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lunes, 7 de julio de 2025

EL EGREGOR, ESPÍRITU COLECTIVO EN EL TEMPLO MASÓNICO

 


En el corazón del templo, bajo la bóveda estrellada y a la luz tenue del simbolismo, se abre un misterio silencioso pero poderoso: la presencia inefable de un espíritu que no pertenece a un solo hombre, sino a todos y a ninguno, y que parece observarnos desde la escuadra y el compás, desde la música del rito y el perfume del incienso. Ese espíritu es el Egregor Masónico.

¿Qué es este Egregor?, es la presencia espiritual colectiva que emerge cuando los hombres, revestidos de símbolos y despojados de lo profano, se reúnen en armonía para construir lo eterno en lo transitorio, pero no nace este espíritu de la voluntad arbitraria ni del mero deseo, es invocado y nutrido por la profundidad de nuestras liturgias.

La liturgia masónica no es solo una secuencia de acciones rituales, es una arquitectura metafísica del alma, un lenguaje sagrado que nos permite acceder a planos más elevados de conciencia. A través del rito, el tiempo profano se suspende y accedemos al kairós, el tiempo oportuno y sagrado, donde lo invisible se hace perceptible. En ese espacio espiritual, nuestras voces no son ya las nuestras, sino ecos de un logos ancestral que reconstituye en nosotros la palabra perdida.

La teología tradicional nos habla del Espíritu Santo como presencia vivificante en la comunidad de los fieles. En analogía, el Egregor puede entenderse como esa emanación espiritual que habita la logia cuando sus miembros, purificados por el ritual, vibran al unísono. Es el “alma del taller”, formado por las aspiraciones, pensamientos y emociones de generaciones de iniciados. Pero este ser colectivo no es una abstracción simbólica, se manifiesta en lo sensible: en el silencio compartido, en la solemnidad del rito, en la mirada fraterna, en lo trascendente y en la intuición de que algo superior nos envuelve y guía.

La liturgia, entonces, es el acto sacramental que invoca al Egregor y lo mantiene vivo. Como en los antiguos misterios, el rito masónico configura una verdadera teúrgia simbólica: hacemos lo visible para convocar lo invisible. El gesto correcto, la palabra justa, el paso ritual, son llaves que abren las puertas del alma grupal. Y cuando estas puertas se abren, el taller entero se transforma en un cuerpo espiritual donde cada hermano es órgano de un mismo ser, instrumento de una misma melodía.

El Egregor, nutrido por la liturgia, guía, protege y transforma. No solo conserva la memoria de la Orden, sino que inspira el alma del buscador, le revela significados ocultos, le acompaña en sus noches oscuras. El que ha sentido esta Presencia ya no puede negar su realidad: como el viento, no se ve, pero se percibe en la vibración de lo sagrado.

Así, nuestra responsabilidad como masones no es menor: debemos preservar la pureza de la liturgia, no como forma vacía, sino como acto vivo y fecundo, sabiendo que cada tenida es un acto de creación espiritual. Cuando el rito se profana, el egregor se debilita; cuando se honra, renace con fuerza.

El Egregor masónico, como forma-pensamiento viva, participa del misterio de lo invisible que se manifiesta a través de lo visible, tal como el alma se expresa a través del cuerpo o como la idea se encarna en la forma según la enseñanza platónica. En este sentido, el templo no es sólo una arquitectura simbólica sino una antena sagrada, un microcosmos donde se evocan y condensan energías que trascienden lo humano ordinario. Así como el V.I.T.R.I.O.L. nos invita a descender al centro de la tierra para encontrar la piedra oculta, la formación del Egregor representa una ascensión colectiva al centro celeste de la conciencia iniciática.

La logia, en su más alta expresión, es un organismo espiritual. Cada hermano es una célula de ese cuerpo vivo, pero el alma que lo unifica, su ánima mundi, es el Egregor. Aquí se cumple el principio hermético “el todo es más que la suma de sus partes”, ya que la comunidad masónica no solo actúa en la dimensión horizontal del trabajo simbólico, sino que al resonar en unísono y bajo una misma intención, abre un eje vertical de comunicación entre el mundo profano y el mundo arquetípico, entre el tiempo y lo eterno. Ese eje es precisamente el canal por donde desciende el Egregor, como una paloma que encuentra lugar entre las columnas de Sabiduría y de Fuerza, siendo la Belleza el altar donde reposa.

Desde una óptica esotérica, el Egregor se constituye por capas: una primera capa emocional, una segunda capa mental y, en los casos más elevados, una capa espiritual que trasciende incluso a los miembros encarnados de la logia. En esta última se hallan las presencias tutelares, los maestros invisibles, los egregores acumulados de generaciones pasadas que han sido purificados por el fuego de la verdad y el sacrificio interior. Es por eso que muchas tradiciones místicas, incluida la masónica, evocan con respeto a los “antiguos y venerables maestros” no sólo como recuerdos, sino como presencias vivas que todavía obran sobre el taller.

La fuerza del Egregor depende directamente del grado de conciencia y de vibración de quienes lo alimentan. Un ritual hecho de forma mecánica, sin recogimiento interior ni comprensión de su significado, produce un Egregor débil o distorsionado. Por el contrario, cuando el rito se ejecuta como verdadera liturgia -es decir, como obra del pueblo sagrado reunido- se genera una expansión vibratoria que convierte el espacio físico en un espacio metafísico. En ese momento, el templo se convierte en un verdadero axis mundi, un pilar que une cielo y tierra, lo visible y lo invisible.

En términos simbólicos, el Egregor puede ser asimilado a la Shekináh de la tradición hebrea: la presencia inmanente de la Divinidad entre quienes se reúnen con propósito sagrado. También guarda analogía con el concepto de Ruah o espíritu colectivo que llena la asamblea cuando esta está en armonía con la Ley divina. En términos alquímicos, el Egregor sería el resultado de la coagulatio de las múltiples voluntades purificadas en el crisol del rito, la sal cristalizada de la obra alquímica colectiva. No por azar se afirma que “el Templo no se construye sino con piedras vivas”, ya que cada hermano no solo aporta su cuerpo y presencia, sino su energía, su intención y su luz particular.

Filosóficamente, el Egregor plantea una crítica radical al individualismo moderno. En una sociedad donde el yo se ha aislado del nosotros, donde el egoísmo ha sustituido a la comunión, la existencia del Egregor masónico recuerda que la verdadera libertad se conquista en el seno de una comunidad iniciática, que es al mismo tiempo simbólica, ética y espiritual. El Egregor es la manifestación de la intersubjetividad trascendente: no una simple suma de subjetividades, sino una presencia emergente que revela que “ser” es “ser-con”. Aquí se encuentra la superación del dualismo cartesiano, pues el sujeto masón se constituye y se realiza en y con el otro, no en su contra ni a su pesar.

Desde la perspectiva del inconsciente colectivo de Carl Gustav Jung[1], el Egregor también puede entenderse como un arquetipo activado: una imagen viva que opera en el campo psíquico de quienes comparten símbolos, mitos y rituales comunes. Pero mientras el arquetipo es una estructura universal, el Egregor es una forma específica, un constructo particular que nace y se sostiene en el marco de una tradición y una intención determinada. En ese sentido, el Egregor masónico no es una entelequia flotante, sino una entidad sutil configurada por siglos de símbolos, silencios, palabras sagradas, gestos rituales y compromisos éticos.

Cabe también recordar que el Egregor, como toda forma de poder espiritual, es ambivalente: puede iluminar o puede cegar, puede elevar o puede aprisionar. Si los miembros de una logia se abandonan a las formas externas sin alimentar el fondo espiritual, el Egregor se densifica, se estanca y puede convertirse en una parodia de sí mismo, en un ídolo vacío que exige obediencia sin vida. Por ello, mantener la pureza del Egregor requiere una vigilancia interior constante: un examen de conciencia colectivo, una fidelidad activa a los ideales de la fraternidad, una vigilancia moral que impida la corrupción de lo sagrado.

En muchas escuelas esotéricas, se enseña que el Egregor es el mediador entre los mundos: como un ángel guardián del grupo, pero también como un espejo. Si la logia está en armonía, el Egregor devuelve luz, consuelo, revelación. Pero si hay discordia, ambición, doblez, el Egregor puede tornarse oscuro, reflejando las sombras no integradas del colectivo. Así, trabajar en la edificación del Egregor es también un camino de purificación individual y colectiva, un camino de redención en comunidad, un acto de responsabilidad espiritual permanente.

Finalmente, hay que decir que el Egregor sobrevive a los individuos. La muerte física de los hermanos no disuelve la energía construida con amor y constancia. Por eso, cuando un iniciado se sienta en el templo, aunque sea por primera vez, puede experimentar una presencia antigua, un susurro en el silencio, un escalofrío en la espalda: eso es el Egregor saludándolo, reconociéndolo como parte del linaje invisible. Es entonces cuando uno comprende que no está solo, que nunca lo estuvo, que trabaja en comunión con todos los que han trabajado y con todos los que vendrán. Y en ese instante, la masonería deja de ser una institución para convertirse en una comunidad mística viva, una Orden que respira, piensa, recuerda y espera: un cuerpo cuyo corazón es invisible, pero palpitante en cada tenida bien realizada.

 

Es por eso que, desde la plenitud masónica, el Egregor es el alma colectiva del taller. Es la continuidad espiritual que enlaza a los masones del presente con los del pasado y con aquellos que aún no han sido iniciados. Se expresa en la cadena de unión, en los trabajos rituales, en las vibraciones sagradas de la palabra. Cuando decimos que una Logia "tiene espíritu", o que "está viva", nos referimos precisamente a la fuerza de su Egregor. Walter Leslie Wilmshurst, señala que “la verdadera iniciación no se recibe de labios humanos, sino del Espíritu que mora en el templo”. Este Espíritu es el Egregor que, aunque no pueda verse ni tocarse, se percibe en el recogimiento profundo del taller, en la mirada fraterna del hermano, en el símbolo que despierta y en el rito que transforma. Es una forma de consagración invisible, que da sentido y profundidad a cada tenida, y que protege y guía a la logia como una nube luminosa en el desierto del mundo profano.

Mantener el Egregor vivo es, por tanto, un deber del masón. No basta con la presencia física ni con el cumplimiento formal del rito. Se requiere pureza de intención, profundidad de pensamiento, compasión fraterna y fidelidad al ideal. Cada pensamiento hostil, cada juicio mezquino, cada palabra vana, hiere al Egregor. Por el contrario, cada acto de humildad, cada esfuerzo sincero, cada silencio fértil, lo fortalece. El Egregor no es estático: es dinámico, mutable, en continuo devenir. Se enriquece con los aportes rituales, simbólicos y espirituales del taller, y se empobrece con la mediocridad o la rutina. Es, por ello, también un espejo del estado interior de sus miembros. En él se refleja la luz o la sombra que cada uno aporta.

El Egregor masónico es la respiración invisible del templo. Es su hálito espiritual, su pulso interior. Nos recuerda que el taller no es un lugar, sino un cuerpo místico; que la masonería no es solo una doctrina, sino una vivencia espiritual; y que el trabajo masónico solo es auténtico cuando se realiza en comunidad de alma y no solo de presencia. Aquel que entra en la logia solo con el cuerpo, se va como llegó. Pero aquel que entra con el alma abierta y el corazón despierto, siente que algo lo envuelve, lo eleva, lo transforma: es el Egregor, el Espíritu que mora entre nosotros, y que es al mismo tiempo el guardián del secreto y la promesa del camino.

QQHH  y  QQHnas, cuidemos el fuego sagrado; que cada palabra ritual, cada acento simbólico, sea ofrecido como tributo consciente al alma del taller, porque en esa fidelidad se encuentra el puente entre lo humano y lo eterno, entre la piedra y la estrella.

No tomemos a la ligera el poder de nuestra liturgia, ella es la lengua sagrada mediante la cual invocamos el alma viva de la masonería; cada palabra ritual, cada compás abierto, cada acacia colocada con intención, son actos que dan vida al espíritu del taller.

En tiempos donde el ruido profano amenaza con diluir lo sagrado, nuestra misión es clara: restaurar el templo interior, mantener viva la llama del rito y alimentar al Egregor con la pureza de nuestro pensamiento y el ardor de nuestra búsqueda. Así, quizás, seremos dignos de acercarnos a la verdadera palabra.



[1] Carl Gustav Jung (26 de julio de 1875 - 6 de junio de 1961) fue un médico psiquiatra, psicólogo y ensayista suizo. Considerado figura clave en la etapa inicial del psicoanálisis, fundó la escuela de psicología analítica, también llamada psicología de los complejos y psicología profunda. Se le relaciona a menudo con Sigmund Freud, de quien fuera colaborador en sus comienzos. Jung fue un pionero de la psicología profunda y uno de los estudiosos de esta disciplina más ampliamente leídos en el siglo XX.


lunes, 30 de junio de 2025

¿SOIS MASÓN? RESPUESTA DESDE LA VOZ INTERIOR DEL TEMPLO Y DESDE LA VOZ EXTERIOR DE LA POLIS Y DEL MUNDO


Cuando en el umbral del Templo se formula la pregunta: “¿Sois Masón?”, no se trata de una simple formalidad ritual, ni de una comprobación administrativa de identidad. Es una invocación profunda, una interpelación existencial que toca los cimientos del alma del iniciado. Es la voz del G• A• D• U• que, como en el jardín del Edén, pregunta: “¿Dónde estás?”. Es, en su raíz más honda, la demanda de autenticidad que se eleva desde el altar del corazón.

Responder afirmativamente no puede ser un mero acto de labio. Decirse masón no es portar un título ni exhibir un mandil; es una afirmación ética, una declaración de vida, una consagración continua. Ser masón es ser piedra viva en el templo invisible del G• A• D• U, templo que se edifica no con manos humanas, sino con actos de justicia, compasión y sabiduría.

La pregunta desgarra el velo de las apariencias, inquiere si has penetrado los misterios no solo en lo externo, sino en lo interno. ¿Has tallado tu piedra bruta? ¿Has vencido la ignorancia con la luz? ¿Has hecho de tu vida una ofrenda sobre el altar del servicio y de la verdad? Porque solo quien ha recorrido con humildad el sendero del silencio, del trabajo y de la fraternidad puede con verdad responder: “Sí, lo soy.”

Desde la ética, esta pregunta nos devuelve al imperativo moral de la coherencia. ¿Vive en ti la triple llama de la libertad, la igualdad y la fraternidad? ¿Eres constructor de puentes o de muros? ¿Tienes limpio el corazón, libre de odios y prejuicios, para que puedas llamar hermano a todo ser humano? Si no es así, aún no eres masón, aunque estés inscrito en todos los registros.

Desde lo trascendental, ser masón implica una experiencia de comunión con lo sagrado, no como un dogma, sino como una vivencia. El masón es un teósofo silencioso, que reconoce en cada símbolo una epifanía del G• A• D• U Su fe no se encierra en credos rígidos, sino que se expande en la contemplación activa del cosmos como obra divina. Es en su vida, más que en sus palabras, donde predica la luz.

Desde la dimensión esotérica, la pregunta revela su rostro iniciático. “¿Sois Masón?” es el eco de la pregunta de la Esfinge: “¿Quién eres?” Solo quien ha descendido al sótano de su propio ser, y ha allí combatido con sus sombras, puede emerger con la palabra sagrada en los labios. Ser masón es un estado del alma que trasciende grados, obediencias y ritos; es ser consciente del eje vertical que une la tierra y el cielo, - la plomada, la columna y la escalera - y saberse mediador entre el caos y el cosmos.

A veces, la respuesta verdadera no se puede pronunciar con palabras. El silencio es la única afirmación posible; un silencio cargado de obra, de transformación, de fidelidad al Arte Real. Porque al final, masón no se dice, se es. Se revela en la mirada, en las manos, en la conducta; se prueba en la oscuridad, cuando nadie mira, cuando no hay medallas ni reconocimientos, es allí donde la conciencia, como testigo inapelable, vuelve a preguntar: “¿Sois Masón?”, y el que responde, lo haga con temblor y con fuego.

Hay preguntas que no vienen de afuera. Que no se formulan con palabras audibles ni se pronuncian en logias visibles. Hay una voz que emana del Sanctum Sanctorum del alma, que surge en la hora del quebranto o del despertar, en las noches oscuras del espíritu o en los fulgores del éxtasis interior; es la voz del templo interior, donde cada masón es a la vez altar, sacerdote y sacrificio.

“¿Sois Masón?”, te pregunta el espejo cuando la máscara cae, cuando fracasa tu orgullo, cuando tus errores hieren a los que amas, cuando el mundo te exige rendirte a la mediocridad, cuando tu fe tambalea en medio de tormentas que no comprendes, cuando tu espada se oxida y tu mandil se mancha, esa voz no calla; vuelve, exige y despierta.

La pregunta no busca una defensa, busca una rendición, no ante el mundo, sino ante la verdad. ¿Eres realmente constructor de ti mismo? ¿Has consagrado tus herramientas a algo más alto que tu ego? ¿Tu templo se eleva sobre el fundamento del amor?

En el silencio del oratorio interno, cuando el incienso invisible del pensamiento asciende al cielo de tu conciencia, el G• A• D• U• no te interroga como un juez, sino como un Padre. “¿Sois Masón?”, significa: “¿Amas con obras? ¿Buscas la luz con humildad? ¿Reconstruyes lo que otros destruyen? ¿Te mantienes firme cuando todos huyen?”

Porque ser masón en la vida exterior puede ser fácil: vestirse de símbolos, hablar de virtudes, repetir fórmulas; pero ser masón en el alma, en la intemperie de la existencia, es un fuego devorador, es tender la mano al enemigo, callar cuando el orgullo clama, sostener al hermano caído, edificar cuando el mundo solo quiere destruir y también, es mantener la esperanza cuando todo se oscurece. Allí, en esa cripta interior donde guardas tus votos, tus lágrimas, tus anhelos de justicia, es donde más claramente resuena la voz que pregunta: “¿Sois Masón?”, y si en ese instante puedes levantar la cabeza y decir, aunque con voz quebrada: “Lo intento. Lo sigo intentando.”, entonces, el G• A• D• U• te reconoce y el silencio del alma se convierte en templo y el templo se enciende.

Pero otras veces la pregunta resuena más allá del templo, más allá de los muros rituales; resuena en las calles, en las plazas, en los campos donde mueren de hambre los inocentes y donde la injusticia se levanta como ídolo moderno; ya no es el V• M•   quien interroga, ahora es el pueblo, la historia, la humanidad herida la que se alza y te pregunta: “¿Sois Masón?”

¿Dónde está el masón cuando se violan los derechos de los más débiles? ¿Dónde está cuando se aprueban leyes injustas, cuando los tiranos levantan su cetro, cuando se profana la dignidad humana? ¿Dónde está cuando los pueblos claman por pan y por libertad, cuando los muros se alzan y las fronteras matan? ¿Dónde estás tú, portador de la escuadra y el compás?

Ser masón en la polis no es aislarse en una torre de símbolos ni refugiarse en el culto al misterio, es bajar al ágora, al polvo del camino, al dolor del otro; es hacer de la palabra “hermano” una praxis política y no solo un vocablo ritual; es ser incómodo para los poderosos, consuelo para los humildes, faro entre las tinieblas.

Porque si el Arte Real no transforma la realidad social, si no encarna sus principios en la historia viva de los pueblos, entonces se convierte en un lujo estético sin alma, en una cáscara sin fruto. Ser masón es, o debería ser, asumir un compromiso con la liberación integral del ser humano, es hacer de la logia una escuela de ciudadanía activa, crítica y creadora; es rechazar toda forma de servidumbre disfrazada de orden, todo autoritarismo envuelto en discursos de paz, toda desigualdad justificada por el mérito o la cuna.

Al hacer la pregunta “¿Sois Masón?”, Pregunta también la madre que llora por su hijo desaparecido; el campesino que ha sido desplazado; la mujer oprimida por estructuras patriarcales; el niño sin educación, sin techo, sin futuro; el migrante rechazado, el anciano olvidado, el obrero explotado. Todos ellos son la piedra bruta que la sociedad desecha, y que tú, si verdaderamente eres masón, estás llamado a redimir.

El mandil no es un adorno: es un compromiso, el compás no es un adorno: es una trinchera moral y la escuadra no es un adorno: es una promesa de justicia; porque al final, el juicio no vendrá de los libros ni de los títulos, ni de los grados, sino de una sola pregunta que resonará en el umbral de la historia: “¿Sois Masón?”

Y solo aquel que haya luchado por la dignidad humana, que haya puesto su vida al servicio de la luz en el mundo, podrá responder, sin palabras: “Sí. En la obra y en el alma.”

Al final del viaje, después del silencio del altar, del crisol del alma y del clamor de los pueblos, la pregunta persiste: “¿Sois Masón?”  Ya no como eco ritual ni como examen ajeno, sino como voz interior, conciencia colectiva y destino universal.

El verdadero masón no divide el mundo entre lo sagrado y lo profano, entre el templo y la calle, entre la mística y la política. Para él, todo es templo cuando el amor edifica, cuando la justicia alumbra, cuando la verdad no se negocia; en su corazón, late una triple llama: La llama del espíritu, que lo une al G• A• D• U, no como teología impuesta, sino como una vivencia interior de que hay un orden superior, una armonía que le da sentido al caos. La llama de la ética, que lo guía en cada acto, que le exige coherencia, humildad, trabajo, y lo obliga a pulir su piedra sin descanso, sabiendo que la perfección no es meta, sino camino y la llama del compromiso, que lo lanza al mundo como obrero de la humanidad. Que lo hace constructor de una civilización más libre, más fraterna, más justa.

Porque ser masón es vivir entre columnas invisibles, es cargar un mandil que no se ve, pero que arde en el alma; Es reconocer que no hay templo más sagrado que el ser humano, ni logia más alta que el corazón que ama y cuando, en el gran juicio de la historia, en el ocaso de los tiempos o en el último suspiro, vuelva a escucharse la pregunta: “¿Sois Masón?”, no bastarán los títulos ni los grados, ni las medallas.

Solo podrá responder con verdad quien haya hecho de su vida una piedra bien labrada, una palabra luminosa, una acción redentora, una oración sin palabras; entonces, el silencio hablará y el G• A• D• U, al ver su obra, dirá: “Sí. Este hombre, esta mujer, este ser… fue Masón.” 


miércoles, 25 de junio de 2025

¿TIENES ALGÚN INTERES POR PARTICIPAR EN LA MASONERÍA DE BARRANQUILLA?

 


"MASONERÍA MIXTA EN BARRANQUILLA:  SOMOS HOMBRES Y MUJERES LIBRES Y DE BUENAS COSTUMBRES"

VIENEN LOS MASONES

Hijo, ven a ver, vienen los Masones...

¿QUIÉNES SON?

Ellos... los que van caminando de Oriente a Occidente y de Norte a Sur, con los pies bien firmes en el Universo.

¿POR QUÉ TIEMBLA LA TIERRA A CADA PASO QUE DAN?

Porque cada uno carga sobre sus espaldas el peso de un Templo erigido a la Verdad.

¿DE DÓNDE SON?

No tienen fronteras, la tierra es su casa y el cielo es su techo, formando una raza sin color y de todos los colores, pero tienen señales que los hacen diferentes de los demás.

¿CÓMO LOS RECONOCES?

Llevan el silencio en la boca y el dedo pronto para señalar lo injusto, lo falso y lo hipócrita. Estar entre ellos es como estar en casa, no necesitas máscaras, basta ser tu mismo.

¿CUÁNTOS TIPOS DE MASONES EXISTEN?

Dos, los que son Luz y los que todavía son capullos. De estos últimos hay muchos pero de los primeros pocos; de estos primeros podemos esperar todo, ya que sus rostros son lisos, no tienen arrugas ni permiten dobleces, no temen nada porque para ser Luz tuvieron que morir para la vida profana para finalmente poder vivir.

Vienen del seno de la tierra para ver la Luz y ser Luz, la misma que ilumina el camino de sus Hermanos.

Todo comienza y todo termina en su interior, en su alma, dejando el capullo como mariposas. Mudaron y dejaron la piel vieja por una nueva que está llena de Luz.

Ref: Masones sin fronteras

Si persevera en su voluntad de ser iniciado Masón, debes cumplir con los requisitos personales de admisión:

1º). - Ser mayor de edad.

2º). - No pertenecer, ni haber pertenecido, a organizaciones que promuevan ideas xenófobas ni discriminatorias de las personas por razón de sus opiniones políticas, ideas filosóficas, por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social.

3º). - Ser una persona libre.

4º). - Poseer un comportamiento social digno y ser una persona honrada y de buenas costumbres.

5º). - Ser una persona tolerante y respetuosa consigo mismo y con los demás.

6º). - Ganarse la vida honradamente y tener independencia económica.

7º). - Carecer de antecedentes penales computables.

8º). - Residir en Barranquilla, Colombia o en lugares que no le impidan asistir regularmente a los Trabajos en Logia.

Escribe tun comentario, como anónimo  manifestando tu interés y nos dejas tu e-mail para contactarnos

 

martes, 24 de junio de 2025

SAN JUAN BAUTISTA, PATRONO DE LA MASONERÍA, FORJADOR DEL CAMINO HACIA LA LUZ

 

San Juan Bautista, figura venerada en múltiples tradiciones espirituales, ocupa un lugar privilegiado en la cosmovisión masónica, no solo como patrón emblemático, sino como arquetipo del iniciado, del asceta del desierto, el heraldo de la luz. Su figura, muchas veces eclipsada en los relatos dominantes, emerge en la Masonería como símbolo de purificación, renovación y tránsito hacia un conocimiento superior. No es casual que las logias celebren el solsticio de verano bajo su advocación, pues el mismo Juan Bautista señala, en palabras profundamente simbólicas: “Es necesario que Él crezca y que yo disminuya”, aludiendo al ciclo solar que empieza a declinar tras alcanzar su máxima expresión. Esta afirmación encierra una verdad espiritual: el yo profano debe menguar para que el principio crístico –la luz interior– crezca en nosotros.

San Juan Bautista representa la tensión entre la interioridad y la acción, entre la verdad y el poder. No era sacerdote del templo, sino voz en el desierto. No se encontraba en el centro del sistema religioso, sino en su margen. Así también el masón, al ser iniciado, se convierte en un buscador que abandona las estructuras establecidas del dogma y se adentra en los territorios simbólicos del alma para encontrar la verdad que no se impone por la fuerza, sino que se revela en la humildad. San Juan denuncia la corrupción del poder y, al hacerlo, entrega su vida, anticipando así el sacrificio del justo por la verdad. Es la expresión de la conciencia que no se doblega ante el mundo profano. En él se funden el ideal estoico y la ética profética: vivir conforme a una ley superior, incluso a costa del sufrimiento.

Por otra parte, San Juan Bautista personifica el fuego purificador. No el fuego que destruye, sino el que refina. Su bautismo en las aguas del río Jordán es el preludio del bautismo de fuego anunciado por él mismo. Esta dualidad, agua-fuego, marca una transición iniciática. Las aguas, símbolo de lo emocional y lo pasivo, purifican al profano; el fuego, emblema de la voluntad espiritual, transforma al iniciado. En muchos ritos masónicos, esta alquimia del alma se representa mediante el paso por las columnas del templo, pero también a través de las pruebas elementales. San Juan, en su austeridad, recuerda al masón que no basta con recibir la luz: es necesario convertirse en su portador activo, en su testigo. Así, el Bautista es el guardián del umbral, el que prepara el camino para el logos, la palabra perdida que el masón busca.

Juan representa al precursor, al que no es la luz, pero da testimonio de ella. Esta es una clave que ilumina la función espiritual del masón en el mundo: no es él quien debe ser adorado, ni su obra debe convertirse en ídolo, sino que su vocación es señalar, como Juan, hacia lo trascendente. Su ética no es de dominio, sino de servicio. Su conocimiento no es de posesión, sino de iluminación. El masón, como Juan, es llamado a ser voz, no eco; guía, no caudillo. Esta perspectiva encuentra profundas resonancias en las enseñanzas iniciáticas que enfatizan la humildad, el desapego y la obediencia a la voluntad superior. Así como Juan reconoce su papel subsidiario respecto al Cristo, el masón reconoce que su labor no es glorificarse a sí mismo, sino trabajar en la edificación del templo interior, reflejo del templo universal del G A D U.

El patronazgo de San Juan Bautista en la Masonería remite también a una antigua tradición solar que entrelaza ciclos cósmicos y procesos iniciáticos. El solsticio de verano, cuando el día alcanza su plenitud antes de iniciar su descenso, representa el punto culminante de la manifestación antes del retorno hacia lo invisible. En este sentido, Juan es símbolo de madurez espiritual, pero también de entrega. Su vida, truncada por la injusticia de un poder profano, se convierte en semilla de redención. El masón, que se reconoce en la logia como hijo de la luz, sabe que todo poder auténtico proviene del sacrificio, que toda palabra verdadera nace del silencio, y que toda transformación espiritual implica renuncia. Así, en cada solsticio, el iniciado recuerda no solo a un profeta del pasado, sino a un principio viviente que debe actualizar en sí mismo: ser un anunciador del reino interior.

San Juan Bautista, en su soledad, su firmeza y su visión, nos entrega un modelo del camino iniciático: retirarse del ruido del mundo, sumergirse en las aguas de la purificación, ascender por el fuego del espíritu, y, finalmente, señalar con el gesto de la entrega lo que es más grande que uno mismo. Por ello, su figura trasciende credos, religiones y épocas. Es un símbolo universal del despertar de la conciencia, del equilibrio entre el rigor y la gracia, del tránsito entre las tinieblas de la ignorancia y la aurora de la verdad. Que él sea el patrono de la Masonería no es un hecho circunstancial, sino una clave simbólica de profundo alcance espiritual: cada masón está llamado a ser, como él, un forjador del camino hacia la Luz, un artesano de la verdad, un servidor del Verbo eterno.

Pero ¿Por qué San Juan Bautista es forjador del camino hacia la luz?

Porque en el corazón de la tradición masónica resplandece una paradoja fundamental: solo quien desciende al silencio del desierto interior puede alzar la voz que clama por la luz. San Juan Bautista, ese heraldo ascético que renunció a los salones del poder religioso para vestir un sayal de humildad y alimentarse de lo que brinda la naturaleza, encarna en lo simbólico el modelo mismo del iniciado: un hombre que, sin ser la luz, la presiente, la anuncia y la prepara. El masón, en su propia vía iniciática, está llamado a realizar ese mismo tránsito, ese mismo ministerio espiritual. San Juan Bautista no es simplemente una figura venerada por la tradición, sino el eslabón entre lo profano y lo sagrado, entre el hombre viejo y el hombre regenerado. Es, por excelencia, el forjador del camino hacia la luz porque representa la etapa indispensable de toda verdadera iniciación: la preparación.

Desde los primeros grados de la Masonería se pone en marcha un proceso de muerte y renacimiento simbólicos. El admitido, velado, rodeado de oscuridad, es imagen del hombre profano, ciego aún a la verdad, pero anhelante de ella. Antes de recibir la luz, debe purificarse. Aquí entra la figura de Juan Bautista: él es el que sumerge en las aguas, el que introduce en el río de la conciencia la necesidad de cambio. Su bautismo no es mera ceremonia exterior, sino símbolo de una inmersión interior, un desprendimiento del ego y de las pasiones que obstaculizan la claridad del alma. Esta purificación, este primer acto de renuncia y de apertura, es la fragua donde el masón empieza a forjar su camino hacia la luz. Y Juan, en su rol profético, es el guía que custodia ese umbral.

La tradición masónica no venera a figuras por su valor dogmático, sino por su poder simbólico y transformador. San Juan Bautista representa la voz recta, la espada de la verdad que no teme denunciar el error, aunque le cueste la vida. En él, el masón reconoce la necesidad de erguirse como columna de justicia en medio de un mundo corrupto, pero también como humilde servidor de una causa que lo trasciende. Porque el verdadero iniciado no busca el poder para dominar, sino la sabiduría para servir. Juan señala al que ha de venir, pero no se adueña del mensaje. No busca fundar un culto en torno a sí mismo, sino allanar el camino al Logos, a la Palabra, a la Luz que da sentido a todo símbolo. En este acto de desprendimiento, de negación de sí, se revela la mayor virtud iniciática: la conciencia de que somos instrumentos, no autores de la verdad.

El desierto donde Juan predica no es solo un lugar físico, sino un espacio arquetípico: la soledad del alma que busca sin distraerse, que escucha en el silencio, que se vacía de toda vanidad para poder recibir la voz interior. Este desierto es el mismo en el que el masón medita antes de subir al Oriente. No se trata de un retiro pasivo, sino de un combate interior. San Juan es el arquetipo del que ha vencido ese combate, no por fuerza, sino por claridad. En la Masonería, donde cada símbolo es un espejo del alma, la figura del Bautista enseña que el camino hacia la luz comienza con la ruptura del ego, con la confesión de nuestra ceguera, con la aceptación humilde de que estamos llamados a ser algo más que constructores de templos exteriores: somos templos vivientes, piedras vivas que deben ser talladas con el cincel de la verdad.

Cuando el masón, en su progreso iniciático, busca la palabra perdida, lo hace en un viaje que no es lineal, sino espiral. Cada nuevo grado es una profundización, un ascenso que pasa por una nueva muerte. Y siempre, en cada umbral, se encuentra la voz del Bautista: “Enderezad los caminos del Señor.” En otras palabras, haced rectos los senderos del alma. No puede haber recepción de la luz si antes no hay purificación, no puede haber revelación si antes no hay disposición. Por eso San Juan es forjador del camino: porque enseña el arte de preparar el terreno donde la semilla de la sabiduría puede germinar.

Desde una perspectiva más profunda, el Bautista representa el tránsito del caos al cosmos, del desorden a la armonía. Su figura está entre dos mundos: el del antiguo testamento que declina, y el del nuevo que comienza. Así también, el masón está siempre entre dos columnas, entre la oscuridad que deja atrás y la claridad que aún no alcanza. Juan es el mediador, el que permite el paso, como un maestro de obra que da el primer trazo, sabiendo que él no colocará la última piedra. Su tarea no es culminar, sino comenzar. Y en esto reside la grandeza del iniciado: no busca los frutos inmediatos, sino el sentido profundo del proceso.

Celebrar a San Juan en la Masonería es reconocer que la vía iniciática no comienza con la gloria sino con la renuncia, no con la posesión sino con la búsqueda, no con la palabra sino con el silencio. Es aceptar que el verdadero conocimiento no se impone, se revela; que la luz no se alcanza por el orgullo sino por la humildad. El Bautista, al señalar al que ha de venir, entrega la lección más alta del oficio masónico: no somos el fin, somos instrumentos de un fin mayor, servidores del G A D U, obreros en la vasta construcción del templo invisible de la humanidad.

Por estas razones, San Juan Bautista no solo es patrono externo, sino principio interno. No solo figura histórica, sino símbolo vivo. No solo hombre del pasado, sino modelo eterno. En él, la Masonería reconoce el comienzo del sendero, la voz que llama al despertar, la fragua en la que se templa el alma antes de recibir la luz. Y en cada ceremonia, en cada meditación, en cada gesto simbólico del taller, su eco resuena como un llamado: “Prepara el camino, hermano, porque la Luz no se impone: se merece.”

viernes, 20 de junio de 2025

EL SOLSTICIO DE VERANO Y LAS ACCIONES DEL MASÓN ANTE LA PLENITUD DE LA LUZ

 

El Solsticio de Verano, con su máxima irradiación solar, no es solo un fenómeno natural ni una efeméride simbólica: es una interpelación, una llamada profunda a los QQ HH y a las QQ Hnas para que examinen el uso que han hecho de la luz que han recibido. La luz, en el templo, no es simple iluminación intelectual; es conciencia, verdad, virtud, responsabilidad. Recibir la luz implica comprometerse a actuar con ella.

Cuando el Sol alcanza su cénit y la luz se derrama plena sobre la tierra, los antiguos sabios detenían su andar, elevaban la mirada al cielo y encendían fuegos rituales. No lo hacían para adorar al astro, sino para recordar que la luz, cuando no se honra con virtud, se convierte en sombra más densa. El Solsticio de Verano no es solo un fenómeno astronómico: es un lenguaje sagrado, una palabra silenciosa que el GADU inscribe en el firmamento. Y nosotros, QQ HH y QQ Hnas, que nos hemos comprometidos a leer los signos de lo alto para obrar en lo bajo, no podemos pasar indiferente ante este instante de plenitud solar.

En el plano personal, este momento del año nos exige revisar nuestro progreso interior. ¿Hemos labrado nuestra piedra bruta con disciplina y constancia? ¿Hemos convertido nuestras pasiones en herramientas de servicio? ¿Hemos cultivado la templanza, la justicia, la fortaleza y la prudencia como virtudes rectoras de nuestra conducta? El solsticio de verano, como plenitud de luz, invita a un juicio simbólico: no hay sombra en la luz cenital; todo se revela. Por ello, este tiempo sagrado nos conmina a la autenticidad, a la coherencia entre pensamiento, palabra y acción.

La masonería nos enseña que toda iniciación es un nacimiento a la luz, y que todo ascenso ritual representa un progresivo despliegue de conciencia. Así, el Solsticio de Verano se convierte en un espejo espiritual en el cual nosotros contemplamos cuánto hemos crecido, cuánta sombra hemos vencido, cuántas verdades hemos sido capaz de abrazar. Es tiempo de la cosecha interior. Si hemos trabajado con rectitud, nuestra piedra bruta ha comenzado a revelarse como una forma útil. Si hemos sido negligente, este momento nos llama al arrepentimiento activo, al retorno consciente, a la vigilancia renovada.

La luz, en su cenit, también representa el punto más alto del ego si no se ha purificado. Por eso, el compromiso personal que renovamos en esta fecha no es de vanagloria por lo alcanzado, sino de humildad activa: reconocer que el verdadero crecimiento interior lleva a ponerse al servicio de los demás. La plenitud no es un trofeo, sino una plataforma desde donde construir el bien común.

En el plano social, el Solsticio de Verano nos impulsa como QQHHy QQ Hnas. a examinar el impacto de su acción en el mundo. ¿Qué hemos hecho con la luz que nos fue confiada? ¿Nos hemos convertidos en un faro en medio de las tinieblas sociales, morales y culturales? ¿Hemos sido voz por la justicia, ejemplo de rectitud, obreros del amor fraterno?

Todos los QQ HH y QQ Hnas no trabajan sólo para sí mismo, la verdadera piedra que talla no es su ego, sino su humanidad compartida. La sociedad, en muchos sentidos, aún vive en solsticios de invierno: desigualdad, ignorancia, violencia, manipulación. Ante ello, el Solsticio de Verano se convierte en un llamado ético a irradiar luz donde aún reina la oscuridad, a ser un actor comprometido con la transformación social, a participar en la reconstrucción de la justicia, la dignidad y la verdad.

El fuego simbólico del solsticio no debe arder solo en los altares del templo, sino en las acciones concretas: en la defensa de los derechos humanos, en la promoción de la educación, en el cultivo del diálogo, en la construcción de comunidades solidarias. El masón es portador de una antorcha: la antorcha del pensamiento libre, de la acción ética, de la espiritualidad viva. No puede permitir que esa llama se apague por comodidad, apatía o miedo.

Así, el Solsticio de Verano marca un ritual de renovación del compromiso, una reafirmación silenciosa pero poderosa: seguir edificando, seguir iluminando, seguir sirviendo. Porque cuanto más alta es la luz, mayor es la sombra que se proyecta si se abandona el trabajo.

Pero no basta con contemplar la luz, es necesario actuar con ella; la luz sin acción es mera vanidad, y el conocimiento sin servicio es egoísmo refinado. Los masones que hemos recibido la luz tenemos el deber de transformarla en calor para los que tienen frío, en claridad para los que andan perdidos, en fuego interior para los que han apagado su esperanza. El Solsticio de Verano es el instante para recordar que la fraternidad no es solo un principio simbólico, sino una tarea diaria: acompañar al hermano enfermo, tender la mano al necesitado, mediar en los conflictos, sembrar palabras de consuelo y obras con justicia. Cada gesto luminoso en el mundo profano es una extensión del templo, un signo vivo del Arte Real.

Este es también el momento de renovar compromisos concretos. Así como el sol renueva su marcha en el cielo, nosotros, QQ HH y QQ Hnas., renovamos nuestras promesa de erguirnos cada día como columna de sabiduría, fuerza y belleza en medio de un mundo desordenado. Podemos escribir nuestros compromisos solares como un voto silencioso: vencer un defecto moral, cultivar una virtud olvidada, leer y meditar una obra transformadora, apoyar un proyecto de justicia social, reconciliarse con un hermano o con su propia conciencia. Que cada compromiso sea como una chispa encendida del fuego sagrado.

En el templo, lo celebramos con solemnidad, hoy tenemos una tenida dedicada al Solsticio de Verano que nos permite recordar a San Juan Bautista, símbolo de preparación, pureza y anuncio de la luz, hoy en este templo se prenden las luces del taller no solo como rito, sino como proclamación viva: estamos listos para trabajar por la verdad, para servir a la humanidad, para reconstruir el templo del hombre en medio de las ruinas del egoísmo. Que en el oriente se alce una palabra luminosa. Que en el sur se celebre la vitalidad del compromiso. Que en el norte se resguarde la memoria del esfuerzo. Y que el occidente se abra como portal para la entrada del que viene en busca de más luz.

Pero más allá de los rituales, el solsticio se manifiesta en la vida concreta. En la mirada con la que enfrentamos nuestras responsabilidades. En el ejemplo que ofrecemos a nuestras familias, trabajos y comunidades. En la fidelidad silenciosa con la que honramos los valores que proclamamos en la logia. Porque la verdadera luz no enceguece ni se exhibe: guía, calienta, y permite ver mejor.

Así, cuando el sol esté en su cúspide y los rayos caigan verticales sobre la tierra, debemos recordar que también nosotros hemos sido llamados a irradiar luz desde el lugar más alto de nuestra conciencia. Y que esa luz, antes que conocimiento o prestigio, debe ser una llama de amor, de justicia y de verdad en un mundo que aún anhela el amanecer. Entonces, y solo entonces, el solsticio habrá cumplido su misión, y el obrero habrá cumplido con la suya.

Al igual que el Sol, que a partir de este punto comienza su descenso gradual, nosotros comprendemos que toda exaltación debe ser seguida de humildad, que todo ciclo culminante es también el umbral de uno nuevo. Por eso, el compromiso que renueva no es efímero ni teatral: es íntimo, concreto, fecundo.

En suma, el solsticio de verano no es un cierre, sino una consagración. Es el tiempo en que la Luz le pregunta al masón: ¿Qué harás ahora que has visto? ¿Qué edificarás ahora que comprendes? ¿a quién servirás ahora que sabes?

martes, 17 de junio de 2025

YO SOY MI PEOR ENEMIGO "Una reflexión ética, esotérica y masónica sobre el combate interior"

 


Entre las múltiples enseñanzas que la vida masónica nos invita a reflexionar, hay una que adquiere una especial relevancia en la construcción del ser: la conciencia de que muchas veces el principal obstáculo en nuestro camino hacia la perfección no es el mundo exterior, ni las circunstancias, ni los otros hombres, sino uno mismo. Esta afirmación, “yo soy mi peor enemigo”, no es un acto de autoflagelación ni de culpabilidad estéril, sino el reconocimiento lúcido de una condición humana fundamental: el conflicto interior.

 Desde el punto de vista filosófico, el ser humano es una criatura bifurcada. Platón hablaba de la tensión entre el alma racional, el alma irascible y el alma concupiscible; Kant distinguía entre el deber moral y los impulsos de la naturaleza sensible; Freud nos mostró el conflicto entre el ello, el yo y el superyó. Todas estas teorías apuntan a una misma verdad: en el corazón del hombre habita una lucha interna constante entre lo que somos y lo que podríamos llegar a ser.

 La Masonería, como escuela ética y simbólica, no desconoce esta tensión, al contrario, la utiliza como motor de trabajo iniciático. Se nos presenta la piedra bruta como imagen de nuestra imperfección inicial, y se nos invita a trabajarla no contra un enemigo externo, sino contra las formas internas del error, de la ignorancia, del orgullo y de la inconsciencia. El enemigo a vencer no es un “otro”, sino las resistencias internas que se oponen al desarrollo de la virtud y del conocimiento.

 Decir que yo soy mi peor enemigo implica asumir la responsabilidad plena de mis actos, pensamientos y decisiones. Significa comprender que nadie puede impedirme ser mejor salvo yo mismo. Las excusas, las proyecciones, las culpas asignadas a factores externos son, muchas veces, estrategias del ego para evitar el esfuerzo de la transformación personal.

El método masónico es racional en su esencia: observación, reflexión, acción. Cada símbolo, cada herramienta, cada grado está diseñado para estimular un proceso introspectivo y autocrítico. No hay transformación sin autoconocimiento, y no hay autoconocimiento sin honestidad radical. Reconocer nuestras contradicciones, nuestras pasiones desordenadas, nuestras reacciones automáticas, nuestros autoengaños, es el primer paso hacia una reforma real del carácter.

Este enfoque no pretende eliminar el conflicto, sino aprender a gestionarlo. En lugar de negar la parte de nosotros que se resiste al cambio, la Masonería nos invita a reconocerla y a trabajarla con método, voluntad y razón. La lucha del Iniciado no es contra sus emociones, sino contra el desorden de ellas; no es contra sus deseos, sino contra su dominio tiránico sobre la razón.

 Así entendido, el “enemigo” interno no es un enemigo en sentido absoluto, sino un aspecto no integrado de nuestra naturaleza. La superación de este enemigo no consiste en destruirlo, sino en comprenderlo, educarlo, canalizarlo hacia fines superiores. Solo mediante este ejercicio constante de reflexión crítica podemos aspirar a ser libres y dueños de nosotros mismos.

 En última instancia, la frase “yo soy mi peor enemigo” se convierte en un principio operativo: si yo soy el obstáculo, también soy la solución. Si me enfrento a mí mismo con honestidad y perseverancia, puedo vencer mis propias limitaciones. Y si logro conquistarme, entonces estaré en mejores condiciones de servir a la humanidad y al G A D U con sabiduría, justicia y virtud.

 Por eso, cuando se pronuncia con sinceridad la frase “yo soy mi peor enemigo”, se rompe un espejo interior. No el espejo que nos devuelve la imagen complaciente del yo cotidiano, sino aquel que, como el azogue de los antiguos alquimistas, nos refleja desde lo profundo. Allí donde habita no solo nuestra ignorancia, sino también nuestro miedo a dejar de ser quienes creemos que somos.

 No hay enemigo más peligroso que aquel que se oculta bajo la máscara del hábito. No hay adversario más sutil que el yo, que se resiste a morir para que nazca el ser verdadero. En el arte real, no luchamos contra ejércitos, sino contra una fortaleza más antigua: la del ego. Y no con armas, sino con luz. Con la luz que proviene del símbolo, del rito, del silencio, del reconocimiento de nuestras limitaciones. La iniciación no es otra cosa que el acto consciente de iniciar esa guerra sagrada.

 Yo soy mi peor enemigo cuando olvido que la palabra no pronunciada pesa más que el discurso inútil. Cuando el rito se convierte en repetición sin alma. Cuando la cadena de unión se cierra en lo exterior, pero por dentro mi mano se retrae. Soy mi peor enemigo cuando juzgo con severidad al otro y me absuelvo con ligereza. Cuando la escuadra no rige mis actos y el compás no traza límites a mis pasiones. Cuando la piedra, lejos de ser trabajada, se endurece por orgullo o por desidia.

 La ética masónica no es la moral cómoda del mundo profano. Es una disciplina silenciosa que exige coherencia entre lo que pienso, lo que digo y lo que hago. Me convierto en mi peor enemigo cuando quiebro esa triple alianza. Porque entonces la logia exterior se disuelve, y la interior, aún no edificada, se derrumba. No hay templo sin columnas, ni columnas sin voluntad, ni voluntad sin vigilancia.

El ego es un falso maestro. Promete ascenso sin trabajo, reconocimiento sin mérito, autoridad sin sabiduría. Sabe repetir las palabras del ritual, pero desconoce su espíritu. Es el eco que se escucha en los vacíos del alma. La iniciación exige que ese eco sea sustituido por la voz serena del Ser, que no grita, pero permanece. El trabajo del masón consiste en destronar al ego sin odio, en reconocerlo sin rendirse a él, en mirar de frente al enemigo y decirle: ya no gobiernas este templo.

 Las tradiciones esotéricas lo sabían: nadie puede penetrar en los misterios superiores sin antes haber vencido a su sombra. La sombra no es maldad: es ignorancia. No es pecado: es separación. No es enemigo: es fragmento. El sendero no exige aniquilar la sombra, sino abrazarla con la luz de la conciencia. En cada grado que atravesamos, el velo se hace más fino, y el juicio más severo, porque se espera de nosotros mayor claridad, mayor verdad, mayor dominio de sí.

 Decir “yo soy mi peor enemigo” no es un acto de desesperanza, sino de valentía. Es comprender que en mí reside la causa del caos, pero también la semilla de la armonía. Que no hay caída que no pueda ser levantada por la acción recta. Que no hay piedra tan tosca que no pueda ser transformada por la paciencia y el esfuerzo. Que no hay noche que no anuncie un nuevo Oriente.

 Somos enemigos de nosotros mismos mientras no hemos despertado. Pero una vez el alma toma el mazo y el cincel, y golpea con precisión sobre la ignorancia, entonces el enemigo se convierte en maestro. Y el masón comienza a caminar no para huir del combate, sino para habitarlo con dignidad.

 Esa es la diferencia entre el profano y el iniciado: el primera culpa al mundo, el segundo se reforma a sí mismo. Por eso seguimos reuniéndonos, en silencio, bajo las bóvedas estrelladas del Templo. No porque seamos perfectos, sino porque ya no queremos ser esclavos del enemigo interior. Porque, aunque aún no seamos lo que debemos ser, ya no somos lo que fuimos. Porque hemos visto la Luz, y no queremos volver a las tinieblas.

 Que el G A D Unos dé la fuerza para seguir tallando nuestra piedra. Que el enemigo que fui sea cada día más débil, y el maestro que seré, más firme. Porque al final, el único combate que realmente importa es el que se libra en el corazón.

EL EGREGOR, ESPÍRITU COLECTIVO EN EL TEMPLO MASÓNICO

  En el corazón del templo, bajo la bóveda estrellada y a la luz tenue del simbolismo, se abre un misterio silencioso pero poderoso: la pres...