El
símbolo masónico es la semilla de esa universalidad. René Guénon nos recordaba
que “el símbolo no es una invención humana, sino una realidad que une lo
visible y lo invisible, lo temporal y lo eterno” (Apercepciones sobre la
Iniciación, 1946). En cada escuadra, compás, nivel o mallete, el iniciado no
encuentra simples herramientas, sino espejos donde se reflejan las leyes del
alma y del cosmos. Esos símbolos trascienden fronteras y tiempos porque hablan
el lenguaje del espíritu humano. Pero, como toda semilla, solo germinan si son
sembrados en la tierra viva de la experiencia local, de la historia y de la cultura
de cada hermano.
W.L.
Wilmshurst, con una mirada profundamente espiritual, escribió: “La masonería
no es una sociedad de hombres que imitan ritos antiguos, sino una escuela de
almas que buscan su propia edificación” (El significado de la masonería,
1922). Cada logia, en cualquier lugar del mundo, es una casa del alma donde la
misma enseñanza se pronuncia con acentos distintos. Lo que para un masón
europeo del siglo XIX fue un llamado a la razón y a la libertad, para un masón
latinoamericano fue una causa de independencia y educación; y para un masón
africano, un canto a la dignidad recobrada. La luz es la misma, pero los
rostros que la reflejan son diferentes.
Esa
es precisamente la fuerza de la glocalización: la capacidad de mantener un
núcleo universal de sabiduría simbólica que se encarna de forma única en cada
tierra y en cada tiempo. Anthony Giddens sostenía que “lo local y lo global
no son opuestos, sino fuerzas que se entrelazan en la creación de nuevos
sentidos” (Modernidad e identidad del yo, 1991). En la masonería, ese
entrelazamiento ocurre cuando los valores eternos del rito se expresan en las
realidades concretas de los pueblos. Una logia no existe en el vacío: se
alimenta de la cultura, las lenguas, las luchas y los sueños de quienes la habitan.
Oswald
Wirth enseñó que “los símbolos no se repiten: se recrean cada vez que el
iniciado los contempla con una mirada nueva” (El libro del aprendiz, 1894).
Esta afirmación resume la vocación glocal de la Orden. La masonería no
sobrevive por repetir ritos, sino por encender el fuego interior que les da
sentido. Cada hermano, sea aprendiz, compañero o maestro, es portador de una
chispa de ese fuego. La universalidad no consiste en uniformidad, sino en la
comunión viva de corazones que laten al unísono, cada uno con su propio acento,
en torno al mismo ideal de perfección.
Desde
una lectura antropológica, Clifford Geertz afirmaba que “la cultura es una
trama de significados que los hombres tejen y en la cual están suspendidos”
(La interpretación de las culturas, 1973). Las logias masónicas son
precisamente esos espacios donde las tramas culturales se entrelazan para
formar una red de sentido universal. Una tenida en Barranquilla, en París o en
Dakar comparte idénticos signos y palabras, pero en cada una el eco es
distinto, porque cada hermano las interpreta desde su historia, sus dolores y
sus esperanzas. En ello reside la emoción profunda del rito: su poder de unir
lo diverso sin anularlo.
La
historia de la masonería muestra que su vitalidad proviene de su capacidad de
transformarse sin traicionarse. En América Latina, su glocalización se
manifestó en los ideales republicanos y educativos; en Europa, en la defensa
del pensamiento libre; en África, en la reconstrucción de la dignidad y la
comunidad; y en Asia, en la armonía entre sabiduría ancestral y modernidad.
Como escribió Raimon Panikkar, “la universalidad solo se alcanza cuando lo
eterno se encarna en lo concreto” (La experiencia de Dios, 1998). La
masonería es, entonces, un diálogo sagrado entre lo eterno del símbolo y lo
concreto del hombre que lo vive.
Edgar
Morin nos advertía que “toda organización viva necesita conservar su
identidad y, al mismo tiempo, regenerarse” (El método, 1977). Lo mismo
sucede con nuestra Orden: si se encierra en la rigidez, muere; si se disuelve
en el relativismo, pierde su alma. La glocalización es el arte de mantener esa
tensión viva: fidelidad al espíritu, apertura al mundo. En esa frontera
dinámica se juega el porvenir de la masonería del siglo XXI.
Pero
más allá de los análisis teóricos, la glocalización masónica tiene una
dimensión profundamente humana. Jules Boucher expresaba con ternura que “el
símbolo es un corazón que late al compás del iniciado” (La simbología
masónica, 1938). Esa imagen nos recuerda que los ritos y las palabras no son
fórmulas vacías: son gestos del alma que se ofrecen como ofrenda al Gran
Arquitecto del Universo. Cada hermano, desde su propia historia, es un templo
en construcción; cada logia, una obra colectiva donde los ideales universales
se hacen carne y espíritu.
En
la época actual, marcada por la globalización digital y la fragmentación del
sentido, la masonería puede ofrecer al mundo un modelo distinto: una
fraternidad glocal, donde lo universal se encarne en la diversidad, y donde lo
local se abra a la comunión universal. Byung-Chul Han nos recuerda que “la
comunidad verdadera no nace de la uniformidad, sino del reconocimiento amoroso
de la diferencia” (La expulsión de lo distinto, 2017). Así entendida, la
masonería no es solo una escuela de pensamiento, sino un taller de humanidad
donde cada hermano, con su piedra, construye el puente entre su cultura y la
eternidad.
Esa
es, al fin y al cabo, la proyección más profunda de nuestra Orden: ser un
camino donde lo eterno se haga presente en la vida cotidiana, donde el rito no
sea evasión sino encuentro, y donde el trabajo masónico sea una forma de
ternura activa hacia el mundo. La glocalización de la masonería no es un
concepto técnico: es una experiencia espiritual. Es la certeza de que, al unir
nuestras manos sobre el ara, unimos también los latidos de pueblos, lenguas y
corazones que, más allá de toda frontera, buscan la misma luz.
Referencias
bibliográficas
Boucher, Jules. La simbología
masónica. París: Éditions Dervy, 1938.
Geertz, Clifford. La interpretación
de las culturas. Barcelona: Gedisa, 1987.
Giddens, Anthony. Modernidad
e identidad del yo. Barcelona: Península, 1995.
Guénon, René. Apercepciones
sobre la Iniciación. Madrid: Editorial Obelisco, 2002.
Han, Byung-Chul. La expulsión
de lo distinto. Barcelona: Herder, 2017.
Morin, Edgar. El método.
Madrid: Cátedra, 1977.
Panikkar, Raimon. La
experiencia de Dios. Madrid: PPC, 1998.
Wilmshurst, W.L. El
significado de la masonería. Buenos Aires: Kier, 1999.
Wirth, Oswald. El libro del aprendiz.
Buenos Aires: Kier, 2004.

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