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lunes, 10 de noviembre de 2025

LA GLOCALIZACIÓN DE LA MASONERÍA: FUNDAMENTO Y PROYECCIÓN DE UNA ORDEN UNIVERSAL EN CONTEXTO

 

Imagen generada con I. A.



 La masonería, desde sus albores, ha sido un espacio donde la razón y el espíritu dialogan sin excluirse. A lo largo del tiempo, ha logrado conservar su esencia mientras se transforma con el mundo, adaptándose sin perder su luz. En esta tensión creadora entre lo universal y lo particular, entre el símbolo eterno y la vivencia concreta del hombre, se encuentra su secreto de permanencia. Allí habita lo que hoy podemos llamar la glocalización de la masonería: la capacidad de ser, al mismo tiempo, universal y local, cósmica y humana, antigua y contemporánea, es decir, en una transición generacional constante.

El símbolo masónico es la semilla de esa universalidad. René Guénon nos recordaba que “el símbolo no es una invención humana, sino una realidad que une lo visible y lo invisible, lo temporal y lo eterno” (Apercepciones sobre la Iniciación, 1946). En cada escuadra, compás, nivel o mallete, el iniciado no encuentra simples herramientas, sino espejos donde se reflejan las leyes del alma y del cosmos. Esos símbolos trascienden fronteras y tiempos porque hablan el lenguaje del espíritu humano. Pero, como toda semilla, solo germinan si son sembrados en la tierra viva de la experiencia local, de la historia y de la cultura de cada hermano.

W.L. Wilmshurst, con una mirada profundamente espiritual, escribió: La masonería no es una sociedad de hombres que imitan ritos antiguos, sino una escuela de almas que buscan su propia edificación” (El significado de la masonería, 1922). Cada logia, en cualquier lugar del mundo, es una casa del alma donde la misma enseñanza se pronuncia con acentos distintos. Lo que para un masón europeo del siglo XIX fue un llamado a la razón y a la libertad, para un masón latinoamericano fue una causa de independencia y educación; y para un masón africano, un canto a la dignidad recobrada. La luz es la misma, pero los rostros que la reflejan son diferentes.

Esa es precisamente la fuerza de la glocalización: la capacidad de mantener un núcleo universal de sabiduría simbólica que se encarna de forma única en cada tierra y en cada tiempo. Anthony Giddens sostenía que “lo local y lo global no son opuestos, sino fuerzas que se entrelazan en la creación de nuevos sentidos” (Modernidad e identidad del yo, 1991). En la masonería, ese entrelazamiento ocurre cuando los valores eternos del rito se expresan en las realidades concretas de los pueblos. Una logia no existe en el vacío: se alimenta de la cultura, las lenguas, las luchas y los sueños de quienes la habitan.

Oswald Wirth enseñó que “los símbolos no se repiten: se recrean cada vez que el iniciado los contempla con una mirada nueva” (El libro del aprendiz, 1894). Esta afirmación resume la vocación glocal de la Orden. La masonería no sobrevive por repetir ritos, sino por encender el fuego interior que les da sentido. Cada hermano, sea aprendiz, compañero o maestro, es portador de una chispa de ese fuego. La universalidad no consiste en uniformidad, sino en la comunión viva de corazones que laten al unísono, cada uno con su propio acento, en torno al mismo ideal de perfección.

Desde una lectura antropológica, Clifford Geertz afirmaba que “la cultura es una trama de significados que los hombres tejen y en la cual están suspendidos” (La interpretación de las culturas, 1973). Las logias masónicas son precisamente esos espacios donde las tramas culturales se entrelazan para formar una red de sentido universal. Una tenida en Barranquilla, en París o en Dakar comparte idénticos signos y palabras, pero en cada una el eco es distinto, porque cada hermano las interpreta desde su historia, sus dolores y sus esperanzas. En ello reside la emoción profunda del rito: su poder de unir lo diverso sin anularlo.

La historia de la masonería muestra que su vitalidad proviene de su capacidad de transformarse sin traicionarse. En América Latina, su glocalización se manifestó en los ideales republicanos y educativos; en Europa, en la defensa del pensamiento libre; en África, en la reconstrucción de la dignidad y la comunidad; y en Asia, en la armonía entre sabiduría ancestral y modernidad. Como escribió Raimon Panikkar, “la universalidad solo se alcanza cuando lo eterno se encarna en lo concreto” (La experiencia de Dios, 1998). La masonería es, entonces, un diálogo sagrado entre lo eterno del símbolo y lo concreto del hombre que lo vive.

Edgar Morin nos advertía que “toda organización viva necesita conservar su identidad y, al mismo tiempo, regenerarse” (El método, 1977). Lo mismo sucede con nuestra Orden: si se encierra en la rigidez, muere; si se disuelve en el relativismo, pierde su alma. La glocalización es el arte de mantener esa tensión viva: fidelidad al espíritu, apertura al mundo. En esa frontera dinámica se juega el porvenir de la masonería del siglo XXI.

Pero más allá de los análisis teóricos, la glocalización masónica tiene una dimensión profundamente humana. Jules Boucher expresaba con ternura que “el símbolo es un corazón que late al compás del iniciado” (La simbología masónica, 1938). Esa imagen nos recuerda que los ritos y las palabras no son fórmulas vacías: son gestos del alma que se ofrecen como ofrenda al Gran Arquitecto del Universo. Cada hermano, desde su propia historia, es un templo en construcción; cada logia, una obra colectiva donde los ideales universales se hacen carne y espíritu.

En la época actual, marcada por la globalización digital y la fragmentación del sentido, la masonería puede ofrecer al mundo un modelo distinto: una fraternidad glocal, donde lo universal se encarne en la diversidad, y donde lo local se abra a la comunión universal. Byung-Chul Han nos recuerda que “la comunidad verdadera no nace de la uniformidad, sino del reconocimiento amoroso de la diferencia” (La expulsión de lo distinto, 2017). Así entendida, la masonería no es solo una escuela de pensamiento, sino un taller de humanidad donde cada hermano, con su piedra, construye el puente entre su cultura y la eternidad.

Esa es, al fin y al cabo, la proyección más profunda de nuestra Orden: ser un camino donde lo eterno se haga presente en la vida cotidiana, donde el rito no sea evasión sino encuentro, y donde el trabajo masónico sea una forma de ternura activa hacia el mundo. La glocalización de la masonería no es un concepto técnico: es una experiencia espiritual. Es la certeza de que, al unir nuestras manos sobre el ara, unimos también los latidos de pueblos, lenguas y corazones que, más allá de toda frontera, buscan la misma luz.

 

Referencias bibliográficas

Boucher, Jules. La simbología masónica. París: Éditions Dervy, 1938.

Geertz, Clifford. La interpretación de las culturas. Barcelona: Gedisa, 1987.

Giddens, Anthony. Modernidad e identidad del yo. Barcelona: Península, 1995.

Guénon, René. Apercepciones sobre la Iniciación. Madrid: Editorial Obelisco, 2002.

Han, Byung-Chul. La expulsión de lo distinto. Barcelona: Herder, 2017.

Morin, Edgar. El método. Madrid: Cátedra, 1977.

Panikkar, Raimon. La experiencia de Dios. Madrid: PPC, 1998.

Wilmshurst, W.L. El significado de la masonería. Buenos Aires: Kier, 1999.

Wirth, Oswald. El libro del aprendiz. Buenos Aires: Kier, 2004.


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