos Aires: Kier, 2004.


martes, 4 de noviembre de 2025

LA MASONERÍA COMO INSTITUCIÓN SAGRADA MÁS NO SACROSANTA

 

Imagen generada con I. A.

El presente trabajo propone una reflexión filosófico-teológica sobre la naturaleza de la Masonería entendida como institución sagrada pero no sacrosanta; a partir del análisis conceptual de ambas nociones —lo sagrado como expresión del vínculo del ser humano con lo trascendente, y lo sacrosanto como forma de absolutización dogmática—, se plantea que la Orden Masónica encarna una espiritualidad simbólica, dinámica y no dogmática, orientada a la transformación interior del individuo y no a la sacralización de una estructura institucional.

Esta distinción permite comprender que la Masonería no se erige como religión ni como depositaria exclusiva de la verdad, sino como escuela iniciática en la que el trabajo ritual, el estudio y la fraternidad son medios de acercamiento al Gran Arquitecto del Universo. En el contexto contemporáneo, esta comprensión del carácter sagrado, pero no sacrosanto, invita a preservar la libertad espiritual que ha sido su esencia desde sus orígenes y a evitar toda tendencia a la idolatría institucional o al formalismo vacío.

He llegado a comprender, a través de los símbolos y silencios del templo, que la Masonería es una institución profundamente sagrada, pero no sacrosanta. Lo sagrado habita en el corazón de sus ritos, en el gesto que consagra la palabra y en el silencio que da sentido a la luz. Lo sacrosanto, en cambio, pertenece al dominio de lo intocable, de lo dogmático y lo autoritario. Y la Masonería, por esencia, no puede erigirse sobre el dogma sin traicionarse a sí misma.

René Guénon sostenía que toda iniciación auténtica es una participación en lo sagrado, no en lo religioso institucionalizado. Lo sagrado, decía, pertenece al ámbito de la tradición y del conocimiento metafísico, mientras que lo sacrosanto pertenece al mundo de las formas, de los poderes humanos que pretenden custodiar lo divino. La Masonería se sitúa en esa frontera viva: no como una iglesia, sino como un camino de regeneración espiritual que conduce al hombre hacia la contemplación del Gran Arquitecto del Universo.

Dentro del templo masónico, lo sagrado no es una abstracción; se experimenta. Se revela en el sonido del mazo sobre la piedra, en el orden armónico de las luces, en la cadena de unión que recuerda que todos los hombres son parte de un mismo espíritu. Allí el obrero se hace sacerdote de su propio templo interior, y su trabajo cotidiano —pulir la piedra bruta— se transforma en un acto litúrgico. Como enseñaba W.L. Wilmshurst, el masón no es un adorador de símbolos, sino un artífice de su propio santuario interior. En esa labor reside la sacralidad de la Orden.

Sin embargo, afirmar que la Masonería es sagrada no implica declararla perfecta o infalible; lo sagrado es vivo y dinámico, mientras que lo sacrosanto es rígido y autorreferencial. Lo primero invita al hombre a ascender; lo segundo lo inmoviliza. Por eso la Masonería debe permanecer abierta al diálogo interior y exterior, capaz de reinterpretarse a la luz del tiempo sin perder su esencia. Albert Pike lo expresaba con claridad al señalar que los templos masónicos son “laboratorios del alma humana” y no “catedrales del dogma”.

En la Logia, el silencio sustituye al credo, y la búsqueda reemplaza al mandato. No existe en ella una verdad única que deba ser creída, sino un camino simbólico que cada hermano recorre con su propia antorcha. Allí lo divino no se impone, sino que se insinúa; no se revela por autoridad, sino por experiencia interior. Esta dimensión la hace sagrada, porque nos pone en contacto con el misterio, pero la libra de ser sacrosanta, porque no exige sometimiento.

Oswald Wirth afirmaba que el templo masónico es un santuario de la conciencia universal. En ese espacio simbólico, cada piedra tiene voz, cada signo tiene memoria y cada palabra encarna una idea eterna. Pero el templo no exige adoración: exige trabajo, estudio, silencio y luz. Esa es la diferencia esencial entre una institución sagrada y una sacrosanta. La primera orienta al alma hacia lo trascendente; la segunda se idolatra a sí misma.

La Masonería, si permanece fiel a su espíritu, no se endiosa ni se absolutiza. Su autoridad nace del símbolo, no del poder. Su fuerza radica en la discreción y su verdad en el equilibrio. Lo sagrado que la anima no proviene de su estructura administrativa, sino del impulso espiritual que la une con la tradición primordial. Por eso, cuando el masón trabaja en su logia, lo hace sabiendo que la verdadera consagración no se halla en los títulos ni en los ornamentos, sino en la pureza de intención y en la claridad del corazón.

Decir que la Masonería es sagrada más no sacrosanta es reconocer que su luz no busca imponer, sino inspirar. Es aceptar que su poder no se ejerce sobre los hombres, sino dentro de ellos. Es comprender que el rito, la palabra y el símbolo no son instrumentos de dominio, sino medios de elevación. Así, la Orden se convierte en una fraternidad que consagra la libertad y dignifica el pensamiento, uniendo lo humano y lo divino en una sola obra de perfeccionamiento interior.

En lo más profundo de su espíritu, la Masonería no pide fe, sino conciencia; no impone verdad, sino busca comprensión; no exige obediencia ciega, sino compromiso lúcido. Es sagrada porque hace visible el misterio del ser y porque enseña que el verdadero templo está en el corazón del hombre. No es sacrosanta, porque no pretende sustituir al misterio por una estructura ni a la divinidad por una jerarquía.

La Orden será sagrada mientras su propósito sea el de reconciliar al hombre con su origen y su destino, mientras cada hermano, en silencio, levante su piedra con amor, sabiendo que edifica no para la gloria de una institución, sino para la gloria del Gran Arquitecto del Universo, pero dejará de serlo si alguna vez confunde la santidad del trabajo con la santidad del poder.

La Masonería no es un trono, es un taller; no es un dogma, es una senda. En ella, el alma aprende a distinguir entre lo que debe venerar y lo que debe trascender. Y cuando esa distinción se hace conciencia viva, la logia deja de ser un recinto humano y se convierte en un espacio consagrado, donde el espíritu del hombre y la sabiduría eterna se encuentran en un mismo acto de luz.

 

Referencias bibliográficas

Guénon, R. (1962). Símbolos Fundamentales de la Ciencia Sagrada. Buenos Aires: Kier.

Pike, A. (1871). Moral y Dogma del Rito Escocés Antiguo y Aceptado. Charleston: Supreme Council, Southern Jurisdiction.

Wilmshurst, W. L. (1922). El significado de la Masonería. Londres: Rider & Co.

Wirth, O. (1931). El libro del Aprendiz. París: Dorbon-Aîné.

Eliade, M. (1957). Lo sagrado y lo profano. Madrid: Guadarrama.

 


lunes, 27 de octubre de 2025

LA MASONERÍA, ALGO MÁS QUE UN RITO

 


A primera vista, la masonería parece un conjunto de rituales solemnes, palabras secretas y símbolos arcanos, para el recién iniciado, ese universo puede parecer un misterio profundo, una estructura cerrada que sólo se revela parcialmente a través de ceremonias cuidadosamente ordenadas, pero con el tiempo y el trabajo silencioso en el taller, los QQ HHy QQ Hnascomienzan a descubrir que detrás del rito, más allá de los signos y las palabras, existe una riqueza invisible: un camino de transformación personal, espiritual y humana que trasciende cualquier formalismo.

La masonería es, en su esencia, una escuela del alma; no es una religión, aunque enseña reverencia por lo sagrado; no es una filosofía cerrada, aunque contiene sabiduría milenaria; no es sólo una fraternidad, aunque promueve el amor fraternal por encima de todo. Es, como decía Albert Pike, “una ciencia de la moralidad, velada por alegorías y explicada por símbolos” (Moral y Dogma, 1871, p. 27). Su verdadero propósito no es que el masón aprenda los rituales, sino que viva el espíritu que los anima.

Cada ceremonia, cada palabra, cada silencio, es una herramienta que conduce al iniciado hacia su propia transformación, recordemos que la masonería no enseña teorías, enseña a ser. El aprendiz comienza su viaje en la oscuridad, simbolizando el desconocimiento de sí mismo, pero con cada trabajo, con cada reflexión, la luz va penetrando las sombras de su alma. El compañero descubre la importancia de la acción consciente, del equilibrio entre razón y emoción, mientras que el maestro alcanza la comprensión profunda del misterio de la vida y la muerte, comprendiendo que todo lo que muere, en verdad, renace.

Detrás del rito se encuentra un mensaje íntimo y universal: la búsqueda del equilibrio entre el espíritu y la materia, entre el deber y el amor, entre el conocimiento y la humildad. La riqueza masónica consiste en que esa búsqueda no es teórica ni impuesta, sino libre y personal; cada Q HH• o Q Hna., recorre el sendero a su propio ritmo, tallando su piedra bruta con las herramientas simbólicas que la orden ofrece.

René Guénon escribió que “el simbolismo masónico es una lengua viva del espíritu, que transmite lo que las palabras ya no pueden expresar” (Símbolos Fundamentales de la Ciencia Sagrada, 1962, p. 134). En esa lengua simbólica, el masón encuentra su espejo. La escuadra y el compás no son meros adornos: son principios universales. La escuadra representa la rectitud moral, el deber de ajustar las acciones a la justicia; el compás, la medida del corazón, la capacidad de contener las pasiones y trazar el límite del deseo. Juntas, estas herramientas enseñan que el equilibrio es la base de la sabiduría y que el perfeccionamiento humano comienza por la armonía interior.

Pero, mi Q H, Q Hna.la verdadera riqueza de la masonería no se encierra en los símbolos, ni siquiera en los templos, la riqueza está en el corazón del masón que la comprende. La logia se convierte en un taller de almas, donde hombres y mujeres de distintas edades, creencias y caminos se encuentran como iguales, unidos por la búsqueda de la luz; allí se aprende a escuchar, a respetar, a servir.

La fraternidad se convierte en una experiencia tangible, en un lazo invisible que une a todos los iniciados bajo el signo del amor universal. Esa fraternidad, cuando es auténtica, transforma, transforma el carácter, ennoblece el espíritu, y hace del masón un ser más consciente de su papel en la sociedad; ya que la masonería no busca apartar al hombre del mundo, sino devolverlo a él con una mirada renovada, con una conciencia más clara, con una mano más dispuesta a construir y no a destruir. El verdadero iniciado comprende que el templo que construye no está en el mármol, ni en la piedra, ni en los muros del taller, sino en su interior, en su pensamiento, en su conducta, en su vida cotidiana.

Albert Mackey afirmaba que “el secreto de la Masonería no está en los libros ni en las palabras, sino en el alma del iniciado” (Enciclopedia de Masonería, 1917, p. 455). Y es cierto: la masonería se revela no cuando se memorizan los rituales, sino cuando se viven. El verdadero secreto no se pronuncia, se experimenta. Es el despertar interior, el momento en que el masón siente que algo ha cambiado dentro de él; cuando comprende que el templo, la logia, el rito, el símbolo, todo lo externo, no era más que una representación de su propia evolución interna.

La riqueza que esconde la masonería es, por tanto, una experiencia espiritual, un proceso de autoconocimiento y elevación del alma. En el silencio del templo, en el sonido del mazo sobre la piedra, en la reflexión sobre un símbolo aparentemente simple, el masón aprende el lenguaje del alma; aprende que el trabajo más grande que puede realizar no es hacia fuera, sino hacia adentro, porque sólo quien ha conquistado su interior puede edificar en el exterior con justicia, con verdad y con amor.

Cuando comprendemos que la Masonería es algo más que el rito, dejamos de ser observadores de un drama simbólico y nos convertimos en protagonistas de una transformación real. El rito es el mapa; la experiencia interior es el viaje, y en ese viaje, cada hermano y cada hermana descubre que la luz que buscaba no estaba fuera, sino dentro de sí.

La masonería nos enseña a reconciliarnos con nuestra humanidad, a reconocernos como imperfectos pero perfectibles, a amar el trabajo silencioso del alma tanto como la construcción visible del mundo. Nos enseña que ser masón no es conocer los misterios, sino vivirlos, no es guardar secretos, sino encarnar valores.

La Masonería, mis QQ HHy QQ Hnases algo más que el rito, es un camino de belleza, de silencio, de verdad; es la historia de una transformación que comienza en el instante en que el hombre o la mujer decide dejar de ser piedra bruta para convertirse en piedra cúbica, apta para la obra del Gran Arquitecto del Universo.

Cuando la luz interior se enciende, el rito se convierte en vida, y la vida en rito; entonces comprendemos que el trabajo no termina con la ceremonia, sino que apenas empieza con ella y en ese instante de comprensión silenciosa, el masón sabe que ha encontrado el verdadero tesoro que la orden custodia desde tiempos inmemoriales: la certeza de que la divinidad habita en su interior y que su deber es manifestarla en el mundo.

Esa es, mis QQ HHy QQ Hnas la riqueza que la masonería oculta detrás del velo ritual: la transformación del ser humano en un ser de luz, de amor y de verdad.

 

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

Pike, A. (1871). Moral y Dogma del Rito Escocés Antiguo y Aceptado de la Masonería. Charleston: Supremo Consejo, Jurisdicción del Sur.

Guénon, R. (1962). Símbolos Fundamentales de la Ciencia Sagrada. Buenos Aires: Editorial Kier.

Mackey, A. G. (1917). Enciclopedia de la Masonería. Chicago: Compañía de Historia Masónica.

Fernández, J. (2023). La Masonería Interior: Ritos, símbolos y conciencia del ser. Madrid: Editorial Masónica


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