Soy
un eterno aprendiz. Lo proclamo no como un gesto de falsa modestia, sino como
una convicción que atraviesa mi ser y da sentido a mi vida masónica. La
masonería me reveló que el aprendizaje no concluye en el umbral del primer
grado, sino que constituye la esencia de toda la iniciación: quien deja de ser
aprendiz ha dejado de ser masón.
Pero,
¿qué tan cierto es que siempre somos aprendices? La pregunta no es menor. A
primera vista podría parecer una exageración, una renuncia a la madurez, un
apego a la etapa inicial del camino. Sin embargo, la reflexión masónica,
filosófica y existencial muestra que esta afirmación tiene una profundidad
ineludible.
El
ser humano nunca alcanza la plenitud de la verdad. Sócrates lo expresó con
sencillez: “solo sé que no sé nada” (Platón, Apología). Aristóteles lo
complementó al afirmar que “todos los hombres desean por naturaleza saber”
(Metafísica, I, 1), recordándonos que el deseo de aprender nunca se sacia por
completo. Y Hegel nos mostró que “la verdad es el devenir de sí misma”
(Fenomenología del espíritu, Prefacio), es decir, que nunca está fija, sino en
constante movimiento. Toda verdad descubierta abre el horizonte de nuevas
preguntas. Todo grado alcanzado revela la existencia de grados más altos de
comprensión. En este sentido, ser aprendiz es una condición ontológica: no una
etapa, sino una manera de ser en el mundo.
En
la masonería, esta certeza se encarna en los símbolos. La piedra bruta nunca se
pule del todo, siempre queda en ella una arista, un ángulo imperfecto, una
superficie que reclama el mallete. Incluso la piedra cúbica, aparentemente
perfecta, es un símbolo de perfección relativa, jamás absoluta. Oswald Wirth
nos lo recuerda: “el Aprendiz no progresa por acumular grados, sino porque
cada grado despierta en él nuevas fuerzas latentes” (El libro del
Aprendiz). Lo mismo ocurre con la luz: el Aprendiz recibe una chispa, pero esa
chispa nunca se convierte en sol pleno; cada incremento de luz es siempre
parcial, porque la Luz verdadera es inabarcable. Así, la masonería enseña que
el aprendiz habita en todos los grados, y que el Maestro más sabio sigue siendo
aprendiz frente al misterio del Gran Arquitecto del Universo.
Decir
que siempre somos aprendices es cierto porque la vida misma es un proceso de
aprendizaje sin clausura. Cada día nos confronta con algo que ignorábamos, cada
encuentro con otro ser humano nos muestra una perspectiva que no habíamos
considerado, cada error nos revela la fragilidad de nuestro saber y nos invita
a comenzar de nuevo. Como señala René Guénon: “la iniciación no es jamás un
punto de llegada, sino la entrada en un camino indefinidamente prolongado”
(Símbolos fundamentales de la ciencia sagrada). Incluso en el último aliento,
la vida nos sigue enseñando la lección más radical: la del tránsito hacia el
Oriente Eterno.
No
obstante, la afirmación también debe entenderse en su contradicción. Ser eterno
aprendiz no significa permanecer en la ignorancia o en la pasividad, como si
nunca hubiese avances, como si todo fuese siempre inicio y jamás llegada. El
aprendizaje real implica acumulación, transformación y responsabilidad. Jules
Boucher advierte: “el simbolismo masónico no es un simple objeto de
contemplación, sino una enseñanza activa que debe traducirse en la vida del
iniciado” (La simbólica masónica). Un aprendiz verdadero no se justifica en
su condición para no actuar, sino que aprende actuando. Siempre somos
aprendices, sí, pero aprendices que crecen, que se perfeccionan, que
transforman la luz recibida en obras de justicia, fraternidad y servicio.
La
verdad, entonces, es que ser un eterno aprendiz no es una limitación, sino una
dignidad. Somos aprendices no porque estemos incompletos en un sentido
negativo, sino porque la plenitud del ser y del saber nunca se agota.
Wilmshurst lo expresa con fuerza: “toda la Masonería, desde la iniciación
hasta los más altos grados, es un aprendizaje del alma en su viaje hacia la
plenitud espiritual” (El significado de la masonería). En ese sentido, el aprendiz
eterno es aquel que ha comprendido que la humildad y el asombro son las llaves
de toda verdadera sabiduría.
Decir
que siempre somos aprendices es tan cierto como decir que siempre somos
caminantes: cada paso nos acerca y nos aleja, cada peldaño ascendido abre otro
más alto, cada grado alcanzado revela un nuevo secreto. La certeza de ser
aprendiz eterno no disminuye al masón, lo engrandece; no lo paraliza, lo
impulsa; no lo reduce, lo expande. Porque quien se sabe aprendiz sabe también
que su destino no es la quietud, sino el camino; no es el orgullo de lo
alcanzado, sino la sed inextinguible de la Luz.
Así,
proclamar soy un eterno aprendiz es afirmar una verdad profunda: que la
masonería, como la vida misma, es un viaje sin fin hacia la sabiduría; que la
obra nunca se concluye; y que el mayor magisterio consiste en morir con la
humildad intacta de quien sabe que aún, incluso en la eternidad, seguirá
aprendiendo a ser hijo de la Luz.
Queridos
hermanos: que jamás se apague en nosotros la llama humilde del aprendiz; no
olvidemos que la verdadera grandeza masónica no está en los títulos ni en los
grados, sino en la disposición del alma que, cada día, se abre a la enseñanza
del Gran Arquitecto del Universo. Cada amanecer es una iniciación, cada mirada
del otro es un libro, cada silencio en logia es una palabra no dicha que invita
a comprender más allá de las formas.
Que
el polvo de la rutina no cubra el brillo del mandil blanco con el que un día
ingresamos al templo; que no olvidemos el temblor del primer golpe del mallete
sobre nuestra piedra bruta, porque allí nació el compromiso de aprender
eternamente. Ser aprendiz es conservar viva la inocencia del que busca, la
humildad del que no presume saber y la pasión del que no deja de asombrarse.
Mantengamos
el corazón dispuesto, la mente abierta y la mano tendida. Que cada grado
recorrido no sea un peldaño de orgullo, sino un recordatorio de cuánto nos
falta por comprender. Y cuando la vida nos conduzca al Oriente Eterno, podamos
partir con serenidad, sabiendo que incluso allí, más allá del velo, seguiremos
siendo aprendices de la luz; porque ser eterno aprendiz no es una condición
pasajera, sino una forma de eternidad: la del espíritu que, al no cerrarse
nunca al conocimiento, permanece siempre joven ante el misterio divino.
Referencias
Bibliográficas
Platón,
Apología de Sócrates.
Aristóteles,
Metafísica.
Hegel,
Fenomenología del espíritu.
Oswald
Wirth, El libro del Aprendiz.
Jules
Boucher, La simbólica masónica.
René
Guénon, Símbolos fundamentales de la ciencia sagrada.
W.
L. Wilmshurst, El significado de la masonería.
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