El camino masónico, desde sus albores, se ha expresado en símbolos, ritos y estructuras que buscan orientar al iniciado en la búsqueda de la verdad. Entre estas estructuras se encuentra la jerarquía de grados, que, a primera vista, parece una progresión lineal hacia niveles más altos de sabiduría. Sin embargo, cuando observamos con atención, emerge una tensión profunda: ¿es esa escala un instrumento de iluminación ontológica y existencial, o corre el riesgo de transformarse en una escalera de vanidad que aliena al hombre de sí mismo y del verdadero sentido iniciático?
La
masonería, como vía filosófica y espiritual, no debería reducirse a una serie
de peldaños externos que se acumulan como medallas o reconocimientos de
estatus. El grado es, en su esencia, una expresión simbólica de un estado
interior del ser. Como afirmaba Oswald Wirth: “El iniciado no progresa por
el hecho de recibir más grados, sino por el desarrollo de su conciencia” (Wirth,
El Libro del Aprendiz). La progresión iniciática, por tanto, no se mide en
títulos, sino en la hondura del silencio, en la capacidad de autocrítica, en la
apertura al misterio y en la comunión con el Gran Arquitecto del Universo.
Desde
la perspectiva ontológica, el grado no es un objeto que se posee, sino un modo
de ser que se encarna. El reconocimiento externo carece de sentido si no está
acompañado de una transformación interior. Aquí se hace patente la dialéctica
entre el ser y el parecer: mientras la escala de sabiduría invita al masón a
trascender el ego y a crecer en autenticidad, la escalera de vanidad lo seduce
con el brillo vacío de los honores, enajenándolo en un juego de espejos donde
confunde la luz con el reflejo. Como bien advertía Jules Boucher: “La
iniciación no se recibe, se conquista” (La simbólica masónica).
Existencialmente,
cada grado debería ser un espacio para confrontar la finitud y la libertad del
hombre. El aprendiz que busca aprender, el compañero que busca comprender y el
maestro que busca enseñar no son etapas superadas, sino dimensiones que
coexisten y se profundizan en el mismo ser. El riesgo está en absolutizar la
estructura jerárquica como si cada ascenso fuera un certificado de plenitud,
cuando en realidad la existencia masónica es siempre inacabada, abierta,
marcada por la incertidumbre de lo humano. Como diría Sartre en un plano más
existencial: “El hombre no es otra cosa que lo que él se hace” (El ser y
la nada). Así también el masón: no es el cúmulo de grados, sino la construcción
de sí mismo en libertad y responsabilidad.
La
escala de sabiduría, cuando es auténtica, es la vía por la cual el masón
aprende a despojarse de lo accesorio, a cultivar la fraternidad sin jerarquías
artificiales y a vivir la ética como un compromiso con lo universal. Pero esa
misma escala, si se pervierte, se convierte en una escalera de vanidad que
fomenta rivalidades, egos inflados y simulacros de poder. Allí, el símbolo se
desvirtúa y se convierte en máscara; el templo interior se vacía para dar paso
a un teatro de títulos. Como afirmaba René Guénon: “Los ritos y símbolos no
son fines en sí mismos, sino medios para alcanzar lo real” (Símbolos
fundamentales de la ciencia sagrada).
La
crítica profunda, entonces, nos obliga a preguntarnos: ¿buscamos los grados
como medios para trascender o como galardones para exhibir? La masonería
auténtica no requiere reconocimiento externo, porque el verdadero
reconocimiento está en la transformación interior que ningún diploma puede otorgar.
En este sentido, la sabiduría masónica se mide en la capacidad de reconocer al
otro como hermano y no en la cantidad de grados acumulados.
El
sentido de los grados está en su carácter pedagógico, ritual y simbólico, como
mapas que señalan rutas de crecimiento. Su sin sentido aparece cuando se
absolutizan, cuando el masón olvida que no son el fin, sino medios para
recordar que el viaje iniciático es infinito. Al final, toda la jerarquía se
relativiza frente al misterio, y todo título se disuelve en el silencio del ara
donde sólo queda la verdad desnuda del ser.
La
masonería, si quiere permanecer fiel a su espíritu, debe volver siempre a esta
tensión y discernir: ¿estamos construyendo escalas de sabiduría o escaleras de
vanidad? La respuesta no depende de la institución en abstracto, sino de cada
hermano en su camino existencial. Porque, como enseña W.L. Wilmshurst: “El
único verdadero progreso en Masonería es aquel que conduce al descubrimiento
del yo interior” (El significado de la Masonería). El verdadero ascenso no
se da hacia arriba, sino hacia adentro: en el fondo del ser, donde el hombre se
encuentra con la chispa divina y reconoce que el único grado absoluto es el de
ser humano en plenitud.
Así,
Queridos Hermanos, no pidamos grados para ser reconocidos; busquemos ser
reconocidos porque cada grado se ha convertido en vida, en ética, en
fraternidad y en servicio. Elevemos, pues, nuestros corazones y juremos en
silencio que nunca haremos de la masonería un pedestal para el ego, sino una
escuela de luz para la humanidad.
Que
así sea.
Referencias
bibliográficas
Boucher,
Jules. La simbólica masónica. Editorial Kier, Buenos Aires, 1993.
Guénon,
René. Símbolos fundamentales de la ciencia sagrada. Paidós, Barcelona, 1996.
Sartre,
Jean-Paul. El ser y la nada. Losada, Buenos Aires, 2007.
Wilmshurst,
W.L. El significado de la Masonería. Kier, Buenos Aires, 1991.
Wirth,
Oswald. El libro del aprendiz. Kier, Buenos Aires, 1994.
El "poseedor" de altos grados que olvida la humildad y que es un eterno Aprendiz no asciende, se extravía en los laberintos de su propio ego. Este incómodo texto le recuerda que la verdadera Masonería no se mide ni en títulos, ni en Grados ni en cargos, sino en la transformación interior.
ResponderEliminarExcelente trabajo mi hermanito Andy, como nos tiene acostumbrado y este no es la excepción, esta importante reflexión nos entrega una verdad que atraviesa como espada flamígera: que los mismos grados diseñados para liberarnos pueden encadenarnos si los buscamos por vanidad en lugar de transformación. y con su brillantez, bebiendo de las fuentes más puras del pensamiento masónico y existencial, nos muestra con claridad implacable que la diferencia entre una escala de sabiduría y una escalera de vanidad no está en la estructura misma, sino en el corazón de quien la transita. Nos confronta con la pregunta que todo masón debe responder en la soledad de su conciencia: ¿colecciono grados para ser más grande ante los ojos humanos, o los vivo como puertas de transformación hacia lo que realmente soy? Porque al final, hermanos, cuando caigan todos los velos y nos encontremos desnudos ante el misterio, descubriremos que el único grado verdadero es aquel que no se porta en el pecho sino que se encarna en cada acto, en cada pensamiento, en cada latido de un corazón que aprendió a amar sin esperar aplausos.
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