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lunes, 29 de septiembre de 2025

EL RECONOCIMIENTO DE GRADOS: ¿ESCALA DE SABIDURÍA O ESCALERA DE VANIDAD?

 



El camino masónico, desde sus albores, se ha expresado en símbolos, ritos y estructuras que buscan orientar al iniciado en la búsqueda de la verdad. Entre estas estructuras se encuentra la jerarquía de grados, que, a primera vista, parece una progresión lineal hacia niveles más altos de sabiduría. Sin embargo, cuando observamos con atención, emerge una tensión profunda: ¿es esa escala un instrumento de iluminación ontológica y existencial, o corre el riesgo de transformarse en una escalera de vanidad que aliena al hombre de sí mismo y del verdadero sentido iniciático?

La masonería, como vía filosófica y espiritual, no debería reducirse a una serie de peldaños externos que se acumulan como medallas o reconocimientos de estatus. El grado es, en su esencia, una expresión simbólica de un estado interior del ser. Como afirmaba Oswald Wirth: “El iniciado no progresa por el hecho de recibir más grados, sino por el desarrollo de su conciencia” (Wirth, El Libro del Aprendiz). La progresión iniciática, por tanto, no se mide en títulos, sino en la hondura del silencio, en la capacidad de autocrítica, en la apertura al misterio y en la comunión con el Gran Arquitecto del Universo.

Desde la perspectiva ontológica, el grado no es un objeto que se posee, sino un modo de ser que se encarna. El reconocimiento externo carece de sentido si no está acompañado de una transformación interior. Aquí se hace patente la dialéctica entre el ser y el parecer: mientras la escala de sabiduría invita al masón a trascender el ego y a crecer en autenticidad, la escalera de vanidad lo seduce con el brillo vacío de los honores, enajenándolo en un juego de espejos donde confunde la luz con el reflejo. Como bien advertía Jules Boucher: “La iniciación no se recibe, se conquista” (La simbólica masónica).

Existencialmente, cada grado debería ser un espacio para confrontar la finitud y la libertad del hombre. El aprendiz que busca aprender, el compañero que busca comprender y el maestro que busca enseñar no son etapas superadas, sino dimensiones que coexisten y se profundizan en el mismo ser. El riesgo está en absolutizar la estructura jerárquica como si cada ascenso fuera un certificado de plenitud, cuando en realidad la existencia masónica es siempre inacabada, abierta, marcada por la incertidumbre de lo humano. Como diría Sartre en un plano más existencial: “El hombre no es otra cosa que lo que él se hace” (El ser y la nada). Así también el masón: no es el cúmulo de grados, sino la construcción de sí mismo en libertad y responsabilidad.

La escala de sabiduría, cuando es auténtica, es la vía por la cual el masón aprende a despojarse de lo accesorio, a cultivar la fraternidad sin jerarquías artificiales y a vivir la ética como un compromiso con lo universal. Pero esa misma escala, si se pervierte, se convierte en una escalera de vanidad que fomenta rivalidades, egos inflados y simulacros de poder. Allí, el símbolo se desvirtúa y se convierte en máscara; el templo interior se vacía para dar paso a un teatro de títulos. Como afirmaba René Guénon: “Los ritos y símbolos no son fines en sí mismos, sino medios para alcanzar lo real” (Símbolos fundamentales de la ciencia sagrada).

La crítica profunda, entonces, nos obliga a preguntarnos: ¿buscamos los grados como medios para trascender o como galardones para exhibir? La masonería auténtica no requiere reconocimiento externo, porque el verdadero reconocimiento está en la transformación interior que ningún diploma puede otorgar. En este sentido, la sabiduría masónica se mide en la capacidad de reconocer al otro como hermano y no en la cantidad de grados acumulados.

El sentido de los grados está en su carácter pedagógico, ritual y simbólico, como mapas que señalan rutas de crecimiento. Su sin sentido aparece cuando se absolutizan, cuando el masón olvida que no son el fin, sino medios para recordar que el viaje iniciático es infinito. Al final, toda la jerarquía se relativiza frente al misterio, y todo título se disuelve en el silencio del ara donde sólo queda la verdad desnuda del ser.

La masonería, si quiere permanecer fiel a su espíritu, debe volver siempre a esta tensión y discernir: ¿estamos construyendo escalas de sabiduría o escaleras de vanidad? La respuesta no depende de la institución en abstracto, sino de cada hermano en su camino existencial. Porque, como enseña W.L. Wilmshurst: “El único verdadero progreso en Masonería es aquel que conduce al descubrimiento del yo interior” (El significado de la Masonería). El verdadero ascenso no se da hacia arriba, sino hacia adentro: en el fondo del ser, donde el hombre se encuentra con la chispa divina y reconoce que el único grado absoluto es el de ser humano en plenitud.

Así, Queridos Hermanos, no pidamos grados para ser reconocidos; busquemos ser reconocidos porque cada grado se ha convertido en vida, en ética, en fraternidad y en servicio. Elevemos, pues, nuestros corazones y juremos en silencio que nunca haremos de la masonería un pedestal para el ego, sino una escuela de luz para la humanidad.

Que así sea.

 

 

Referencias bibliográficas

Boucher, Jules. La simbólica masónica. Editorial Kier, Buenos Aires, 1993.

Guénon, René. Símbolos fundamentales de la ciencia sagrada. Paidós, Barcelona, 1996.

Sartre, Jean-Paul. El ser y la nada. Losada, Buenos Aires, 2007.

Wilmshurst, W.L. El significado de la Masonería. Kier, Buenos Aires, 1991.

Wirth, Oswald. El libro del aprendiz. Kier, Buenos Aires, 1994.


2 comentarios:

  1. El "poseedor" de altos grados que olvida la humildad y que es un eterno Aprendiz no asciende, se extravía en los laberintos de su propio ego. Este incómodo texto le recuerda que la verdadera Masonería no se mide ni en títulos, ni en Grados ni en cargos, sino en la transformación interior.

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  2. JOHNNY JUNIOR VIZCAINO VARGAS29 de septiembre de 2025, 22:58

    Excelente trabajo mi hermanito Andy, como nos tiene acostumbrado y este no es la excepción, esta importante reflexión nos entrega una verdad que atraviesa como espada flamígera: que los mismos grados diseñados para liberarnos pueden encadenarnos si los buscamos por vanidad en lugar de transformación. y con su brillantez, bebiendo de las fuentes más puras del pensamiento masónico y existencial, nos muestra con claridad implacable que la diferencia entre una escala de sabiduría y una escalera de vanidad no está en la estructura misma, sino en el corazón de quien la transita. Nos confronta con la pregunta que todo masón debe responder en la soledad de su conciencia: ¿colecciono grados para ser más grande ante los ojos humanos, o los vivo como puertas de transformación hacia lo que realmente soy? Porque al final, hermanos, cuando caigan todos los velos y nos encontremos desnudos ante el misterio, descubriremos que el único grado verdadero es aquel que no se porta en el pecho sino que se encarna en cada acto, en cada pensamiento, en cada latido de un corazón que aprendió a amar sin esperar aplausos.

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