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martes, 14 de octubre de 2025

SOY UN ETERNO APRENDIZ ¿Qué tan cierto es que siempre somos aprendices?

 

Soy un eterno aprendiz. Lo proclamo no como un gesto de falsa modestia, sino como una convicción que atraviesa mi ser y da sentido a mi vida masónica. La masonería me reveló que el aprendizaje no concluye en el umbral del primer grado, sino que constituye la esencia de toda la iniciación: quien deja de ser aprendiz ha dejado de ser masón.

Pero, ¿qué tan cierto es que siempre somos aprendices? La pregunta no es menor. A primera vista podría parecer una exageración, una renuncia a la madurez, un apego a la etapa inicial del camino. Sin embargo, la reflexión masónica, filosófica y existencial muestra que esta afirmación tiene una profundidad ineludible.

El ser humano nunca alcanza la plenitud de la verdad. Sócrates lo expresó con sencillez: “solo sé que no sé nada” (Platón, Apología). Aristóteles lo complementó al afirmar que “todos los hombres desean por naturaleza saber” (Metafísica, I, 1), recordándonos que el deseo de aprender nunca se sacia por completo. Y Hegel nos mostró que “la verdad es el devenir de sí misma” (Fenomenología del espíritu, Prefacio), es decir, que nunca está fija, sino en constante movimiento. Toda verdad descubierta abre el horizonte de nuevas preguntas. Todo grado alcanzado revela la existencia de grados más altos de comprensión. En este sentido, ser aprendiz es una condición ontológica: no una etapa, sino una manera de ser en el mundo.

En la masonería, esta certeza se encarna en los símbolos. La piedra bruta nunca se pule del todo, siempre queda en ella una arista, un ángulo imperfecto, una superficie que reclama el mallete. Incluso la piedra cúbica, aparentemente perfecta, es un símbolo de perfección relativa, jamás absoluta. Oswald Wirth nos lo recuerda: “el Aprendiz no progresa por acumular grados, sino porque cada grado despierta en él nuevas fuerzas latentes” (El libro del Aprendiz). Lo mismo ocurre con la luz: el Aprendiz recibe una chispa, pero esa chispa nunca se convierte en sol pleno; cada incremento de luz es siempre parcial, porque la Luz verdadera es inabarcable. Así, la masonería enseña que el aprendiz habita en todos los grados, y que el Maestro más sabio sigue siendo aprendiz frente al misterio del Gran Arquitecto del Universo.

Decir que siempre somos aprendices es cierto porque la vida misma es un proceso de aprendizaje sin clausura. Cada día nos confronta con algo que ignorábamos, cada encuentro con otro ser humano nos muestra una perspectiva que no habíamos considerado, cada error nos revela la fragilidad de nuestro saber y nos invita a comenzar de nuevo. Como señala René Guénon: “la iniciación no es jamás un punto de llegada, sino la entrada en un camino indefinidamente prolongado” (Símbolos fundamentales de la ciencia sagrada). Incluso en el último aliento, la vida nos sigue enseñando la lección más radical: la del tránsito hacia el Oriente Eterno.

No obstante, la afirmación también debe entenderse en su contradicción. Ser eterno aprendiz no significa permanecer en la ignorancia o en la pasividad, como si nunca hubiese avances, como si todo fuese siempre inicio y jamás llegada. El aprendizaje real implica acumulación, transformación y responsabilidad. Jules Boucher advierte: “el simbolismo masónico no es un simple objeto de contemplación, sino una enseñanza activa que debe traducirse en la vida del iniciado” (La simbólica masónica). Un aprendiz verdadero no se justifica en su condición para no actuar, sino que aprende actuando. Siempre somos aprendices, sí, pero aprendices que crecen, que se perfeccionan, que transforman la luz recibida en obras de justicia, fraternidad y servicio.

La verdad, entonces, es que ser un eterno aprendiz no es una limitación, sino una dignidad. Somos aprendices no porque estemos incompletos en un sentido negativo, sino porque la plenitud del ser y del saber nunca se agota. Wilmshurst lo expresa con fuerza: “toda la Masonería, desde la iniciación hasta los más altos grados, es un aprendizaje del alma en su viaje hacia la plenitud espiritual” (El significado de la masonería). En ese sentido, el aprendiz eterno es aquel que ha comprendido que la humildad y el asombro son las llaves de toda verdadera sabiduría.

Decir que siempre somos aprendices es tan cierto como decir que siempre somos caminantes: cada paso nos acerca y nos aleja, cada peldaño ascendido abre otro más alto, cada grado alcanzado revela un nuevo secreto. La certeza de ser aprendiz eterno no disminuye al masón, lo engrandece; no lo paraliza, lo impulsa; no lo reduce, lo expande. Porque quien se sabe aprendiz sabe también que su destino no es la quietud, sino el camino; no es el orgullo de lo alcanzado, sino la sed inextinguible de la Luz.

Así, proclamar soy un eterno aprendiz es afirmar una verdad profunda: que la masonería, como la vida misma, es un viaje sin fin hacia la sabiduría; que la obra nunca se concluye; y que el mayor magisterio consiste en morir con la humildad intacta de quien sabe que aún, incluso en la eternidad, seguirá aprendiendo a ser hijo de la Luz.

Queridos hermanos: que jamás se apague en nosotros la llama humilde del aprendiz; no olvidemos que la verdadera grandeza masónica no está en los títulos ni en los grados, sino en la disposición del alma que, cada día, se abre a la enseñanza del Gran Arquitecto del Universo. Cada amanecer es una iniciación, cada mirada del otro es un libro, cada silencio en logia es una palabra no dicha que invita a comprender más allá de las formas.

Que el polvo de la rutina no cubra el brillo del mandil blanco con el que un día ingresamos al templo; que no olvidemos el temblor del primer golpe del mallete sobre nuestra piedra bruta, porque allí nació el compromiso de aprender eternamente. Ser aprendiz es conservar viva la inocencia del que busca, la humildad del que no presume saber y la pasión del que no deja de asombrarse.

Mantengamos el corazón dispuesto, la mente abierta y la mano tendida. Que cada grado recorrido no sea un peldaño de orgullo, sino un recordatorio de cuánto nos falta por comprender. Y cuando la vida nos conduzca al Oriente Eterno, podamos partir con serenidad, sabiendo que incluso allí, más allá del velo, seguiremos siendo aprendices de la luz; porque ser eterno aprendiz no es una condición pasajera, sino una forma de eternidad: la del espíritu que, al no cerrarse nunca al conocimiento, permanece siempre joven ante el misterio divino.

Referencias Bibliográficas

Platón, Apología de Sócrates.

Aristóteles, Metafísica.

Hegel, Fenomenología del espíritu.

Oswald Wirth, El libro del Aprendiz.

Jules Boucher, La simbólica masónica.

René Guénon, Símbolos fundamentales de la ciencia sagrada.

W. L. Wilmshurst, El significado de la masonería.




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