La masonería
se proclama como una escuela de hombres libres, donde la libertad de
pensamiento y expresión se constituyen en pilares fundamentales del trabajo
iniciático. Esta afirmación, sin embargo, debe ser constantemente examinada a
la luz de la práctica concreta en nuestros talleres. Porque más allá de las
declaraciones solemnes, lo que revela el verdadero estado espiritual de una
logia es su capacidad de acoger, respetar y procesar la diferencia.
Hablar de
libertad de expresión en un contexto iniciático no es simplemente una cuestión
de permitir que cada quien diga lo que piensa, se trata de generar un ambiente
ritual y fraterno donde la palabra no esté condicionada por el temor, el juicio
o la censura. Una palabra masónica auténtica brota del silencio interior y se
expresa con respeto, pero también con sinceridad y profundidad, cuando esta
palabra es domesticada por el miedo al disenso o por estructuras jerárquicas
cerradas, la logia corre el riesgo de convertirse en un espacio de repetición
vacía.
La
diversidad de interpretaciones sobre símbolos, rituales y funciones masónicas
no debe ser vista como amenaza, sino como riqueza; una logia viva no es aquella
donde todos piensan igual, sino donde cada voz contribuye a la construcción
simbólica del templo con su propia piedra, cada punto de vista ofrece una
faceta distinta del misterio y es justamente en el entretejido de esas miradas
donde se enriquece el sentido iniciático. El silencio ritual no es represión
del pensamiento, sino contención sagrada que da valor y sentido a la palabra, pero
cuando ese silencio se vuelve imposición o autocensura, se vacía de su función
y se transforma en cómplice de una cultura de obediencia pasiva.
Pensar
diferente, desde el respeto, es un acto de fidelidad a la verdad y a la
conciencia masónica; no es rebeldía ni irreverencia, sino expresión del
principio iniciático que nos enseña que el camino a la luz se transita con
lucidez crítica, no con sumisión. Como lo advertía Walter Leslie Wilmshurst, la
Masonería pierde su vitalidad espiritual cuando se convierte en una estructura
formalista y repetitiva, más preocupada por la ortodoxia externa que por la
vivencia interna -El Significado de la Masonería, 1922-.
La
fraternidad verdadera no se basa en la uniformidad del pensamiento, sino en el
compromiso de convivir, reflexionar y trabajar con quienes pueden mirar el
símbolo desde otro ángulo; el conflicto no es el problema, sino la manera como
lo abordamos, una logia madura acoge el conflicto como oportunidad de
crecimiento, mientras que una logia inmadura lo niega, lo reprime o lo etiqueta
como desorden.
René Guénon
nos recuerda que el símbolo no se agota en una sola lectura, y que cada
interpretación válida es un reflejo de una verdad más profunda -Ideas sobre la iniciación, 1946. Esto implica que el
espacio masónico debe estar siempre abierto a nuevas comprensiones, sin que
ello implique relativismo, sino una fidelidad dinámica al espíritu iniciático.
Quien
plantea una lectura crítica y documentada del rito, una interpretación
simbólica personal o una inquietud sobre las prácticas institucionales no
traiciona al rito, a las autoridades masónicas debidamente constituidas y,
mucho menos a la masonería, sino que las honra desde la libertad responsable.
El hermano que calla su pensamiento por miedo a la exclusión, a la burla o al
juicio no está en condiciones de pulir su piedra, porque se le ha negado la
herramienta más básica: la palabra.
En este
camino de búsqueda interior y colectiva, el aprendiz masón aprende que la
unidad no significa uniformidad; al contrario, la verdadera fraternidad se
forja en la capacidad de permanecer unidos aún en la diferencia; en el templo
simbólico que construimos, cada piedra es distinta, cada hermano aporta desde
su historia, su cosmovisión, su sensibilidad y su comprensión del símbolo. Las
diferencias cognitivas no deben ser vistas como obstáculos, sino como
manifestaciones legítimas de la diversidad humana y espiritual que nutre el
taller.
El aprendiz,
en su humildad formativa, no está llamado a competir por tener la razón ni a
imponer su visión sobre los demás, sino a escuchar con apertura, a hablar con
prudencia, y a integrarse fraternalmente al trabajo colectivo; es en esa
actitud de apertura serena donde se cultiva el espíritu masónico auténtico: no
el de la dogmática ni el de la obediencia ciega, sino el de la búsqueda
compartida.
El verdadero
lazo de unión entre los masones no es la coincidencia de opiniones, sino la
voluntad común de crecer, de construir, de perfeccionarse juntos. En palabras
de Jules Boucher, “la unidad masónica no reside en pensar todos lo mismo,
sino en trabajar todos hacia lo mismo: el mejoramiento del hombre y de la
humanidad” -La simbología masónica, 1948, p. 167-. Por eso, incluso cuando
dos hermanos discrepan en su interpretación del símbolo, deben recordar que sus
herramientas apuntan a la misma obra: el templo interior del alma y el templo
colectivo de la fraternidad.
En la logia,
el aprendiz debe aprender a sostener el equilibrio entre su derecho a pensar
con libertad y su deber de respetar al otro. Esta es una de las enseñanzas
éticas más sutiles del grado: la convivencia fraterna con quienes piensan
distinto, sin que eso rompa el lazo de respeto ni el sentido de pertenencia.
Las columnas del templo se sostienen mutuamente, a pesar de sus formas
diversas; del mismo modo, los hermanos deben sostenerse unos a otros en la
diversidad de sus comprensiones.
La armonía
masónica no es la ausencia de conflicto, sino la presencia del amor fraternal
que permite superar el conflicto con dignidad, inteligencia y respeto. En ese
espíritu, el aprendiz comienza a comprender que la verdadera iniciación no es
sólo hacia el conocimiento, sino hacia la comunión con el otro. Que no se trata
de tener la palabra final, sino de construir juntos un lenguaje común desde la
diferencia.
Sólo así la
logia se convierte en verdadero taller de hombres libres y de buenas
costumbres: cuando en su interior pueden convivir múltiples voces, múltiples
visiones, múltiples formas de amar el símbolo. Y cuando a pesar de todo, nos
seguimos llamando, con convicción profunda: “Mi Querido Hermano”.
Como
enseñaba Albert Pike, “el verdadero aprendiz no es aquel que repite
palabras rituales, sino aquel que ha comprendido que la única arquitectura
duradera es la del alma que busca la verdad, la justicia y la fraternidad” (Moral
y Dogma, 1871). Esa búsqueda sólo puede sostenerse en un ambiente donde la
libertad de pensamiento no sea una consigna vacía, sino una práctica cotidiana
y fraterna.
Referencias
bibliográficas:
Boucher,
Jules. La simbología masónica. París: Dervy, 1948.
Guénon,
René. Ideas sobre la iniciación. París: Gallimard, 1946.
Pike,
Albert. Moral y Dogma del Antiguo y Aceptado Rito Escocés de la Masonería. Charleston:
Supreme Council, 1871.
Wilmshurst,
W.L. El Significado de la Masonería. Londres: Rider & Co., 1922.